Para empezar, una aclaración importante. No soy experto en ciencias biológicas ni médico. Soy antropólogo, con títulos de licenciatura, maestría y doctorado, pero no en inmunología, virología o epidemiología. Esta aclaración es importante en esta época en la que un profesor de literatura, un abogado o un periodista sin ninguna capacitación o experiencia previa en temas médicos cuestionan la capacidad o la autoridad moral de científicos de larga y meritoria trayectoria profesional, independencia e integridad deontológica. Mucha gente acepta de forma acrítica dudosas afirmaciones propagadas en blogs o redes sociales al mismo tiempo que disputa la veracidad de publicaciones científicas muy rigurosas.

En segundo lugar, aclaro que al abordar estos temas no soy totalmente objetivo. No sólo por mi formación y mi trabajo profesional, sino también por razones más personales. Como padre de un niño autista, ya estoy harto de escuchar o leer afirmaciones disparatadas sobre los efectos de las vacunas. Y como amigo y compañero de víctimas fatales de la covid-19, no tengo ninguna simpatía hacia quienes minimizan la gravedad de la pandemia.

El temor o la oposición a las vacunas

Las vacunas ofrecen una posibilidad concreta de salvar millones de vidas y salir más rápido de la actual crisis sanitaria, social y económica. Contar con vacunas apropiadas es, sin embargo, sólo un primer paso, en consideración de las múltiples dificultades logísticas a superar para asegurar su producción y distribución a escala mundial. Además de fabricar la cantidad requerida con urgencia, es necesario asegurar condiciones básicas de seguridad para evitar efectos nocivos y convencer a la población de sus beneficios.

Pese a las garantías de seguridad ofrecidas por las agencias de regulación de los medicamentos, recientes encuestas muestran que un porcentaje significativo de la población mundial se opone a la inmunización voluntaria. De acuerdo a datos de la Usina de Percepción Ciudadana difundidos esta semana, 44% de los uruguayos no estaría dispuesto a vacunarse contra el SARS-CoV-2. A nivel mundial, esta población es muy heterogénea e incluye desde una minoría militante e ideologizada (el componente duro del movimiento antivacunas) hasta personas temerosas que preferirían esperar y ver si es seguro. Este sector también lo integran muchos disidentes que afirman que la pandemia no existe y quienes asumen que el riesgo personal de contraer la enfermedad es bajo y que por lo tanto la vacunación sería innecesaria.

Por lo tanto, para que la campaña de vacunación alcance el nivel de inmunización necesario, será vital el despliegue de una estrategia adecuada de información y comunicación. Pese a que yo me incluyo entre quienes instintivamente querríamos gritarles a quienes se oponen a las vacunas que están equivocados, ese –obviamente– no es el procedimiento adecuado.

Es perfectamente comprensible que muchas personas tengan dudas o temores sobre las vacunas por motivos muy variados. Toda persona medianamente informada sabe que las vacunas que se están ofreciendo hoy han sido desarrolladas en un plazo muy corto, de apenas meses, frente a las décadas que la comunidad científica dedicó al desarrollo de la mayoría de las vacunas contra bacterias y virus que han afectado a la humanidad hasta la aparición del SARS-CoV-2. Algunos científicos también han alertado que muchos ensayos y fases de prueba se han realizado mayoritariamente entre una población relativamente saludable y homogénea, y que por lo tanto los resultados podrían no ser extrapolables a otras franjas etarias o poblaciones con un perfil étnico diferente. Las dudas que afligen a gran parte de la población son, en consecuencia, muy válidas y atendibles. Por otro lado, los esfuerzos de instituciones científicas y organismos públicos para producir las vacunas contra la covid-19 han sido masivos y sin precedentes en la historia reciente. Al mismo tiempo, las agencias reguladoras han utilizado protocolos confiables para garantizar la seguridad, pero es evidente que aun así en muchos países la estrategia comunicacional e informativa no ha sido suficiente.

