El sistema internacional de control de drogas (SICD) se basa en la prohibición acordada en el artículo 4 de la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961 que establece: “Las partes adoptarán todas las medidas legislativas y administrativas que sean necesarias: [...] para limitar exclusivamente la producción, fabricación, exportación, importación, distribución, comercio, uso y posesión de estupefacientes a los fines médicos y científicos”.

Además, la convención tiene un fuerte sesgo autoritario, puesto que su artículo 39 explícitamente permite a las partes adoptar medidas de control más estrictas o severas que las que se proveen en las convenciones. Así, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) por mucho tiempo no se opuso a la política de “guerra contra las drogas”, ni tuvo en cuenta los derechos humanos al considerar las políticas de drogas. El argumento para esto era que las convenciones sobre derechos humanos eran posteriores a las de drogas, por lo que no estaban incluidas en el mandato dado a los órganos de drogas de la ONU.

Es clave anotar que los términos más importantes de las convenciones de drogas, como son la salud, la salud física y la salud moral, fines médicos y científicos (o medicina y ciencia), no fueron definidos en las convenciones, lo que permitió a la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE) decidir qué comportamientos cumplían con las convenciones y cuáles no. Por eso, la interpretación de las convenciones de drogas depende de quiénes sean los miembros de la JIFE, que en su historia ha tenido muy pocos abogados internacionalistas expertos en la interpretación de las convenciones.

Esto permitió argumentar que las ciencias sociales no son ciencias, sino sólo especulaciones acientíficas, en las que todo es debatible y reducible a opiniones, no a conocimiento científico.

Esa actitud llevó a los órganos de las convenciones de drogas de la ONU a abogar por la meta de “un mundo sin drogas”, justificada con el argumento de que los costos sociales de la adicción son inconmensurables, por lo cual nunca podrá haber mercados de drogas ilegales cuyos costos sociales excedan a los de la adicción.

Además, la forma en que se estableció el SICD llevó a una prohibición construida al revés de lo que los modelos de política contemporánea recomiendan. Se empezó con querer establecer una política sin tener ninguna evidencia de su eficacia ni de la capacidad de los estados para hacer cumplir sus leyes. Esto llevó a enfatizar que la prohibición fue acordada en una convención, o sea en un contrato que debe cumplirse, punto, independientemente de sus consecuencias, porque el acuerdo se hizo por el bien de la humanidad.

Sin embargo, en los últimos cinco años la JIFE ha evolucionado hacia una posición que reconoce la complejidad de los problemas de drogas actuales y la necesidad de que las políticas de drogas respeten todas las convenciones de derechos humanos. Hoy la JIFE insiste en que:

  • Las convenciones no requieren políticas aplicadas en las “guerras contra las drogas”.
  • La pena de muerte no se debe aplicar a delitos de drogas.
  • Las sanciones a los traficantes deben ser proporcionales a sus crímenes.
  • Las políticas deben respetar los derechos humanos de todos los productores, traficantes y consumidores. La Junta insiste en dar un tratamiento humanitario a los adictos y a los reos, y a tener políticas que tengan enfoques de género que protejan a las mujeres, los niños, jóvenes y adultos mayores.
  • A nivel micro, las políticas hacia los usuarios de drogas deben tener un enfoque de salud pública, basado en la prevención, el tratamiento, la rehabilitación y la resocialización.
  • Asimismo, la Junta apoya programas de distribución e intercambio de agujas y jeringas y acepta salas de inyección, siempre y cuando sean parte de un programa más amplio para inducir a los usuarios a un tratamiento contra la adicción.

La narrativa de los órganos de drogas de la ONU ha avanzado en describir la producción, tráfico y consumo de drogas ilegales como fenómenos complejos y reconoce que hay un consenso respecto de que el “problema mundial de las drogas” es cada vez más complejo. Además, reconocen que los problemas de drogas, corrupción, pobreza, violencia, segregación y exclusión social, desempleo, crisis económicas, educación deficiente e incompleta, y otros males sociales son fenómenos interrelacionados, muchas veces de manera circular, que las relaciones entre ellos son complejas, y que esos males sociales no tienen causas directas sino que son resultado de un conjunto de factores complejo.

A pesar de los cambios mencionados en las políticas y en la narrativa, el objetivo de eliminar todos los usos no médicos o científicos de las drogas controladas ha sido un “ancla política” inamovible que no permite su cuestionamiento y que supone que es la única política justificable en absolutamente todos los contextos sociales y económicos.

