Cuando todos pensaban que el verano traería serenidad y la vacuna restablecería las condiciones previas velozmente, las últimas semanas han demostrado que no se puede vivir aislados de lo que sucede. Los números de contagios crecen y un halo de incerteza comienza a cubrir 2021. Si bien Uruguay ha caminado en 2020 a contramano del resto del mundo, mostrando las tasas más bajas de contagios de la región, y muchas personas han trabajado arduamente para eso y otras están sufriendo graves consecuencias por sus efectos, las discusiones de fondo sobre las transformaciones que tenemos que iniciar como sociedad a partir de la devastadora evidencia de la pandemia aún están pendientes.

En este año que recién inicia, necesitamos estar concentrados y mostrarnos más lúcidos que nunca si queremos escuchar el malestar profundo que ya teníamos como sociedad y que se ha agravado con la pandemia. Comprender las rápidas reconfiguraciones de poder, discursos y alianzas internacionales, que aún se ven claramente, pero que luego serán aceptadas y metabolizadas en la organización de la vida cotidiana. Será un año que necesitará unir las batallas de los oprimidos y construir entre todos un sentimiento común que nos permita visualizar, nombrar y empezar a actuar coordinados hacia un horizonte distinto del que se está proclamando como la única opción.

Por un lado, se propone the great reset, el gran ajuste, es decir, el “giro ético del capitalismo”. Así lo llama el primer número de The Time del año junto al Foro Económico Mundial, convocando a pensadores que llenan páginas sobre un nuevo capitalismo: verde, que incorpora el valor social, que apunta a la revolución del comercio en línea, que propone construir ciudades adaptadas al cambio climático, una industria tecnológica de punta, entre otras propuestas.

Sin embargo, la novedad que ha evidenciado la pandemia es la gran inyección de recursos que se le solicita a los estados, es decir que la reconversión del capitalismo la pagaremos entre todos. Esto ya sucedía antes de la covid-19. Un ejemplo claro es lo que en Europa se llama el Green New Deal, que parte de la idea de confeccionar un paquete de programas y políticas con fondos públicos que cumplan con el compromiso europeo para alcanzar los objetivos de la COP21 de reducir el impacto del sistema industrial en el ambiente. Esto responde a la profunda crisis ecológica y social del modelo, y debería redireccionar la economía a ser sostenible y generar trabajo, con una inversión de dinero público hacia las empresas europeas, colocándolas a la vanguardia en áreas que otros países y continentes no hubieran aún explorado. La reconversión a energías no fósiles es fundamental, pero claramente por sí sola no cambia las formas de acumulación del capital, ni el extractivismo de materias primas, o el trabajo precario y la concentración de la propiedad de los medios de producción, entre otros factores.

Todo parece apuntar a que el capitalismo no se rinde frente a una de sus crisis más importantes. Según los datos del “Global Wealth Report 2020”, de Credit Suisse, sólo 15 empresas transnacionales controlan 50% de la producción mundial, y si esto no bastara para entender que tanto el viejo como el nuevo capitalismo responden a la acumulación por desposesión, el mismo informe nos confirma que al día de hoy 1% de la población posee 43,4% de la riqueza global. Entonces, se puede decir que no hay nada de nuevo en estas propuestas “transformadoras”, aunque utilicen en el discurso los términos “revolución”, “innovación” o “reinventar el capitalismo poscovid-19”.

Una gran parte de la batalla se da en el imaginario, y la crisis del consumo ha sido profunda. Un claro ejemplo son las subvenciones directas al consumo por primera vez en países como Italia: es decir, dar dinero a las familias para comprarse alimentos y aparatos electrónicos, para utilizar medios de transporte, para irse de vacaciones, para contratar niñeras/os que les permitan seguir trabajando. Los miedos eran al menos dos: que uno de los componentes más importantes de la cadena de la producción de masas, los consumidores, se quebrara; y arriesgarse a que la ilusión de una vida construida sobre el consumo superficial tuviera una crisis profunda, y tendiera a interrogarse en lo más íntimo si era realmente necesario ese estilo al precio de destruir el planeta y causar la muerte de los seres queridos.

La novedad que ha evidenciado la pandemia es la gran inyección de recursos que se le solicita a los estados, es decir que la reconversión del capitalismo la pagaremos entre todos.

Entonces, el debate pendiente en Uruguay, pasadas las elecciones, y tomando nosotros también la pandemia como excusa refundacional de un diálogo entre toda la sociedad, debería ser retomar las preguntas que nos hicimos el 13 de marzo de 2020, cuando nos sorprendíamos por el encierro y por el aparente colapso de todo lo conocido.

