Parece poco pertinente reflexionar sobre la afirmación “lo público es lo de todos”. A veces, de tan conocida, una palabra deja de tener la significación que es su esencia. Pero en esta coyuntura en que vivimos, por suerte, hemos vuelto a destacar el real alcance de su significado.

Los derechos universales no siempre existieron; fueron conquistados a lo largo de las décadas por el avance de las ideas de los pueblos y por la lucha para que esas aspiraciones legítimas se hicieran realidad. Son el logro de muchas generaciones que se enfrentaron a la barbarie para reivindicar condiciones de vida más justas y que se acercaran a ser igualitarias. Podemos pensar que esta lucha ha estado siempre presente en la sociedad y que lo seguirá estando.

Y, como sabemos, la historia se mueve en oleadas que van y vienen. A grandes conquistas sociales se suceden retrocesos que tienden a mantener una situación previa que favorecía a algunos en detrimento de la mayoría.

Es evidente que estamos viviendo un momento de retroceso, de intentos de desconocimiento de avances ya saldados. Uno de los aspectos más destacados es la pérdida de los derechos y las oportunidades que son públicas, o sea, accesibles a toda la sociedad. Y si esto se pierde, lo que ocurre es el avance de las oportunidades de lo privado, lo que es de unos pocos.

Pensándolo serenamente, parece claro que lo que debe primar es el interés público, y más en sociedades democráticas, como se supone que son la mayoría de las sociedades actuales. Pero estas sociedades “democráticas” viven en su seno la gran puja del capital, que tiende a llevar las ganancias a sus arcas. Queda en evidencia, por tanto, que las sociedades capitalistas no son democráticas, o lo son aparentemente, pero no defienden el derecho de todos, más allá de consagrar derechos universales como el voto, el derecho a la salud, a la vivienda, a la educación, a ser considerados iguales ante la ley. Pero ¿esos derechos son una realidad? Lamentablemente, tenemos que llegar a la conclusión de que las diferencias para acceder a estos derechos en la sociedad se hacen cada vez más abismales.

La debacle de las instituciones

Pero en este momento hay otro ataque que pone más en riesgo a los individuos y a la sociedad: el desprestigio y el derrumbe de las instituciones que durante décadas han sido las articuladoras y las defensoras de los derechos de las personas.

Empecemos por el Estado, la institución de mayor jerarquía en la gestión y la defensa de las naciones. Los estados no se han volcado a la defensa de lo público, que es su misión central, sino a privilegiar los intereses de una clase dominante, que es la dueña de las empresas privadas, que brega por no perder beneficios e incluso por acrecentarlos. Así vemos países como Estados Unidos y Brasil, absolutamente sumidos en este derrumbe, liderados por presidentes que permiten esta transformación decadente, destructiva de sus instituciones estatales.

Los estados y los políticos han generado desconfianza sobre las instituciones que cuidan y defienden los órdenes jurídicos nacionales e internacionales.

La falta a la verdad, repetir las cosas de acuerdo a los intereses de unos, aunque se sepa que no son verdaderas, es un hábito cada vez más frecuente. Esto mina las bases de la credibilidad y la confianza. La honestidad parece una condición que se esfuma y queda puesta en duda. Esta es una pérdida esencial para la condición de los intercambios humanos. No hay respeto, no se piensa en el otro como valioso. Se acentúa el reinado del egoísmo y el desconocimiento a todo lo que no sea “lo mío”.

Vemos en Uruguay una tendencia sostenida hacia ese camino peligroso de desarticulación de lo público y de las instituciones que lo sostienen. Los ataques reiterados a la institución jurídica son alarmantes.

La base de la convivencia en las sociedades es la defensa del bien común; si esto se pierde porque no se cultiva, las sociedades están en un riesgo máximo. Actualmente percibimos este riesgo, se intuye, y esto lleva a la desesperanza, al miedo y a la incertidumbre. Junto al derrumbe de las democracias se abren los riesgos a la asunción de gobiernos totalitarios, que desconocen abiertamente el derecho de sus pueblos.

Vemos en Uruguay una tendencia sostenida hacia ese camino peligroso de desarticulación de lo público y de las instituciones que lo sostienen. Los ataques reiterados a la institución jurídica, uno de los poderes constitucionales de nuestro país, de la misma jerarquía que el Poder Ejecutivo y Legislativo, son alarmantes.

Lo mismo sucede con la ya concretada pérdida de la autonomía de la educación pública a través de cambios estructurales que impiden la participación de docentes, y la sujeción de los programas al Ministerio de Educación, o sea al Poder Ejecutivo, que no es idóneo para esta tarea. Esto seguramente significará un retroceso de 100 años en la gestión educativa, como es señalado por todos los sectores sociales y profesionales legítimamente especializados en la educación pública.

El derecho al bienestar está en riesgo por la pérdida de poder adquisitivo de las familias, por la disminución de los recursos a la educación, a la salud, a la vivienda y a la cultura. Por el aumento sostenido de las situaciones de violencia, de enfrentamientos, de falta de entendimientos, y por el cultivo de las sospechas entre unos y otros.

La paralización o la defensa activa de nuestros derechos

Estamos en esta disyuntiva existencial: o cedemos ante las políticas antipopulares que se intenta llevar adelante o hacemos conciencia colectivamente de las consecuencias y los sufrimientos que eso conlleva. Se impone denunciar esta realidad, promover la comprensión de lo delicado de la situación y hacerle frente con un gran apoyo popular, por la defensa de lo que es de todos. ¿Podremos, sabremos cumplir?

Dora Musetti es pediatra, psiquiatra y psicoterapeuta de niños y de adolescentes, secretaria general de la Asociación de Psiquiatría y de Psicopatología de la Infancia y de la Adolescencia.