Admito que la tolerancia y el sentido común no son sinónimos. Tampoco sirven para enmendar errores pasados. Sin embargo, son habilidades indispensables para la convivencia.

Es evidente que algo anda mal en la sociedad norteamericana, donde hay una desproporción en la conducta policial respecto de una comunidad étnica y otra. Defender la supremacía y el privilegio de los blancos, o sea caucásicos, pero sobre todo de los de origen anglosajón, en pleno siglo XXI, no sólo resulta anacrónico sino inmoral. No obstante, de secundar las voces que exigen eliminar estatuas de personajes históricos como Colón, corremos el riesgo de iniciar una aventura épica y utópica a la vez. Veamos. Épica, porque revisar aquellas manifestaciones artísticas que en buena medida nos recuerdan un racismo que creíamos superado, pero todavía latente en muchas sociedades, no sólo la norteamericana, sería una tarea titánica de proporciones gigantescas. Y utópica, porque eliminar los prejuicios y estereotipos que han nutrido durante siglos el imaginario colectivo que avaló la creencia de que unos están por encima de otros, por cuestiones de piel o linaje, mediante la destrucción de representaciones de colonizadores, exploradores y películas clásicas u obras de literatura, es por lo menos ingenuo y paternalista.

No es negando hechos históricos que compensamos el sufrimiento y dolor de comunidades varias, desde los pueblos indígenas del continente americano hasta las diferentes tribus que habitan en África.

El arte es un excelente vehículo para acercarnos a la historia de la humanidad, una ventana al pasado, pero también una forma de motivar a personas que de otra manera jamás leerían un libro de historia o un guion de teatro. La velocidad a la que vivimos hoy, incluso con el frenazo impuesto por el coronavirus, conspira contra este tipo de hobbies, la lectura, un paseo por librerías o la visita a algún museo. No es negando hechos históricos que compensamos el sufrimiento y dolor de comunidades varias, desde los pueblos indígenas del continente americano hasta las diferentes tribus que habitan en África. Sin embargo, esa misma contundencia y el talante desafiante de los manifestantes de estas semanas últimas en Estados Unidos sí puede servir para evitar otras injusticias que acontecen en la actualidad. La esclavitud no es, lamentablemente, cosa del pasado. En Libia, muy cerca de Europa, hay mercados de esclavos donde se compran y venden jóvenes africanos de ambos sexos con total impunidad. En India continúa vigente un sistema de castas, por más que lo nieguen las autoridades, que encasilla a millones de personas, negando toda posibilidad de crecimiento personal e incluso de acceso a condiciones de vida dignas de un ser humano.

Es importante, sin duda, entender el enojo y la indignación que motivan las protestas, la mayoría pacíficas, de Estados Unidos. La brutalidad policial, las diferencias económicas en un sistema fuertemente basado en el éxito personal y el consumo, fueron el detonante y el aglutinador de todas esas personas de distintos tonos de piel; también se pudo ver a latinos marchando junto a ciudadanos afrodescendientes. Ese es un tema que las autoridades estadounidenses deberán atender, más allá de quién gane las próximas elecciones presidenciales de noviembre de este año. Reivindicaciones económicas como la redistribución de la riqueza y, sobre todo, la asignación de fondos estatales para salud y educación en igual proporción a lo que se destina a las fuerzas del orden se suman al clamor popular por el fin del racismo institucionalizado en el país norteño. Sin embargo, me veo obligada a señalar que esa misma vehemencia de la comunidad afrodescendiente en Estados Unidos y otros que sienten la causa como cercana, ya sea por una cuestión de valores personales o imbuidos de una sed de justicia, en un mundo en el que sigue imperando la ley del más fuerte, no es desplegada para protestar por otras causas. Sí, señores, en la era de las nuevas tecnologías y avances imparables ‒por ejemplo, drones y aplicaciones para detectar la temperatura corporal‒, el lugar donde uno nace todavía determina la vida de un individuo. Ser rohinyá hoy significa debatirse entre quedarse en una aldea que sabes que será arrasada por militares de Birmania o huir con lo puesto a Bangladés, donde con suerte te recibirán como refugiado, aunque seguirás siendo un paria. Nacer en Somalia implica padecer hambruna o exponerse a la violencia que asola al país, otrora colonia italiana, desde hace décadas.