Sin embargo, los órganos de drogas de la ONU han reconocido en repetidas ocasiones que la meta ideal de “un mundo libre de drogas” es inalcanzable. Pero la creencia en el ancla política está tan extendida entre las burocracias de los órganos de la ONU y los gobiernos, que en sus intentos de evaluación periódica en la Comisión de Estupefacientes y en las reuniones especiales de la Asamblea General sobre Drogas (UNGASS) se concluye que no se ha cumplido el objetivo, pero que una reafirmación del compromiso producirá mejores resultados en la próxima evaluación, generalmente dentro de diez años.

La prohibición de todos los usos no médicos o científicos de las drogas controladas pudo haber sido una “mejor práctica de la política de drogas” a principios del siglo XX, cuando los problemas del uso de la droga eran “simples” y limitados a unos pocos países y a drogas provenientes de plantas, mayoritariamente opiáceos, cocaína y marihuana. Pero esta mejor práctica es una práctica del pasado que hoy es obsoleta. No hay evidencia de que esta política pueda ser una “mejor práctica” para el mundo de hoy. El “problema mundial de las drogas” es muy complejo y debería ser tratado como tal.

Es necesario que la ONU reconozca que los costos de la adicción no son inconmensurables, y que deben estimarse y compararse con los de los mercados negros de drogas.

A medida que los problemas se vuelven más complicados, esas políticas podrían seguir siendo aceptables, aunque no las mejores prácticas, porque han perdido su eficacia y eficiencia. Pero cuando los problemas se vuelven complejos, no hay relaciones claras de causa-efecto y es necesario experimentar y buscar soluciones dentro de paradigmas distintos.

Las políticas de drogas buscan alterar comportamientos, y para enfrentar un problema complejo requieren una acción multidisciplinaria abierta, honesta e integrada que incluya la salud pública, la economía, el derecho, la agronomía, la química, la ciencia política, la geografía, la antropología y demás disciplinas relevantes en la formación de los comportamientos individuales, y además un proceso de cocreación de políticas que involucre también a todos los actores participantes en el problema. Se trata de utilizar el conocimiento de todas las ciencias relevantes al problema tratado, y a la vez evitar las políticas impuestas a la fuerza desde el centro del poder, e involucrar a todos los interesados en la generación de una política desde las bases de la sociedad hacia arriba. Esto implica tolerar y permitir experimentos no sólo apoyando los objetivos tradicionales, sino también probando diferentes instrumentos de política.

La cocreación exitosa requiere generar confianza y empatía entre todos los actores interesados. Por ejemplo, se debe alentar a las asociaciones campesinas de cultivadores de coca para que participen en el proceso de formulación de políticas, pero se debe insistir en que la producción para mercados ilegales no es éticamente aceptable. De igual manera, el éxito de las políticas en materia de consumo requiere la participación de los usuarios, para negociar los usos restringidos de las drogas. La prevención y el tratamiento de la adicción, y la rehabilitación y resocialización de los adictos, son procesos que requieren confianza y empatía mutua entre los usuarios de drogas adictos y los proveedores de servicios de salud, los funcionarios gubernamentales y los artífices de política.

Como también se reconoce que las consecuencias de la prohibición dependen de las estructuras físicas, sociales y económicas de cada país, es necesario aceptar diversas políticas de drogas siempre y cuando no afecten a otros países.

Como los órganos de drogas de la ONU han aceptado que la meta de un mundo libre de drogas es inalcanzable, el mejor objetivo de la política global sería aprender a convivir con usos no médicos regulados de una manera que minimice el daño total del consumo de drogas más otros daños sociales, incluidos los generados por las políticas antidrogas. En otras palabras, es necesario que la ONU reconozca que los costos de la adicción no son inconmensurables, y que deben estimarse y compararse con los de los mercados negros de drogas. Esto implica reconocer que al menos una parte sustantiva del conocimiento de las ciencias sociales de hoy es científica y debe aplicarse a la producción, mercadeo y uso de las drogas psicoactivas adictivas, con el fin distanciar las políticas de drogas de sus orígenes autoritarios y promover políticas que reflejen la complejidad de los asuntos de drogas.

Francisco Thoumi es doctor en Economía. Fue miembro de JIFE desde abril de 2012 hasta abril de 2020 y del Comité de Asesores Científicos del Informe Mundial sobre las Drogas de las Naciones Unidas desde 2015. Las ideas expresadas en este ensayo son personales del autor y no reflejan posiciones o políticas de ningún órgano de la ONU.