La experiencia europea puede ser útil para Uruguay. En mi lugar de residencia, Países Bajos, la agencia nacional de salud pública ha resaltado el carácter voluntario de la vacunación, ha publicado con bastante anticipación un cronograma que identifica los sectores demográficos a priorizar, y ha difundido información relativamente precisa y fácil de entender sobre las características y posibles contraindicaciones de las vacunas. También se ha aclarado que ninguna de las vacunas hasta ahora aprobadas por la Agencia Europea de Medicamentos (EMA) ofrece 100% de efectividad. El mensaje para las personas vacunadas es que no cambien en nada su comportamiento cotidiano: que se queden en casa tanto como sea posible, que sigan usando el tapabocas, que no viajen y que no organicen fiestas o reuniones familiares. Nadie puede estar totalmente seguro de no contraer el virus o de no poder propagarlo, aun después de haber sido vacunado.

El inicio de la campaña de vacunación en Uruguay significará más incertidumbre y nuevos desafíos en términos de información y comunicación. Los fabricantes de las distintas vacunas ya han aclarado que no pueden prever la duración exacta de la inmunidad resultante, si será necesario volver a vacunar en los próximos años o el grado de protección ofrecido a diferentes segmentos demográficos. También es necesario considerar que no existe una única vacuna, sino varias, creadas a partir de diferentes tecnologías de investigación y desarrollo y previsiblemente con distintos efectos. Pero sin vacunación es evidente que todas las angustias sociales y económicas causadas por los confinamientos podrían extenderse por varios meses.

Viejas disidencias

La oposición a las vacunas que se observa en muchos países no es nueva. Hace casi dos siglos, cuando en 1840 se aprobó la primera ley de inmunización en Reino Unido, ya se había constatado la difusión de disidencias muy similares a las que han surgido en Uruguay, referidas a una supuesta alianza entre la ciencia médica y el gobierno basada en intereses comerciales, la inferida violación de libertades civiles básicas, y la oferta de estilos de vida saludables o medicamentos naturales como supuestas alternativas. En el contexto de la actual pandemia, los argumentos se han actualizado en la forma, pero no en su esencia. A esta altura, casi todos los uruguayos hemos recibido un mensaje por Whatsapp o visto un post de Facebook con rumores tan inverosímiles como la dispersión del virus a través de las torres de telefonía móvil 5G, con Bill Gates implantando microchips digitales a través de las vacunas y causando intencionalmente la llamada “plandemia”. Otras versiones del mismo delirio incluyen como cómplices en el complot a George Soros, la Organización Mundial de la Salud (OMS), el gobierno chino y una larga lista adicional.

Pese a la vociferante resistencia a las vacunas de una minoría, al momento de redactar esta columna ya se han inyectado aproximadamente 60 millones de dosis de vacunas contra el SARS-CoV-2. Esta es una noticia realmente alentadora y que merece ser aplaudida. Al mismo tiempo, la distribución de las vacunas constituye una muy obvia demostración del derrumbe moral del capitalismo como sistema económico hegemónico a nivel mundial. La vasta mayoría de las personas vacunadas residen en países del norte. En África, un continente con 1.300 millones de habitantes, menos de un centenar de personas han sido vacunadas. El mecanismo internacional Covax acordado por 190 gobiernos nacionales –incluyendo el uruguayo– para lograr que las vacunas se distribuyan de forma más equitativa supuestamente ya habría comprometido 200 millones de un total de 2.000 millones de dosis a ser entregadas en los próximos meses, pero hasta el momento (pese a que los acuerdos fueron firmados a mediados del año pasado) no se ha entregado ninguna dosis.

Los países más ricos han acaparado la producción de vacunas con pedidos que en conjunto totalizan más de 4.000 millones de dosis. 16% de la población mundial ha adquirido 60% de las vacunas, con requerimientos que en varios de los países más ricos alcanzarían para vacunar el doble, el triple o hasta el quíntuple de su población. Uruguay no es el único gobierno que ha gestionado de manera desacertada las negociaciones con las empresas farmacéuticas. Sudáfrica ordenó 1,5 millones de dosis de la vacuna Oxford-AstraZeneca –con un costo entre cuatro y seis veces menor que el de la vacuna de Pfizer ordenada por Uruguay– a un precio de 5,25 dólares por dosis, más del doble del precio negociado por los gobiernos europeos.

