Durante varios días busqué noticias sobre la evolución de Andrés Vargas después de ser atacado en la madrugada del miércoles 15 pasado mientras dormía a la intemperie. Nada aparece en titulares, bajadas, copetes; ningún parte médico ni detalle de tratamiento. Aparentemente el interés público por el estado y pronóstico de vida de Andrés cabe en la glosa de un mismo tuiteo de las autoridades del Centro Nacional de Quemados. Es casi una misma nota al pie insertada en diferentes y sucesivos artículos dedicados a noticiar el hecho de fuego, sus circunstancias, las reacciones de la vecindad, la pesquisa y actuaciones judiciales.

Pero lo que está en juego ahora mismo, y necesitaríamos saber en régimen de veinticuatro siete es si Andrés muere o vive, y cómo será su vida después de este ataque. ¿O me equivoco y eso no es lo más importante? Creo que sí. Después sobrará tiempo para enterarnos sobre autores y cómplices, gustos y costumbres de Andrés, culpa de ministerio o call center contratado, si a la víctima le tienen tirria los transas de la Ciudad Vieja o es que su presencia excita fanáticos de odio y desprecio.

El principal bien -en riesgo- es una vida merecedora de cuidados y respetos que Andrés no tuvo. Ahora probablemente cuente con la atención médica básica que aquí se brinda a todas las personas, que no es poca. No conozco a Andrés -creo no conocerlo- pero mientras sumo deseos para su mejor curación, siento necesidad de comentar algo sobre la persona que se dibuja en las imágenes y comentarios de quienes lo frecuentan, porque todo sugiere que la suya no es una existencia cualquiera.

Aparenta ser una persona que sabe empujar los límites de lo posible, haciendo realidad eso tan feminista de que un cuerpo solo sabe lo que puede cuando lo hace. Porque se anima a ser amable y confiado a pesar de las cargas de indiferencia y desprecio que recae sobre personas como él. Lo describen entrador, amigable y buen charlatán a pesar de que su ropa y aspecto tienen mala reputación y peor prensa. Dicen que hace muchos años sostiene el desafío de vivir como quiere, y todas sabemos que esa opción expone las personas a la hostilidad y negligencia de los poderes públicos. Sonríe confiado, aunque no puede ignorar los riesgos de ser foco de una hostilidad que resuena demasiado en la sociedad, y ahora se reproduce desde los niveles donde la palabra formatea y legitima el desprecio. Me refiero al Presidente y el Ministro del Interior afirmando el derecho constitucional a la vivienda, a través de una gárgara de palabras confusas que solo se vuelven claras -y categóricas- para afirmar que los Andreses no tienen derecho a vivir en la calle. Y se sabe que así como la palabra -de autoridad- propone el brazo dispone. Es entonces que la policía se esmera para limpiar la ciudad de la gente sin derecho a calle y siempre alguien se excede, porque errar es humano dijo también el ministro del Interior. Como odiar y temer también es humano, sucedió que antes del ataque a Andrés Vargas un cana mató por gusto al perro de otro Andrés, algunas semanas atrás en Paso Carrasco otros lúmpenes voluntariosos prendieran fuego algún Andrés que andaba viviendo por allí, y antes otro Andrés fue asesinado a golpes y navaja en la plaza de alguna ciudad de Canelones cuyo nombre no recuerdo ni tengo ganas de buscar ahora.

No obstante la sombra ominosa que acompaña la existencia de los Andreses -cuando esa vida es vista desde nuestros lugares- este Andrés Vargas persiste en ser el que sonríe al pasar, se mama y canta, baila y alegra la calle a pesar de las “privaciones y necesidades insatisfechas”, de las agresiones y hostilidad que definen su cotidianidad. Pero él sabe y puede ser más que lo definido por esos límites, y en ese plus hay una singularidad luminosa. Andrés Vargas es un escándalo andante, cuya vida y ejemplo reclaman cuidados y atención. Porque cualquiera puede ser presidente, ministro, diputado, obrero, periodista, buen estudiante o investigador destacado, si se encuentran la voluntad con las circunstancias adecuadas. Por eso abundan tanto. Lo que siempre escasea son tipas y tipos como Andrés Vargas, capaces de sostener su deseo, sonrisa y amabilidad bajo cualquier circunstancia. Esas gentes que proclaman ni todo está perdido y hacen visible cuanta vida digna es posible incluso cuando parece que ya no quedara nada. Su temple es un bien colectivo que es necesario proteger para que estas gentes así de poderosas no se caigan entre las rendijas de la indiferencia, el hábito de consentir barbaridades y el odio legitimado. Un paso en ese sentido sería sacar la atención del último chisme sobre el ingreso del presidente Lacalle a la farándula porteña, y colocar la evolución de Andrés Vargas en el Centro de Quemados en un lugar visible, destacado y actual.

Rafael Sanseviero fue coordinador de proyectos de la fundación Friedrich Ebert en Uruguay.