Cuando de coronavirus se trata, la casa no tiene la facultad de reservarse el derecho de admisión. Entonces: ¿qué nos atemoriza más, el miedo a ser contagiados o el miedo a contagiar?

La pandemia mantiene ocupada y preocupada a gran parte de la sociedad uruguaya. Los datos diarios brindados acerca de la dispersión del virus predispone a la población a padecer una alteración emocional del miedo.

Desde larga data la desconfianza por el otro forma parte de nuestras vidas. Tal como lo abordaba Goffman (1963), las etiquetas sociales moldean la cotidianidad humana, y el estigma se desempeña como un atributo desacreditador que coloca en desventaja a quien es señalado como su poseedor.

Dichas etiquetas son generadoras de temores sociales que se focalizan en diferentes grupos socioeconómicos que se identifican entre sí -principalmente- a través del sentido de la vista y el oído.

La llegada del coronavirus nos lleva a experimentar un pánico generalizado, al cual podríamos relacionar con la antropofobia –es decir el miedo al contacto con personas–, a consecuencia de la incertidumbre que genera no poder remitirse a los sentidos humanos para encasillar a los sujetos con los cuales se comparten espacios, como portadores o no del virus.

Cuando una enfermedad viral ocupa gran parte del pensamiento colectivo, el miedo se comporta de forma dual: por una parte, paraliza atentando contra la integridad comunal; por otra, legitima el orden social. Sin duda que sin esta sensación el desarrollo de la pandemia sería muy diferente.

Las reglas sociales definen situaciones y comportamientos diferenciando las acciones correctas de las incorrectas y prohibidas. Los individuos actúan de acuerdo a un conjunto de normas, valores y objetivos comunes para el bien común del grupo, y la persecución de sus fines.

Quienes organizan o forman parte de fiestas, reciben visitas, no utilizan tapabocas en espacios compartidos o rompen cualquier norma social con su conducta son juzgados por el conjunto de la sociedad, que se siente intimidado.

El instinto de sobrevivencia ante la amenaza del contagio lleva a adquirir conductas que buscan orientar el comportamiento de quienes ignoran los protocolos sanitarios. El miedo disciplinado anima el control del pensamiento y la voluntad de los individuos para que cumplan sus roles dentro de la sociedad. Este instinto podría estar explicado con la biopolítica del poder definida por Foucault (1969), a partir de la cual se busca la autorregulación de los cerebros, es decir, el autocontrol mediante la implementación de acciones políticas sobre la vida humana, reproduciendo conductas cotidianas que prevengan la propagación del virus.

La transformación obligatoria de la realidad nos está acostumbrando a tener nuestra mente programada para ver cuerpos con tapabocas. Si identificáramos una persona con su boca y/o nariz descubierta inmediatamente se nos prendería la alarma de peligro, frente a la hipotética idea de poder ser contagiados de coronavirus. Si hiciéramos el ejercicio de preguntarnos por qué tenemos miedo a ser contagiados, sin duda no encontraríamos una respuesta unicausal.

El cuerpo adquiere significado según la acción que realicemos, la sobreinformación existente respecto del tema en cuestión ocasiona que el primer contagio imperceptible al que nos enfrentemos sea emocional, y se encuentre atravesado por el miedo.

La tasa de mortalidad por covid-19 en Uruguay no alcanza el 1%; sin embargo, varios ciudadanos manifiestan temor a ser contagiados. Como mencionamos anteriormente, el exceso de información que circula respecto de la propagación del virus, y los contratiempos que se puede tener a cierta edad o por el padecimiento de patologías específicas parecieran ser determinantes al momento de comprender la ansiedad que genera el miedo al contagio, ya que estaría comprometiendo la integridad física de las personas.

En el contexto histórico económico y social actual, acarrear con la etiqueta de infectado nos enfrenta a la exclusión; entonces ¿no es acaso ese uno de los miedos a contagiarnos?

Hasta el momento los datos nacionales no registran defunciones en personas menores a 50 años, por lo que podemos suponer que aquellos sujetos menores de esa edad sienten menos miedo a ser contagiados.

Blumer (1969) plantea que un mismo hecho puede tener una carga significativa diversa, por lo cual no se debe establecer leyes generales, sino que cada situación debe analizarse dependiendo del papel que juegan la normativa y la cultura de la sociedad.

En el contexto histórico económico y social actual, acarrear con la etiqueta de infectado nos enfrenta a la exclusión; entonces ¿no es acaso ese uno de los miedos a contagiarnos? El sujeto portador del virus estaría ante la privación de sus derechos debido a que pasaría a ser visto como enemigo y podría experimentar la pérdida de oportunidades, pasando a ser el nuevo marginado social.

¿Quién es población de riesgo? ¿Qué pasa con el miedo a contagiar? Siguiendo con estas mismas líneas, todos estamos dentro del grupo de población de riesgo si de estigma se trata.

El estado de culpabilidad resultante de condicionamientos socioculturales nos provoca temor. Deberíamos sentir miedo únicamente por el virus, pero el pánico a transmitir coronavirus, principalmente a nuestros seres queridos, nos genera pavor.

La pena social consiste en discriminar a un grupo determinado de personas o instituciones, con el afán de encontrar culpables de la propagación de la covid-19. En estos últimos días las redes sociales han desempeñado un rol fundamental en esta condena.

Cabe destacar que ninguna persona está más propensa que otra a ser transmisora del virus. Sin embargo, las creencias y actitudes negativas hacia personas o sitios pueden dar lugar a la creación de estereotipos.

Muchas veces despachamos nuestro miedo en las personas u organismos. La amenaza, tanto física como institucional, puede llevar a que el colectivo se ponga de acuerdo e interactúe de manera homogénea reaccionando negativamente ante la presencia de alguien que considera su enemigo, como puede ser el caso de una persona que fue positivo para covid-19 y se recuperó de la enfermedad, trabajadores de la salud, personas relacionadas con aquellos rubros que requieren atención al público, quienes trabajan con personas en situación de calle, entre otros. La marginación social nos pone ante un escenario que estimula la percepción del miedo y genera antipatía hacia los otros, desviando la atención de lo que realmente está ocasionando el problema, es decir, la pandemia.

El saber que se está propenso a ser discriminado por ser portador del virus puede hacer que las personas oculten el padecimiento de síntomas, postergando la consulta médica. Por lo tanto, debemos evitar fomentar hábitos de comportamiento estigmatizantes que puedan complejizar la situación del país. No debemos perder el miedo, ya que, como dijimos anteriormente, éste estimula el orden social, sino que tenemos que trabajar para mejor las alertas evitando que la enfermedad se convierta en un estigma social.

Paola Boschnakoff es licenciada en Sociología.