Los derechos culturales forman parte de los derechos humanos, y las políticas culturales son una política social por excelencia. Luego: las políticas culturales son políticas públicas y, como tales, pasibles de las mismas reglas propias de otras políticas a la hora de su diseño, planificación, de establecer objetivos o evaluarlas.

Estas iniciales consideraciones no resultan obvias –aunque lo parezcan– a la hora de examinar el curso real de las políticas culturales.

Las políticas culturales son parte de la batería de construcción de derechos culturales, de ciudadanía cultural, y una política social, pero también contribuyen al desarrollo económico, a la soberanía de los territorios, a la afirmación de identidades locales y nacionales, y pueden constituir una apuesta a la diversidad, al conocimiento, a la autoestima de las comunidades, etcétera.

Subsisten habitualmente falsas oposiciones: Solís vs. Proyecto Esquinas, trabajo en territorio y comunitario vs. industrias culturales, patrimonio como oferta turística vs. expresiones artísticas regionales, carnaval de DAECPU vs. escenarios populares.

Una política cultural en clave de construcción de derechos culturales debe atreverse con todas esas dimensiones, aun en sus contradicciones, poniendo como destinatario principal a la ciudadanía.

Una política cultural que sólo haga centro en lo comunitario podría llegar al extremo de crear una cultura guetizada, clase b, para pobres, y a la vez dejar el campo de las industrias creativas a merced de los mercados o los oligopolios mediáticos. Y al revés, una que sólo ponga su acento en las industrias culturales o del entretenimiento o los circuitos culturales “profesionales” podría transformarse en un mero subsidio para públicos ya cautivos, dejando en ese caso a los barrios y pueblos del interior en manos de lo mercantil hegemónico.

En los períodos recientes, varias intendencias del interior han desplegado políticas culturales de variado alcance: las experiencias de Paysandú, Rocha, San José, Maldonado, entre otras, resultan a primera vista salientes y ameritarían estudios en profundidad. Aun así subsiste alguna intendencia del interior sin departamento de Cultura o con uno dependiente de otras direcciones: de promoción, de desarrollo, etcétera. Mayormente se conforman con mantener abiertos museos y bibliotecas, atender alguna festividad y, por lo demás, funcionar a demanda de los afortunados que logran llegar a la oficina correcta.

En el tercer nivel de gobierno –particularmente en el interior– las políticas culturales están aún más ausentes: más allá de que en casi todos los municipios hay centros culturales y alguna actividad patrocinada, allí se repite de manera esplendorosa lo de mantener salas limpitas, con contadas actividades, basadas en general en comisiones de Cultura asesoras y sin ninguna capacidad de generar agenda propia.

Cultura próxima

El artículo 3 de la Ley 19.272 de Descentralización y Participación Ciudadana indica que es objetivo de esta “la prestación eficiente de los servicios estatales tendientes a acercar la gestión del Estado a todos los habitantes”. Los servicios culturales no están expresamente indicados como campo de acción para los municipios. Para el caso de Montevideo, la Resolución 3.642/10 sí dispone como competencias de los gobiernos locales brindar servicios sociales y culturales. De hecho, cada jurisdicción de la capital a partir del Proyecto Esquinas ha venido desplegando un conjunto de políticas en el área.

La Agenda 21 para la cultura, aprobada en 2004 por ciudades y gobiernos locales del mundo, señalaba: “los gobiernos locales se constituyen como agentes mundiales de primer orden, en tanto defensores y promotores del avance de los derechos humanos”. Asimismo, “las ciudades y los espacios locales son un marco privilegiado de la elaboración cultural [...] y constituyen los ámbitos de la diversidad creativa”. La Agenda 21 incluyó entre sus compromisos “apoyar y promover, mediante diferentes medios e instrumentos, el mantenimiento y ampliación de los bienes y servicios culturales, buscando la universalización del acceso a estos”.

Si los derechos culturales son efectivamente derechos, si van a serlo al alcance de toda la población y por lo tanto demandan políticas públicas que se propongan la universalización a la hora de definir destinatarios, es en el ámbito de lo local, de la proximidad, del territorio entendido como barrio, vecindario, comarca, donde se define la llegada o no de las políticas culturales.

Tenemos que pensar en proveer esos servicios con los modelos que hoy usamos para pensar el entramado de escuelas o liceos, o de policlínicas, o de verdulerías. ¿Para tener todos en nuestro barrio un Solís? Claro que no, pero sí para ir un poco más allá de la carpa itinerante o del espacio no convencional arreglado de apuro para una puesta teatral.

Brindar servicios de calidad quiere decir también dignificar la experiencia de recepción artística: que la luminotecnia y la escenografía a pleno no sean necesariamente un privilegio de los que van al centro.

Estamos demasiado impregnados por frases al paso como “llevar la cultura al barrio” o promover la identidad de los barrios o del pueblo: no es necesario llevar ninguna cultura a ninguna parte porque en todo caso todos somos portadores de cultura. Quizás sí sea necesario pensar en términos de construcción de corredores, de intercambio, de discutir las formas de legitimación que tiene el hecho artístico.

Y por otro lado, identidad seguro que no hay una sola ni “nuestra”, sino varias, que conviven, y todas constructoras del “nosotros”. Es un discurso facilongo ese de ponerle la palabra identidad a lo que nos gusta, a lo que nos resulta más familiar. Y transformarlo en política pública puede ser excluyente y autoritario.

