La regulación legal del cannabis en Uruguay, aprobada en diciembre de 2013, marcó un antes y un después en la política de drogas a nivel internacional. Fue la primera de este tipo en consagrarse por una norma de alcance nacional y significó la concreción de un paso reclamado por políticos, especialistas y organizaciones sociales de diversos tipos y orígenes.
Si bien no constituye per se la solución definitiva al denominado problema de las drogas, es una medida que ha permitido moverse más allá del rígido statu quo prohibicionista, que a partir de la década de 1960 se instaló con mano firme a lo largo y ancho del globo. El control de los mercados que no pudo alcanzarse mediante la persecución penal podría, a partir de decisiones de este tipo, lograrse de manera más efectiva desplazando la producción y distribución ilícitas dominadas por organizaciones criminales, por un nuevo tipo de mercado legal con limitaciones orientadas a mitigar los daños que una sustancia de este tipo puede provocar en la salud. Finalmente, el prohibicionismo no solucionó nada y, por el contrario, trajo consigo el incremento de un tipo de violencia que va escalando en paralelo a las respuestas unilaterales de los estados, estructuradas básicamente en torno a la respuesta punitiva.
Es un hecho conocido que el debate sobre la regulación del cannabis en Uruguay estuvo centrado en torno a la temática de la seguridad pública y el control de la violencia asociada al narcotráfico. También, aunque secundariamente, abordó los impactos sobre la salud que produce el uso no medicinal de cannabis, o para este caso la marihuana. Sin embargo, la ley aprobada no desconoció los potenciales usos medicinales, científicos e industriales de la planta y sus compuestos, incluyendo disposiciones que cometen al Poder Ejecutivo reglamentar las formas de producción y acceso para estos fines.
A partir de la aprobación de esta ley, Uruguay transitó un sinuoso camino hacia la construcción de un marco regulatorio específico para una actividad prácticamente inexistente y con escasos antecedentes en la región y el mundo, como es el cultivo y la industrialización profesional del cannabis y sus compuestos con fines medicinales. Ese camino incluyó la redacción y aprobación de un decreto reglamentario en 2015, la creación y puesta en funcionamiento de un instituto regulatorio competente en la materia, y últimamente, el debate y aprobación de una nueva ley que amplía las disposiciones referidas a este ámbito de actividad, en este caso con foco en los mecanismos para apoyar el desarrollo del sector productivo así como garantizar el acceso de los pacientes a los productos indicados por el personal médico.
Mucho puede decirse de ese proceso. Un sector de actividad no se crea de la noche a la mañana a partir de la aprobación de una ley, sino que requiere múltiples acciones en los ámbitos de la administración pública y del sector privado. Necesita también un proceso de aprendizaje que involucra el cambio cultural y la acumulación de conocimiento, especialmente en tanto refiere a una sustancia como el cannabis, que ha estado, durante décadas, concebida a partir de un conjunto de preconceptos alejados de la mejor evidencia científica.
Aunque el marco regulatorio cambie, hay ciertos esquemas de pensamiento y de trabajo que permanecen apegados a los principios y visiones prohibicionistas.
Como no podía ser de otra forma, no fue un camino lineal ni exento de tensiones. No todos nos adaptamos al cambio al mismo tiempo, ni todas las agencias estatales tienen, de acuerdo a su estructura y sus capacidades, la posibilidad de avanzar al mismo ritmo. Pero además, aunque el marco regulatorio cambie, hay ciertos esquemas de pensamiento y de trabajo que permanecen apegados a los principios y visiones prohibicionistas, algunos de ellos al amparo de una regulación internacional que se ha mantenido básicamente incambiada.
A partir de este nuevo escenario regulatorio y a pesar de lo sinuoso del proceso, se constituyó una economía que moviliza una base de 800 empleos y que ha canalizado inversiones por montos que superan los 100 millones de dólares. Hay un importante conglomerado de empresas que desarrollan actividades productivas al amparo de licencias otorgadas por el Instituto de Regulación y Control del Cannabis (Ircca) y de permisos para el cultivo y cosecha del cáñamo expedidos por el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (MGAP). A su vez, ya se extendieron 18 licencias de investigación científica que cubren tanto la producción de ciencia básica como la de conocimiento aplicado a la industria.
Si bien el ecosistema de la economía regulada del cannabis se relaciona eminentemente con la actividad regulatoria ejercida por el Ircca, la diversidad de aplicaciones y usos que permite la planta ha requerido un esquema de articulación interinstitucional que se ha ido consolidando en los últimos tiempos. Por su parte el Ircca, que tan sólo hace cinco años existía poco más que en los papeles y que aún es una agencia joven con mucho para fortalecer, ha desarrollado capacidades, equipo técnico, procesos, tecnología, infraestructura y comunicación para ejercer su función, en un equilibrio en que la evaluación de proyectos y el otorgamiento de licencias deben realizarse de manera fluida, sin restar atención al control de las actividades en curso en todo el territorio nacional.