En ese momento nos encontramos entre varios colectivos y personas preocupadas por afrontar de manera colaborativa los desafíos que se presentaban, se multiplicaron plataformas virtuales de apoyo a iniciativas ciudadanas creativas que daban respuestas autoorganizadas a los desafíos sociales y económicos del aislamiento voluntario. Nos preguntamos qué hacer con la alimentación y surgieron las ollas populares, se reforzó el Mercado Popular de Subsistencia, nacieron plataformas de distribución del movimiento de agroecología y de la agricultura familiar y consumo crítico, entre otras.

Luego, la pandemia pareció alejarse, los casos se controlaron. Las ollas populares y los movimientos de base siguieron firmemente con la autoorganización y las redes de apoyo indispensables, dada la situación de vulnerabilidad. Otros adoptaron, con un enorme esfuerzo, los protocolos en el trabajo y el “encierro” en las relaciones permitidas, las burbujas, que se han vuelto la única certeza en que nos movemos. Pero la mayor parte de la población siguió con una vida en la “nueva normalidad”, en que el virus parecía un telón de fondo de una película que observamos pasivamente, sin poder liberar nuestras energías para mejorar nuestras condiciones en lo cotidiano.

Esta tensión omnipresente y desorientadora de la crisis de la covid-19 genera sobre todo, como señala la filósofa italiana Federica Giardini, una condición de incerteza, una tensión afectiva, pasional, del humano en fase de crisis que observa la distensión temporal de la propia existencia, es decir, el no saber cuándo será la salida de esa incerteza que condiciona el sentido del futuro. No nos alejamos mucho de lo que Hobbes identificó como el anhelo de seguridad, aunque este fuera concedido a cambio de una obediencia silenciosa. Es un cambio de perspectiva relevante. Más que el miedo, que parece evocar una reacción a una causa, la incerteza –entendida como un afecto aún más elemental– nos habla de desorientación, de pérdida de control, de incógnitas.

Un miedo sin agresiones. La incerteza es la señal afectiva de la experiencia de elementos, causas, sujetos, circunstancias que no podemos controlar con nuestra voluntad. En un mundo que acentúa el individualismo, el éxito o el fracaso personal, el sentimiento de desorientación es doble, y el capitalismo nos ofrece “certezas” para volver a tener ese control individual sobre nosotros y nuestro futuro. Seguir creyendo en él, al costo del sacrificio actual de nuestra libertad para soñar y construir mundos distintos, al costo de buscar “culpables” entre nosotros, en una “guerra de todos contra todos” que no nos permite ver la necesidad de colaborar, sería, además de peligroso, una ocasión desperdiciada.

Las alternativas existen. En 2020 hubiera tenido lugar el Primer Foro Mundial de Economías Transformadoras en España, en que las redes de emprendimientos cooperativos de todo el mundo buscaban afianzar la narración de un nuevo modelo emergente. En 2019, el informe del World Cooperative Monitor reportaba un crecimiento en los sectores de la agricultura y el comercio del mundo cooperativo. A nivel mundial, las cooperativas cuentan con más de 1.000 millones de socios, en una población mundial de 7.700 millones, según el último informe al respecto de las Naciones Unidas. Las cooperativas generan 100 millones de empleos, pero además en estos datos no se considera el mundo asociativo sin fines de lucro, el activismo, la agricultura familiar, así como las redes de cuidados no formales y otras formas de cooperación que cuidan el planeta, mantienen la diversidad cultural y desarrollan actividades productivas y de consumo responsable.

¿Qué sacudón debería darnos el inicio de un año nuevo? Los meses que tenemos por delante necesitan un radical cambio de actitud respecto de las formas en que se ha afrontado hasta ahora la emergencia sanitaria y económica. Esto significa que al inicio del año deberíamos profundizar las discusiones iniciadas el 13 de marzo de 2020, pensando en cómo convivir con la covid-19, con esta enfermedad limitante, pero hoy conscientes y decididos a no renunciar a construirnos una calidad de vida para lo que debería ser un hito en una transición larga hacia otros modelos.

Necesitamos un nuevo slogan. En 2020 fue “quedate en casa”, que, como forma radical de demostrar la importancia y gravedad del contagio y el posible colapso de los sistemas de asistencia médica, era el mensaje más apropiado. Pero para 2021, tal vez “cuidémonos y actuemos juntos hacia la transición” es la actitud que necesitamos para aliviar el sufrimiento que crea el sentimiento de incerteza e impotencia actual y para liberar energías, asociarnos con otros, recobrar la calidad en cada ámbito de nuestras vidas y caminar hacia horizontes compartidos de reconversión ecológica y social.

Adriana Goñi es doctora en Urbanismo, profesora adjunta del Instituto de Teoría y Urbanismo de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de la República.