En 2003, a 30 años del golpe de Estado, se desarrollaron una serie de actividades que recordaban aquellos años y lo que ese proceso histórico dejó en la sociedad. Una de ellas fue la edición de un libro que compila intervenciones de diferentes académicos, llamado El presente de la dictadura. El historiador José Rilla fue uno de ellos y expresó que “como académicos deberíamos sentir cierta obligación de explorar en algunas cosas. Pensar en algunos temas, pensarlos de manera sistemática, reflexionar públicamente acerca de ellos, aunque moleste un poco”. Después de esta intervención no ha desarrollado (al menos públicamente) una reflexión sobre este tema. Es más, en su tesis doctoral, que estudió el uso político de la historia en los partidos políticos del Uruguay, lo finaliza en un año clave: 1972. No es casual dicho corte cronológico, allí se puede definir la intención del autor de no entrar en un período escabroso, en el que los partidos políticos y sus líderes no actuaron de una manera decorosa, sino todo lo contrario. Sin embargo, en esta obra se puede leer lo siguiente: “Desde comienzos de los años 60 se han violado los derechos humanos en el Uruguay. Lo hicieron los grupos guerrilleros mediante algunos secuestros y asesinatos, lo hicieron las fuerzas represivas de los gobiernos sucesivos”, y después afirma: “El pasado reciente sigue hoy en disputa [...] se discute quién empezó o quién respondió, quién abdicó primero, quién acortó fatalmente los márgenes de maniobra de la civilidad”.
Esta posición hace recordar los planteos de la fábula de los dos demonios. Dicha fábula es defendida por los actores y “protagonistas principales” de aquellos años: los que se calzaron un arma al cinto, al decir de un ex presidente. En este relato queda afuera la mayoría de la población, quedan afuera los estudiantes organizados, los obreros organizados en sus sindicatos, y decenas de partidos y grupos políticos que no tuvieron como estrategia la insurrección armada. ¿No fue acaso protagonista de aquellos años todo este movimiento?
En un texto de Jorge Tróccoli de 1996 (La ira de Leviatán) se expresa claramente y de manera insistente que lo sucedido en aquellos años fue una guerra y que en las guerras ocurren y suceden hechos indeseables para la humanidad. Queda claro también en su testimonio que las acciones realizadas por las Fuerzas Armadas tuvieron por cometido defender la nación y el país de fuerzas foráneas. Los guerreros –afirma– se convirtieron en los representantes de la nación y para ello debieron lanzar una batalla contra la subversión. Al principio, esta era la guerrilla urbana. Pero después –continúa– pasó a ser cualquier persona o grupo que tuviera apariencia subversiva o contactos con ideas totalitarias, ajenas al modo de vida de la sociedad uruguaya.
Es interesante el uso de la historia que hace y cómo lo utiliza para justificar sus acciones. Así se remonta a las guerras de independencia, a las luchas entre los caudillos y doctores que marcaron el siglo XIX y el principio del XX. Su argumento se basa en que Uruguay comienza a poblarse a partir de ser una plaza fuerte, un centro militar. Eso era Montevideo, ese es nuestro origen, plantea este relato. De allí que el Ejército y las Fuerzas Armadas –están convencidas las elites militares– tengan en sus espaldas el ser anteriores a la nación: antes de que existiera algo que se iba a llamar Uruguay, estaban los profesionales de la guerra.
Es un relato y una reconstrucción que puede parecer inverosímil, poco ajustada a la realidad histórica, pero que sin embargo tiene efectos en la conciencia de los profesionales a los que se les entrega las armas del país. Desmontar ese relato también es parte de las tareas a realizar para que exista justicia en este país. Y para eso no hay que retirarse ni pensar que las cuestiones de defensa son asuntos de especialistas y de militares. El relato también cambiará si hay una actitud activa de la población en esta área de la sociedad.
***
No somos originales al decir que en esta coyuntura estamos asistiendo como sociedad a un retorno del discurso autoritario y conservador. Ya se ha escrito bastante sobre los ataques de los líderes y referentes de los cabildantes contra la Justicia y contra todo lo que lleve a potenciar la emancipación de los sectores populares o de aquellos colectivos que ensanchen sus derechos.
Sin embargo, nos parece importante percibir o diferenciar algo: los líderes cabildantes no desprecian a los sectores populares. Lo que buscan y lo que intentan hacer es atraerlos. Y para ello desarrollan una estrategia básica: utilizan permanentemente la dicotomía y lo llamativo. Esa es su búsqueda efectista, una consigna aparentemente vacía ganó la calle: “se acabó el recreo” (muchos entendieron que era para los delincuentes; sin embargo, fue una consigna abierta y en el lugar de delincuente puede estar cualquier grupo que entiendan inapropiado para su forma de pensar y ver el mundo). A partir de allí muchas personas quedaron atrapadas y le dieron su confianza para actuar en política a un partido que tiene como claro interés el defender y resguardar los privilegios de los altos mandos militares (los de hoy y los del pasado) y los de la “familia militar”.