Ese esquema de coordinación dentro del sector público, articulado políticamente desde la Junta Nacional de Drogas, ha tenido que movilizar recursos de diversas instituciones. Ya se mencionó al MGAP en relación con el componente de producción agrícola, pero deben agregarse a la lista a Uruguay XXI en la promoción de inversiones, el Sistema Nacional de Transformación Productiva y Competitividad, la Secretaría de Ciencia y Tecnología, la Agencia Nacional de Investigación e Innovación y las intendencias departamentales.
Mención especial merece el caso del Ministerio de Salud Pública (MSP), dado que además de integrar la Junta Directiva del Ircca ejerce su contralor administrativo y es encargado de la evaluación y el monitoreo de la Ley 19.172. Pero además, al cumplir funciones de agencia regulatoria en el terreno sanitario, tiene competencias claves en el registro y control de medicamentos, materias primas para la industria farmacéutica, cosméticos y alimentos. Y a partir de esto, interviene evaluando la pertinencia de distintas aplicaciones posibles del cannabis, sus componentes y derivados en función de la normativa y los criterios que rigen estas actividades a nivel nacional e internacional, incluyendo las habilitaciones para importar y exportar.
Aquí se pone nuevamente en juego el equilibrio de las agencias regulatorias: es necesario velar por que la salud pública no se ponga en riesgo, protegiéndola de productos sobre los que no exista información suficiente o cuyos procesos de elaboración no puedan brindar garantías suficientes, pero al mismo tiempo actuar con transparencia, celeridad y reglas de juego claras para aquellos casos en que no se verifican potenciales amenazas o riesgos que no pudieran ser manejados en el marco de una prescripción racional. Es decir, sin descuidar la salud, se debe procurar no entorpecer el desarrollo de las actividades productivas que generan agregación de valor, empleo e inversión. Las agencias sanitarias que no manejan adecuadamente este balance producen obstáculos para el desarrollo, desestimulan la actividad productiva y privan a la población del acceso a productos que pueden mejorar su bienestar. Pero además, provocan otro efecto muy inconveniente: empujan la producción y la distribución de esos productos a los canales informales o eventualmente ilícitos, pudiendo suscitar la paradoja de que un sistema creado para combatir ese tipo de actividad termine por crear un nuevo mercado irregular.
Uruguay tiene aquí un problema a atender. Seguramente porque, al ser un país periférico en este tipo de industrias, nos ha resultado suficiente ser importadores de conocimiento, lo que a su vez ha llevado a nuestra autoridad sanitaria a procesar mayoritariamente registros y autorizaciones de productos que ya tienen antecedentes suficientes en países que se consideran centrales (la referencia a la Agencia de Medicamentos y Alimentación estadounidense es un ejemplo). Sin embargo, esto pasa a convertirse en un problema cuando estamos frente a oportunidades de innovación, cuando se hace necesario incrementar las capacidades propias para evaluar productos, generar reglas específicas y colocarse a la vanguardia a nivel mundial. Esa ventana de oportunidad, como se ha reiterado, no estará abierta por siempre.
Por otra parte, no es totalmente nuevo el sector del cannabis medicinal. Países que no han regulado los usos no medicinales de la planta cuentan con buenos sistemas de acceso al cannabis con fines médicos que pueden resultar una referencia. Estos incluyen desde el registro de medicamentos producidos a partir de cannabinoides por la vía convencional hasta la autorización para que empresas produzcan y distribuyan lo que se conoce como cannabis de grado médico para personas que, por distintas dolencias, cuentan con una prescripción y un seguimiento profesional adecuado. Esos casos incluyen a Canadá, varios estados de Estados Unidos, Alemania, Australia e Israel, entre otros. Todos países que operan bajo la supervisión de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE) y aplican las tres convenciones que la rigen. Cabe preguntarse entonces por qué Uruguay, que cuenta con una legislación de avanzada en la materia, se mantiene en una situación de desarrollo promisorio pero aún acotado. Una buena parte de la respuesta hay que buscarla en la dinámica de trabajo que ha tenido nuestra principal agencia sanitaria, que a falta de una institución independiente especializada en alimentos y medicamentos, es el propio MSP.
Para analizar su actuación en este terreno, es necesario reconocer primero que ha dado algunos pasos importantes y positivos. Ejemplos de esto son el registro de algunos medicamentos y cosméticos que cuentan con el cannabinol como principio activo; la regulación de su forma de prescripción y comercialización así como la autorización hasta el momento a dos laboratorios a su elaboración; el registro de yerba mate compuesta con cáñamo; y la inclusión en el reglamento bromatológico nacional de la proteína y el aceite de cáñamo como ingredientes alimentarios.