Yo te descentralizo

Tenemos un problema con la forma en que entendemos la descentralización: no se descentraliza la cultura, en tanto la cultura no está en alguna parte y ausente en otra. A menos que se entienda por esto llevar “mi cultura”, mejor que la tuya, más “culta”, a tu barrio, a tu pueblo.

Descentralizar en políticas públicas supone transferir responsabilidad, capacidad de decisión, poder: lo otro es sólo desconcentración. No siempre establecemos esa diferencia a la hora de formular planes para el territorio. No es que esté mal llevar de gira el ballet del SODRE a todos los rincones del país, pero la operación está completa, en términos de construcción de derechos culturales, si esto es parte de una operación que contiene además la puesta en valor de las expresiones culturales locales, la existencia de diálogos e intercambios en forma de corredores interterritoriales y, sobre todo, la puesta a disposición en términos equitativos en todo el territorio de oportunidades de escucha, formación, capacitación, investigación, diseño colaborativo, en materia de artes, patrimonios y tradiciones.

A la hora de evaluar el impacto de las políticas culturales locales no podemos quedarnos sólo en cuántos asistieron o participaron, sino que tenemos que averiguar quiénes participan.

En la cultura, en el arte en particular, existen trayectorias, relevancias, cánones, valoraciones, maestrías, gustos predominantes. La cultura es una gran conversación. No se trata de bajar unos santos para poner otros, sino de abrir las puertas y ventanas para que circule lo de acá y lo de allá y que las nuevas legitimidades se vayan haciendo lugar a partir de esa conversación.

La oportunidad para los creadores del interior y de los barrios, los que existen y los que aún no, sólo será posible con políticas afirmativas, similares a las que se usan en otros campos de la políticas públicas, que garanticen la presencia de lo no hegemónico en los escenarios y circuitos del país. Y en diálogo con la maestría, partiendo de la base de que el virtuosismo es, en definitiva, más que la construcción de la genialidad, el producto de un magma cultural al que todos contribuimos.

Conceptos como participación, profesionalización de la gestión, estrategias de creación de audiencias, creación de nuevas centralidades deberían ser constituyentes de toda gestión orientada a la construcción de derechos culturales.

No podemos pretender fortalecer el tejido social y sobre todo crear ciudadanía sin fortalecer la trama asociativa de la comunidad. Al respecto correspondería retomar experiencias como las de las Asambleas de la Cultura; ámbitos consultivos y deliberativos, fundaciones de cultura al estilo de muchas ciudades de América Latina, modelos de cogestión o de gestión comunitaria compartida con los gobiernos locales para los centros culturales de proximidad: son caminos posibles en el entendido de que es necesario construir políticas culturales que trasciendan el corto plazo.

Poesía en la bolsa de mandados

Esto se traduce en estrategias de creación de audiencias: el concepto no alude sólo a la idea –desde las industrias creativas o de las artes escénicas– de incrementar públicos para los artistas o la producción cultural: es una variable central tanto para la puesta en valor de salas céntricas de las ciudades del interior como para la incorporación de nuevos públicos a los centros culturales de proximidad. E incorporar nuevos públicos no es una operación inocente o apolítica, es sustraérselos a los oligopolios de la comunicación.

Los públicos preexistentes, habituales, no deberían ser el objetivo único o excluyente de la política cultural pública. Esto no significa desatenderlos, en tanto ellos son quienes sostienen el entramado de la producción artística y cultural con todo lo que de ello deriva.

Esto obviamente no se resuelve si no es con continuidad en las programaciones: llegar cada tanto al ámbito local con teatro termina siendo testimonial, porque seguramente cada vez asistirán los más informados y alfabetizados –en términos de consumo cultural– del barrio.

Y a la hora de evaluar el impacto de las políticas culturales locales no podemos quedarnos sólo en cuántos asistieron o participaron, sino que tenemos que averiguar quiénes participan, desde qué trayectorias educativas, desde qué nivel de ingresos y desde qué recorridos migratorios, pertenencias de género o franjas etarias. Sólo movemos la aguja si en cada centro cultural de proximidad y en cada teatro o sala céntrica disponemos de programaciones continuas, diversas y dialogantes con los referentes nacionales y locales.

En palabras de Eduard Miralles, las políticas públicas para la cultura, tarde o temprano, “deberán enfrentarse al reto de formularse de la manera más parecida posible a como lo hace el resto de las políticas públicas. Expresando sin ambages cuáles son los derechos de la ciudadanía, los deberes de las instituciones y los servicios culturales básicos que deben ser producidos”.

Muchas veces somos rehenes del imaginario preexistente: cultura como adorno, o para decorar las festividades, o como gesto de gente “culta”.

Si seguimos diseñando nuestras políticas culturales locales para la dimensión de nuestros propios centros culturales: las salas, bibliotecas y museos actualmente existentes, aun cuando hagamos una gestión decorosa, les vamos a seguir regalando la cancha a los oligopolios de la comunicación y a ciertas cadenas hoteleras. Llegar a la bolsa de los mandados, y que con las verduras y las frutas conviva un libro que sacamos en préstamo de la biblioteca, un paseo vespertino por la sala del museo local, la experiencia de asistir a un concierto de música en mi barrio, una posibilidad de formación para que finalmente pueda tocar o bailar o actuar a mi propio ritmo, demanda más que políticas testimoniales, y un diseño apto para llegar a cada chismosa de los mandados.

Luis Pereira Severo es especialista en Gestión Cultural, poeta y editor de poesía, ex director de Programación Cultural de la Intendencia de Maldonado (2005-2015).