Todos sabíamos que esto iba a pasar al momento de comenzar la venta de vacunas, a pesar de lo cual a todos nos sorprendieron las declaraciones del director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS) calificando esta circunstancia como de “catástrofe moral”.

Que Uruguay consiga “colarse entre los grandes” significa aceptar lo moralmente injusto para los más pobres del mundo. Nadie parece molestarse o esgrimir argumentos morales mientras seamos nosotros los beneficiados en el reparto. Estamos en condiciones de entenderlo como moralmente injusto, pero tal cosa es ocultada por el velo del interés propio. Sólo una mirada de vocación internacionalista podría cambiar nuestra percepción; pero hoy, ¿quién la ensaya?

La enorme inversión pública que pueden hacer los países ricos, transferida al monopolio farmacéutico privado, retorna en forma de mercancía costosa, postergando a las naciones pobres que paradójicamente aportan riesgo de vida de ciudadanos voluntarios en la etapa de experimentación clínica (después de todo, lo más valioso para la elaboración de las vacunas). La evidente “catástrofe moral” resulta aún mayor porque la habíamos comenzado a aceptar como algo normal antes de que sucediera: quien tiene poder económico y científico reproduce su riqueza y el que no, debe esperar una compra costosa del producto final. Aun cuando esto ocurra no sólo con cualquier producto de alta tecnología sino con uno capaz de salvarnos la vida, esto no cambia nada. ¿Algo nuevo bajo el sol?

Algo disonante ocurre entonces con el pronunciamiento de una autoridad mundial que nadie puede tachar de antisistémica. Tiene razón Tedros Adhanom, aunque nos parezca ingenuo su comentario. Sin embargo, no lo es. Resulta perfectamente pertinente porque descentra el hecho de su inevitabilidad práctica (la “lógica” –económica– que tendemos a aceptar como una catástrofe natural) y nos interroga sobre los límites que podríamos (¿podríamos?) establecer a las condiciones económicas de acuerdo a criterios superiores, por ejemplo, atendiendo la dignidad humana.

Defender un reparto más equitativo apelando sólo a argumentos de carácter económico sería una estrategia bastante más débil. Los países ricos ya han alegado, en ese plano (es decir, el más “realista” y omiso en consideraciones morales) que la propiedad intelectual es el motor que ha movido la producción de las vacunas y, por lo tanto, resulta algo así como una cláusula inamovible: “Las produjimos nosotros y, por lo tanto, son nuestras”.

Un asunto filosófico largamente discutido apunta a que el plano moral (el bien) refiere a una dimensión muy distinta y distante de la descripción de los hechos (la verdad) y, por tanto, del plano científico. Sin embargo, nada de lo que hacen los humanos puede comprenderse cabalmente si tales miradas no se encuentran en algún punto. La expresión “catástrofe moral” va directo al grano al unir lo que parecía imposible de unir: ¿ciencia para qué?, ¿para quiénes?, ¿para obtener la mayor ganancia posible y nada más? La moral trata de la dignidad humana y de la necesidad de sentirnos personas valiosas; por lo tanto, toda ciencia debería contener el a priori de no dejar a nadie afuera –mucho menos a los más débiles– de su producto final. Obviamente, nunca hemos tenido una ciencia así.

La reflexión pública alentada en los centros de poder a partir del inicio de la pandemia tiene, por el contrario, ese sesgo, típicamente liberal, que pretende convencernos de que la ciencia es una actividad neutra, apolítica, necesaria para la humanidad y, por tanto, “necesariamente buena”. Sin embargo, al momento del reparto se descorre el velo: la humanidad ya no existe sino como humanidad compradora o humanidad postergada, y la ciencia –en tanto conserve su carácter neutro o apolítico– ya no tendrá nada para decirnos. El comentario de Adhanom pone las cosas en su sitio, revela la evidente injusticia que causará la muerte de muchas personas en los países pobres mientras los ricos acumulan una reserva de vacunas varias veces mayor a su población. Cabe preguntarnos, entonces, si podemos convivir con ello sin preocupación moral de ninguna índole.

No es la “ciencia” tal como habitualmente la percibimos, sino el pensamiento crítico que puede mirar los hechos no sólo para ser descritos sino para ser incluidos en un proceso que interroga cada verdad para juzgarla de acuerdo con criterios morales. Al hacerlo no pecamos nunca de ingenuidad sino que afirmamos, aunque no tenga consecuencias inmediatas, la fe en la dignidad humana. Por cierto que bastante más ingenuo ha sido apelar a la inevitabilidad histórica. El mundo puede ser mejor, sí, pero también puede ser mucho peor, y lo único que decide si vamos en una u otra dirección es la lucha de los pueblos cuando no aceptan el despojo y la injusticia. Y esto tiene éxitos relativos y enormes fracasos. Si no hemos aprendido esta lección es porque aún estamos presos del iluminismo burgués y la fábula del “necesario” progreso histórico, siempre hacia adelante y para todos igual.

En tanto, una consideración moral nos impulsa a indignarnos; la economía política, la historia y, en general, el pensamiento crítico nos ayudan a comprender el problema y a reafirmar la indignación desde otra perspectiva. Bastaría recordar, en primer lugar, que ni la ciencia moderna, ni el arte renacentista, ni las sucesivas revoluciones industriales hubieran existido sin la enorme transferencia de capital –por lo menos, a partir del siglo XV– que el “centro” obtiene de la “periferia” en el “sistema mundo capitalista” (los conceptos entrecomillados son de Immanuel Wallerstein). En ese proceso, el capitalismo torna central lo económico y sujeta, cada vez más, lo moral a sus propósitos. Mientras que el capital determina la mayor parte de nuestra vida práctica, lo moral –en forma de “sentido común”, normas heredadas, hábitos o afecciones compartidas– realiza una adaptación forzada (“a fin de cuentas, cada uno busca su propia ventaja”) o, por el contrario, tal como lo hace el comentario de Adhanom, sustenta una legitimidad clara, imposible de cuestionar por más que se ubique bien lejos del desarrollo posible o previsible de los acontecimientos.