Sin embargo, por fuera de esos avances, que se plasmaron en actos administrativos puntuales y no como parte de una estrategia, el MSP no ha tenido una práctica institucional clara en el tema. No ha llevado adelante ninguna acción sistemática en su interna, asimilable por ejemplo a los programas sobre usos médicos del cannabis que se han desarrollado en otras jurisdicciones, y ha participado de forma muy limitada en los espacios interinstitucionales que se convocaron en la materia. Pero además, ha tenido una posición adversa a la participación en ámbitos de diálogo con la sociedad civil, la academia y el sistema político al respecto, situación esta que generó una gran confusión en cuanto a las expectativas en el conjunto de actores que se mueven en torno al nuevo mercado, instalando la idea de que Uruguay cuenta con una ley avanzada pero mantiene una posición muy refractaria en su autoridad sanitaria. Mientras tanto, el mercado se desarrolla sin un marco institucional claro.
El problema de la ausencia de reglas claras incrementa el riesgo de que solamente aquellos con mayor capacidad de presión o de movilizar recursos legales y financieros puedan colocarse en posición de obtener habilitaciones o registros para producir, con el consiguiente impacto que esto tiene en la pérdida de equidad en el acceso a oportunidades de negocios. Una frase que hemos escuchado reiteradamente a lo largo de este proceso es “aquí nadie se ha presentado para obtener un registro”, lo cual resulta coherente cuando hay una gran falta de claridad sobre los caminos que se debe recorrer para hacer uso de las posibilidades que brinda la ley.
Con este panorama general, el 30 de enero el MSP emitió su primer documento oficial dedicado al tema.1 Su publicación se produjo en un contexto muy particular: con una transición gubernamental en proceso, sin ninguna difusión ni aclaración adicional hacia los colectivos y empresas afectados, con una ley en la materia recién aprobada y en un mes de muy baja actividad general del país. Inicialmente pasó desapercibido, pero últimamente ha sido conocido por diversos actores vinculados al tema y la primera impresión es que profundiza el desconcierto y las dificultades para fortalecer el sector.
Es un documento redactado por una división específica, encargada de las sustancias controladas (es decir, aquellas que están contenidas en las listas de las convenciones internacionales sobre drogas) y no da cuenta de involucrar aportes de otras áreas técnicas significativas de la cartera (salud mental o medicamentos, por ejemplo). Pero además se elaboró sin considerar ningún aporte del Ircca ni hacer mención alguna a ese organismo, que es la institución referente en la materia.
La publicación apunta a delimitar, de acuerdo con la interpretación que realiza de los últimos informes de la JIFE, las modalidades de registro y prescripción de cannabis y cannabinoides aceptables para usos médicos. Para ello opta por una concepción fuertemente restrictiva, que deja afuera cualquier opción que no esté contenida dentro de productos “aprobados por el sistema de reglamentación farmacéutica del país para usos médicos claramente definidos”, añadiendo que “el uso médico de productos de cannabis como medicinas a base de hierbas son incompatibles con la clasificación del cannabis y sus derivados en la Convención de 1961 y el Convenio de 1971”. Es decir, que cualquier producto medicinal de cannabis que, aun pudiendo garantizar una elaboración segura y siendo controlado y prescrito por un médico, pero que no cumpla con las condiciones para ser registrado como un medicamento, debe quedar necesariamente excluido. Esta concepción excluye de las posibilidades de regulación a cualquier producción que no se enmarque dentro del concepto de especialidades farmacéuticas con ensayos clínicos completos como respaldo, dejando fuera de juego a toda o casi toda la producción nacional.
A estas directivas se arriba considerando dos premisas: uno, que los sistemas de cannabis medicinal generan un riesgo de desvío de los pacientes hacia el uso problemático de la sustancia; y dos, que la evaluación de la evidencia disponible sobre potenciales riesgos y beneficios no permite avanzar sin afectar la salud pública.
Quienes hablan en este documento son agencias de control de sustancias, tanto de nivel internacional como local, que pretenden imponer un marco sumamente restrictivo, aun yendo en un sentido contrario a las últimas recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud y de buena parte de los profesionales médicos que entienden que sí están dadas las condiciones para avanzar con seguridad mientras se sigue incrementando la actividad científica en la materia.
El presente artículo no pretende discutir el punto en términos de las ciencias biomédicas; para ello contamos con múltiples profesionales expertos que seguramente añadirán sus consideraciones. Pero sí apunta a señalar las notorias inconsistencias que en el terreno de la producción y los usos medicinales han dificultado el avance de un muy importante sector de la regulación del cannabis y la economía nacional.
Estamos transitando un tiempo político clave, en el que quedan aún muchas incógnitas por develarse. Especialmente, en breve vamos a saber si esta política pública se ha convertido efectivamente en una política de Estado que trasciende las banderas partidarias.
De concretarse esto, sería beneficioso para Uruguay contar con un diálogo más abierto y fluido entre la academia, las instituciones médicas, el sector productivo, los grupos de pacientes y los organismos estatales, con la finalidad de acordar y fijar reglas de juego claras. De lo contrario, seguiremos ensanchando la grieta que, entre los impactos socioeconómicos y la dinámica del aparato regulatorio, produjo el control de las sustancias psicoactivas durante la era prohibicionista.
Diego Olivera fue presidente del Ircca.