A los que sí desprecian es a aquellos sectores del campo popular que se organizan para defender, ampliar sus derechos y construir una nueva sociedad. Por eso presentaron un proyecto de ley para reglamentar la acción sindical. Ahí está uno de sus objetivos principales: desmantelar y coartar la libertad de los trabajadores.
Lo más preocupante es que esta organización política está desarrollando su estrategia con la mirada complaciente de otros partidos políticos que están priorizando su programa político de ajuste y mayor recesión, aunque esto signifique que un sector del gobierno esté golpeando al sistema desde diversos ángulos. El acuerdo parece peligroso en términos de largo plazo y por lo que significa ir desgastando el sistema.
En Uruguay siempre existieron grupos y personas que defendieron los hechos acaecidos en los 60 y 70 del siglo pasado. Hoy se constituyeron como un bloque que defiende abiertamente la impunidad.
Otra acción que evidencia este zigzagueo de la coalición es el intento por volver a instalar la ley de caducidad. En esto tampoco han sido claros los partidos, han sido elípticos, han intentado escapar del asunto y no han respondido si lo apoyarán o no.
Como planteamos antes, ya existieron en nuestro país actores y posiciones que defendieron a los responsables de los crímenes más atroces cometidos en toda la historia del país. Pero como también anotamos al principio, no solamente los perpetradores de los crímenes defiendan la fábula de los dos demonios, sino que algunas posiciones académicas también lo hacen (aunque sea tímidamente). También defendió su accionar el dictador Juan María Bordaberry antes de ser procesado con prisión en 2006, y su hijo Pedro hizo lo mismo.
Hace unos días se hicieron públicas las declaraciones de Gilberto Vázquez ante un tribunal de honor, que no hacen más que confirmar su actuación en los años 70 y el encubrimiento de los que estuvieron al frente de dicho tribunal. También confirma que esas cuestiones no deben quedar en manos de militares, pues, como ya sabemos, ocultan y no pretenden que se conozca la verdad.
Entonces no es una novedad este accionar ni la presentación de este proyecto para reinstalar con toda su fuerza la ley de caducidad. Teniendo estos antecedentes presentes podemos decir que en Uruguay siempre existieron grupos y personas que defendieron los hechos acaecidos en los 60 y 70 del siglo pasado. Hoy se constituyeron como un bloque que defiende abiertamente la impunidad de quienes cometieron delitos de lesa humanidad. Lo peligroso es que se sienten fuertes por el apoyo que han recibido en las urnas, y es por eso que están proponiendo su agenda reaccionaria abiertamente.
***
Este avance conservador –como ya se ha dicho– no se produce sólo a nivel local, sino regional y mundial. Estos tiempos adversos seguramente hagan pensar y repensar las acciones colectivas de diverso tipo. Este apoyo público a los golpistas de ayer, ¿no incentivará el accionar de algunos que ven la oportunidad de salir a golpear, a prender fuego (o cualquier otro maltrato) a todo aquel que les caiga mal?
Ya fueron presentadas más de una denuncia respecto de golpizas sufridas por varias personas. También se puede ver en redes, en los informativos y en las calles que la presencia policial no solamente aumentó, sino que cambió el talante en su accionar.
Sortear este momento y estas presiones que vienen de la reacción conservadora es lo inmediato y urgente a superar. En esa resistencia y en cómo se resista a estos embates es que se irá perfilando el mañana. No parece una cuestión menor ni una cuestión irrelevante la organización y la fortaleza que está tomando el discurso autoritario.
En una situación en la que se intenta retomar una ley que concede privilegios a un grupo de personas que realizaron todo tipo de crímenes, que no respetaron ni tuvieron en cuenta a los seres humanos que tenían adelante (no importando si era un niño recién nacido o un anciano de más de 70 años, si estaba esposado e indefenso), parece una obviedad tener presente este problema y remarcar en todos lados su importancia.
La unificación de las acciones y de las decisiones que se tomen en la sociedad será la que determine en gran medida hasta dónde avanzarán estas posiciones conservadoras en nuestro país. Recordemos que uno de los objetivos de los sectores dominantes es dividir las acciones de sus posibles sujetos resistentes. Hoy en la sociedad existen “infinidad de reclamos individuales, en miles de caracterizaciones imposibilitadas de dialogar entre sí, en multiplicidad de identidades encerradas en sí mismas, encapsuladas en su mero interés corporativo, incapaces ya no de indignarse sino siquiera de darse por enterados de las necesidades del otro” (Daniel Feierstein, El genocidio como práctica social, 2008: 360).
Por este motivo afirmamos que los efectos de lo ocurrido hace más de 40 años continúan vigentes. Salir de esta situación de neoconservadurismo cabildante (que está presente en buena parte de la población) implicará un nivel de articulación política que rompa esquemas y se anime a cruzar fronteras que están en nuestras cabezas y subjetividades. Al igual que en otros problemas sociales, una ley (o la anulación de una ley), un protocolo o cualquier acción burocrática no asegura superar el problema. Solamente la discusión abierta, la información y el trabajo diario y constante permitirán dicha superación.
Héctor Altamirano es docente de Historia.