Sin duda, la pandemia covid-19 ha puesto a Chile en un escenario complejo. En este contexto, las autoridades se han visto enfrentadas a constantes críticas que parecieran demostrar el débil manejo político que ha tenido el gobierno frente a la crisis sanitaria.

Una de las problemáticas que se han ausentado del discurso de las autoridades es la de la territorialidad. En esta columna plantearemos que la descripción del contagio por covid-19 dada por las autoridades sanitarias y los medios de comunicación durante los inicios de la pandemia fue desterritorializada y también, por ello, des-socializada.

El análisis de la evolución de la pandemia en sus primeros meses careció de la información necesaria para estimar correctamente la situación de contagios, y por consiguiente se erró respecto de que la evolución de la enfermedad sería mediante “oleadas”. Hoy, a principios de agosto, la experiencia nos ha mostrado que las autoridades operaron con información socioterritorial sesgada y que no tuvieron la apertura suficiente para recoger la opinión de muchas y muchos investigadores que buscaron llamar su atención. Lo preocupante es que esta situación parece repetirse en la actual implementación del plan “paso a paso”.

Cuando planteamos que la descripción respecto del desarrollo de la pandemia ha sido desterritorializada y des-socializada, queremos decir que los diagnósticos han hecho demasiado énfasis en el número de personas afectadas por la enfermedad, independientemente de cualquier consideración social, material, espacial o territorial en la que estas personas viven y se desenvuelven. En esta línea, hasta ahora, la mayoría de las distinciones que se han presentado a la opinión pública para referir al contagio y al proceso de desconfinamiento refieren a la mayor afectación que padecen ciertos grupos en términos de edad o de enfermedades preexistentes. De igual manera, en las medidas de desconfinamiento se plantea salir al espacio público o mantenerse en la vivienda como oposiciones, esto sin hacer referencia a formas deseables de recomposición del vínculo social que disminuyan los niveles de riesgo y faciliten la trazabilidad.

Retrocediendo un par de meses, fue durante la tercera semana de abril que, a raíz de los reportajes sobre campamentos en la región de la Araucanía y por el caso de un brote de contagio en la comuna de Quilicura que involucró a población migrante, apareció por primera vez en el discurso oficial una preocupación declarada por las condiciones habitacionales. Vale decir, una alerta respecto de la población que vive hacinada y con deficiente acceso a servicios higiénicos. Lamentablemente, la segunda situación antes mencionada tuvo más impacto en los medios, evidenciando un vínculo racista. Esto se debe a que se identificó a los grupos migrantes con el contagio y la transmisión, pasando por alto el problema estructural de las deficientes condiciones habitacionales en muchas comunas de Santiago y de Chile.

En contra de nuestra hipótesis de una visión desterritorializada, alguien podría argumentar que la estadística oficial, al considerar regiones y comunas, tiene sus bases en el territorio. Contrario a ello, nuestra posición señala que el territorio tiene una mejor descripción en las formas en que las personas habitan tanto sus viviendas como sus barrios y, también, en las formas de movilidad que despliegan en la ciudad. Por ello ha sido fundamental, en los meses que siguieron, el levantamiento de estadísticas que dieran cuenta del alcance de los contagios y de los facilitadores espaciales y territoriales para la propagación del virus. Entre estos, se destacan las condiciones en que se habitan las viviendas, donde la presencia de allegamiento o hacinamiento son centrales, así como la materialidad y el saneamiento que ellas poseen. Evidentemente, aquí la clave está en mover el foco desde las personas hacia las condiciones materiales de habitabilidad para, de esta forma, eliminar cualquier referencia a la condición racial o social de las personas en el contagio.

Esta necesidad se justifica aún más cuando los datos comunales muestran el movimiento de los focos de contagio y cómo el virus se ha ido desplazando a nuevos territorios. En este contexto, es necesario que las autoridades y sus equipos produzcan información que considere la territorialización del contagio, porque de ello depende que se pueda evaluar el comportamiento del virus y las medidas más efectivas para contenerlo.

Gran parte de los contagiados contabilizados durante los primeros meses de la pandemia habitaban en condiciones físico-espaciales que no son, para nada, la condición habitacional “común” o “promedio” de la población chilena. En pocas palabras: las estadísticas de contagio, si bien representativas de comunas, edades y salud de los pacientes, pueden tener un sesgo territorial y de condición habitacional que no ha sido correctamente tematizado en los últimos meses. Dicho de otra forma, durante los dos primeros meses de cuarentena voluntaria y parcializada es posible que un gran número de casos haya provenido de grupos sociales con casas o departamentos que superan los 150 metros cuadrados, provistos de dos o más baños y con piezas individuales para todos los integrantes del grupo familiar. Algo que, como resulta evidente, no es la condición habitacional común en el país.

Claro, existe una posibilidad de distinguir viviendas precarias usando el déficit habitacional al combinar las variables de “calidad de la vivienda”, “allegamiento” y hacinamiento”. Esto, sin duda, sería un avance en el esfuerzo por territorializar el análisis y, con ello, entregar contenido social a la estadística. Sin embargo, es importante no olvidar que el déficit habitacional releva condiciones de habitabilidad en extremo deficientes y, por lo tanto, subvalora condiciones habitacionales que no siendo evaluadas como deficientes distan mucho de lo que suponemos todos que es una “buena vivienda”. Este es el caso de las llamadas “viviendas recuperables”, las que, por ejemplo, pueden tener techumbres de fonolita y tabiques sin revestimiento interno. Como su nombre lo indica, en una vivienda sólida, estos “defectos” se pueden recuperar. Pero es fácil concordar en que la precariedad constructiva de techos y muros no es una condición habitacional que prevenga enfermedades respiratorias como necesitamos en la actual crisis.