La “catástrofe moral” resulta evidente porque el servicio al capital en su acelerado desarrollo (este sí, siempre hacia adelante) comienza a ignorar cada vez con mayor frecuencia y desparpajo normas bastante más elementales.

Que el presidente de la OMS diga que vivimos una catástrofe moral es una pequeña demostración de que aún no hemos perdido la capacidad de indignarnos.

Advertir la “catástrofe moral” implica, entonces, impensar la lógica de hierro, desplazar nuestra subjetividad mercantilizada y advertir que lo que ahora está en el centro podría ser ocupado por lo ética y moralmente justo.

El “centro”, donde un conjunto abigarrado y complejo de poderes se entrelazan con mayor efectividad, ha ido desplazándose continuamente según las luchas intestinas por el mejor dominio de la periferia: Holanda, Inglaterra, Alemania, Estados Unidos y ahora China han tenido sus regiones oprimidas y saqueadas como ahora sus barrios marginales de inmigrantes pobres, pero la acción de los sujetos colectivos dominantes sólo se afirma realmente en tanto demuestra expoliar –mejor que sus posibles competidores– la periferia que puede asignar para sí (cuanto mayor, mejor). Llegado el siglo XXI, resulta por lo menos dudoso que pueda considerarse un progreso tan evidente desde un punto de vista moral que un ciudadano chino medio ajuste lo mejor posible toda su conducta social –estrictamente vigilada– para obtener el mayor beneficio económico posible sólo para sí.

El centro, para seguir siendo centro, se ha transformado permanentemente durante cinco siglos de capitalismo. Hoy la estrategia para su autoconservación recurre al más sutil y refinado conocimiento de las vidas de todos y cada uno de nosotros para convertirlo en propiedad privada. El nuevo oro que hoy roban es inmaterial. Está especialmente protegido desde la Ronda Uruguay del GATT, la presión de las multinacionales para adoptar la legislación estadounidense de propiedad intelectual, la constitución de la Organización Mundial del Comercio, los nuevos acuerdos de libre comercio y el avance implacable de una legislación planetaria para el manejo indiscriminado de lo que antes era personal o común. El nuevo oro son códigos genéticos, imágenes, reconocimientos faciales, preferencias subjetivas. Las escuchas de música, las fotos y las opiniones que constantemente subo a las redes sociales ya no son sólo mías: tienen otro propietario a quien desconozco por completo. Claro, todo es ahora perfectamente legal, pensado para el exclusivo beneficio de una piratería bien organizada y autolegitimada que, irónicamente, nos hace creer que somos nosotros los piratas cuando en la periferia, y la mayor parte de las veces en la más absoluta pobreza, bajamos una canción de un sitio no permitido.

Hoy no existe economía que pueda funcionar adecuadamente si no incluye nuestra propia intervención activa, comprometida, y, por lo tanto, la autoexplotación que hoy soportamos es bastante mayor que en ninguna etapa previa del capitalismo. La máquina moderna no funciona sin nosotros como sus apéndices, y el poder ya no puede concebirse simplemente como un atributo de las clases dominantes tal como aprendimos del marxismo, sino también, y de acuerdo con Michel Foucault, como microcirculación que nos atrapa en un continuo que va de un extremo a otro del entramado social para que cada quien canalice, a su medida, cada porción. La posibilidad de sufrir el poder o gozarlo en pequeñas cantidades sostiene las bases para su mejor circulación y legitimación: “Si las habré pasado para merecer, por fin, este pequeño poder sobre otros”. Nadie escapa a reproducir la catástrofe moral, porque ella está implícita en las relaciones económicas no sólo por la decisión de las “clases dominantes”, sino porque la razón de vida de unos y otros confluye en la misma dirección.

Pero lo moral, íntimamente ligado a lo ético, es decir, a las concepciones de vida, a la cultura y a las costumbres (a nuestra “casa común”), se asienta en un terreno bastante más amplio y más antiguo que las leyes del capital y, por lo tanto, puede aflorar contradiciéndolas, como parte de la identidad de los pueblos, a veces en forma de prejuicios y falsas creencias, pero también en forma de saberes ancestrales, en pautas de solidaridad comunitaria, en normas que –inevitablemente– exigimos cumplimiento a nuestros hijos cuando pretendemos que tempranamente distingan el bien del mal. La moral y la ética de los pueblos aún no han sido completamente colonizadas por los dictados del capital, y por lo tanto son, estos sí, verdaderos recursos humanos emancipatorios.

Que el director general de la OMS diga que vivimos una catástrofe moral es una pequeña demostración de que aún no hemos perdido la capacidad de indignarnos. A fin de cuentas, los que luchan por un verdadero cambio, como siempre, nunca lo hacen para obtener mayor poder sino porque están indignados. Todo futuro y nuevo orden social más justo resulta algo bastante más abstracto y difícil de anticipar, acaso sólo deseable; indignarse, apelar a razones tan elementales como evitar muertes evitables, por el contrario, nos llama casi como un mandato elemental para la vida común y, por lo tanto, ha sido –y esperemos que lo siga siendo– la única condición necesaria para cualquier ulterior y verdadero progreso.

José Stagnaro es magíster en Ciencias Humanas y docente de Formación en Educación.