El trabajo infantil en fábricas textiles de Pakistán o Bangladés se lleva a cabo en condiciones similares a la esclavitud que padecieron los ancestros de ciudadanos de Minneapolis o Nueva York hace siglos, los mismos que hoy se soliviantan por el crimen de George Floyd. ¿Es su deber terminar con las injusticias en el mundo? Claramente no. No obstante, ellos pueden salir y protestar, incluso algunos, malhechores al acecho, pueden saquear negocios y no acabar con sus huesos, molidos a palos, en la cárcel. Sus hermanos de Senegal o Gambia son extorsionados, humillados, violados y esclavizados en la actualidad por mafias que lucran con la miseria humana. Desde Turquía hasta Marruecos, el negocio de contrabandear personas es tan lucrativo como traficar armas y drogas. Ciudadanos de esos países, por tanto, no caucásicos ni supremacistas anglosajones, explotan a individuos que han emprendido una huida desesperada ante la mirada miope de una Europa xenófoba y clasista. En Asia existen esas mismas mafias locales que explotan a trabajadores que, para poder ganar un jornal, venden su alma a diablos locales que los trasladan a países donde no se rigen por normas laborales internacionales. Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Yibuti y Tanzania integran la lista de países que contravienen convenciones y tratados internacionales como los de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).

En suma, la deriva paternalista iniciada por la cadena estadounidense HBO al retirar de su plataforma digital el clásico del cine Lo que el viento se llevó abre la puerta para que algunos activistas la emprendan con un legado occidental que, aunque plagado de fallas, ha sabido evolucionar y reconducir situaciones. Con tropiezos, sí, pero apuntando siempre a la ciencia y al conocimiento. La inmensa mayoría de países que se clasifican como occidentales se ha munido de leyes y, especialmente de constituciones, que repudian la discriminación y garantizan los derechos de todos, sin distinción de sexo, etnia, religiosidad, etcétera. Bucear en nuestro pasado como humanidad y conocer cómo se vivía en épocas de la colonización en Canadá y Estados Unidos, donde por cierto no sólo se esclavizó al africano sino que se evangelizó y domesticó al indio, esos “salvajes que debían ser civilizados”, es una imperiosa necesidad en tiempos de discursos maniqueos y cuestionamientos a la globalización, que, entre otras cosas, exige una revalorización de las diferentes culturas que existen en la tierra. No hablar de Hitler no revive a los seis millones de judíos, gitanos y homosexuales, entre otros, asesinados por el nazismo. Lejos de ocultar semejante barbarie, hay que educar a las nuevas generaciones sobre los hechos que no queremos repetir.

No dejemos que la demagogia gane al sentido común. Y, sobre todo, admitamos todos, los manifestantes en Estados Unidos también, que sólo nos duelen el racismo y la discriminación cuando somos los afectados. Empecemos por denunciar todas las injusticias que el hombre comete contra otros de su especie, aunque no los conozcamos. Así, pues, desearía ver a muchos más europeos, norteamericanos y latinoamericanos exigiendo justicia y una vida digna de ser vivida para sirios, yemeníes, afganos, somalíes y rohinyás. ¿Saben por qué? Pues, aunque con demora y dilaciones varias, es en la civilización occidental y en sociedades desarrolladas donde hoy se puede protestar de esa manera. En muchos países africanos, asiáticos y otros de Medio Oriente, la sublevación es fuertemente castigada, y la libertad de expresión, coartada. La lista de individuos sojuzgados es interminable. Por eso es necesario recurrir al sentido común, el menos común de todos, y reconocer que las películas, los libros o estatuas no son en sí mismas culpables de nada, sino que para cambiar la sociedad, necesitamos primero conocer más nuestra historia, el contexto en el que se validaron prácticas racistas como las que hoy se denuncian en el mundo desarrollado, y, después, ser más tolerantes unos con los otros. Invirtamos nuestra energía y esfuerzo en mejorar nuestra convivencia para que las futuras generaciones no tengan que abochornarse de nosotros.

Susana Mangana es directora de la Cátedra Permanente de Islam del Instituto de Sociedad y Religión del Departamento de Humanidades de la Universidad Católica de Uruguay.