Latinoamérica es la primera región del mundo en la que el virus se encontró con grandes extensiones de vivienda informal. Situación que no es la del Asia más desarrollada, ni de Europa o de América del Norte.

Avanzar hacia una correcta idea de lo que entenderemos como una “vivienda buena” es el punto con el que queremos terminar esta columna. Seguramente, muchos lectores argumentarán que “lo bueno” es diferente para distintas personas y para diferentes grupos sociales. No cabe duda de lo anterior. Sin embargo, también es cierto que, en términos habitacionales, se lleva muchos años considerando que el nivel “adecuado” para el común de las familias se encuentra muy por debajo del nivel que los “hacedores de políticas” y las “autoridades” estarían dispuestos a aceptar en sus residencias para sus familias. Seguramente, en esto no hay nada nuevo para la población. Nuestras autoridades no son usuarias del sistema público de salud, no utilizan el transporte público para desplazarse ni sus hijos/as asisten a liceos municipales; en consecuencia, tampoco son beneficiarios de soluciones de vivienda.

Como dijimos antes, nada nuevo hay en la constatación anterior. Lo que nos resulta más novedoso es que la representación habitacional que tienen las autoridades de salud, tal como se muestra en las campañas del “quédate en casa”, sea una condición habitacional en la que no llega a vivir ni un cuarto de la población chilena. Esta situación se refleja aún mejor en las palabras del ex ministro de Salud, cuando señaló su desconocimiento de las condiciones de hacinamiento en que vive gran parte de la población, y que en los últimos días ha sido corroboradas por medios de comunicación cada vez que señalan: “Realmente, no sabíamos cómo eran las condiciones habitacionales de la población”.

Esta disonancia nos debe alertar pues puede tener efectos graves. La condición habitacional “popular” en Chile no tiene nada que ver con los barrios “comunes” que recrean las teleseries nacionales. Por esto es preocupante que el imaginario de viviendas en zonas populares sean amplias y luminosas viviendas, con calefacción y habitaciones privadas para todos los integrantes de una familia. Este imaginario habitacional no existe fuera del set de televisión y debería servir para establecer un norte a la política habitacional y no para pensar las estrategias sanitarias.

Territorializar y socializar el análisis es un insumo fundamental porque, en el nivel descriptivo, la extensión de la enfermedad no puede ser modelada sólo con “personas”; también requiere alguna aproximación a determinantes sociales como son las condiciones habitacionales y la movilidad urbana. Este insumo es fundamental para prever cómo el contagio cambiará su trayectoria. Cabe destacar que Latinoamérica es la primera región del mundo en la que el virus se encontró con grandes extensiones de vivienda informal. Situación que no es la del Asia más desarrollada, ni de Europa o de América del Norte.

En este sentido, las estrategias de prevención y monitoreo deben ir acompañadas de la entrega de garantías reales para que las personas que viven en estas condiciones habitacionales precarias puedan tener acceso a derechos fundamentales en una sociedad moderna, como son: agua potable, alimentación saludable y servicios sanitarios. Esto es, sin lugar a duda, urgente para que las familias y personas más excluidas puedan iniciar estrategias de prevención. Al mismo tiempo, ayudas estatales como la sanitización de las viviendas y espacios comunes en lugares de alta densidad de ocupación y de bajas condiciones sanitarias deben aparecer de manera estable. De otra forma, la crisis sanitaria mostrará la cara, muy amarga, del abandono del gobierno con respecto a las viviendas y vecindades precarias o informales.

Ahora, en un nivel ético, avanzar en la territorialización y socialización es central pues es un deber para el gobierno mostrar evidencia que invalide una correlación de las muertes y los contagios con el nivel socioeconómico y la condición habitacional. Para que esto ocurra nuestras autoridades deberían incorporar estrategias de prevención del contagio que involucren las persistentes desigualdades sociales, económicas y de estatus migratorio existentes en el país.

Por todo lo dicho hasta acá, no se explica la poca visibilidad del Ministerio de Vivienda y Urbanismo (Minvu) durante esta crisis sanitaria, salvo en el subsidio al arriendo presentado a inicios de agosto. Parecería que la forma en que la gente habita en sus viviendas, en sus barrios y en la ciudad no tiene ninguna repercusión sobre las posibilidades de contagio y, por lo tanto, de prevención.

Esperamos que esta situación cambie y que se vea un rol más activo del Minvu, participando en la implementación de estrategias y en el análisis de información. De igual forma, esperamos que se abra un diálogo social amplio para buscar soluciones a las precarias condiciones habitacionales de muchas familias, en especial de las y los migrantes que habitan en el país.

Fernando Campos Medina es doctor en Sociología Ambiental y Geografía Humana, y profesor asistente en el área de Sociología Territorial del Departamento de Sociología de la Universidad de Chile. Milena Faiguenbaum es socióloga y asistente de investigación del Departamento de Sociología de la Universidad de Chile. Verónica Noguer es ingeniera agrónoma y coordinadora de Investigación Territorial del Departamento de Sociología de la Universidad de Chile. Iván Ojeda Pereira es estudiante de Sociología y asistente de Investigación del Departamento de Sociología de la Universidad de Chile.