Los nuevos mercaderes de la duda

La información errónea sobre las causas, la magnitud y las formas de contención de la pandemia puede propagarse tanto o más rápido que el virus. En un contexto mundial de crisis y polarización social, política y económica, las explicaciones simplistas ofrecidas por los antivacunas y los disidentes son muy atractivas para un amplio segmento de la población confundida, temerosa y con acceso a mensajes sencillos que nutren miedos, fobias o dudas que ya existían antes del año 2020 pero que la pandemia ha vigorizado a niveles insólitos. Aunque es poco probable que la mayoría de la población llegue a creer que el mundo está regido por una élite omnisciente y omnipotente capaz de controlar gobiernos y países con orientaciones ideológicas y estructuras sociopolíticas antagónicas (resumiendo la argumentación de “analistas” uruguayos como Hoenir Sarthou o Marcelo Marchese), es innegable que la desinformación difundida en las redes sociales está salpicada de componentes de la realidad objetiva que pueden ser usados de forma selectiva y sesgada como sustento argumental de las conjeturas más disparatadas.

Al respecto, es recomendable volver a leer el libro Mercaderes de la duda, publicado por Naomi Oreskes y Erik Conway en 2010. El libro ofrece una disección pormenorizada de las tácticas utilizadas durante décadas por grandes empresas transnacionales recurriendo a académicos y periodistas para cuestionar hallazgos científicos en torno a temas tales como la lluvia ácida, el escudo de ozono, el humo del tabaco y el cambio climático. En todos los casos, las tácticas y los personajes son similares, identificando todo tipo de regulación o intervención gubernamental en la salud pública como elementos de una “tiranía”. La estrategia de los mercaderes de la duda fue perfeccionada por la industria tabacalera en los años 60 y desde entonces ha sido usada para poner en duda datos de base científica que puedan ser usados para respaldar regulaciones gubernamentales nocivas para el capital.

En el contexto uruguayo, los disidentes de la pandemia cuestionan su existencia o su alcance y critican prácticamente todas las respuestas de contención aplicadas por los gobiernos del mundo. Los disidentes uruguayos se consideran los portadores de la verdad absoluta y no dudan en recurrir a adjetivos insultantes para aludir a quienes pensamos de manera diferente. El semiólogo Fernando Andacht acaba de publicar un artículo muy docto en respuesta a los “signos peyorativos y ninguneadores”. Según Andacht, quienes critican a la “disidencia” son “adeptos al poder pandémico” y “acólitos covilleros” (sic) que “reciben cámara, micrófono y espacio escrito para promover incansable y dogmáticamente esa monológica ortodoxia”. Si no fuera tan jocoso, el victimismo de Andacht y muchos otros “disidentes” sería ofensivo, ya que la perspectiva supuestamente censurada por los medios de comunicación ha sido ampliamente difundida en artículos y entrevistas publicados en radios, diarios y semanarios uruguayos. Lo mismo ha sucedido en otros países. En Europa, comentaristas sin ninguna formación relevante y sin evidencia empírica han publicado columnas en algunos de los principales diarios nacionales en las que argumentaban disparates como que el resfriado común proporcionaría “inmunidad natural” contra la covid-19, o que “el virus no ha causado un exceso de muertes” en ningún lugar, justo cuando los cadáveres de víctimas de la pandemia se amontonaban en las morgues.

En el mismo sentido, Marcelo Marchese nos informa que “los gobiernos, siervos de las trasnacionales, siguen las órdenes impartidas por sus jefes”, que “los intelectuales piden más dictadura o en el mejor de los casos se hacen los giles”, para concluir que “la pseudoizquierda presiona para que la dictadura sea más dictadura”. Críticas similares constituyen el eje central del discurso no de la izquierda, sino de la derecha más autoritaria y delirante en muchos países del norte y del sur. En algunas ciudades europeas, las banderas fascistas son frecuentes en manifestaciones contra la “plandemia”, incluyendo a falangistas en España y nazis en Alemania. En Berlín, en agosto del año pasado, un contingente de fanáticos de extrema derecha intentó que una marcha contra las medidas de contención de la pandemia derivara en un asalto al Reichstag (el parlamento alemán) de forma similar al intento frustrado de los trumpistas en Washington DC hace pocas semanas.

Los disidentes uruguayos afirman ser respetables “escépticos” o “pensadores liberales” y no simples divulgadores de las fantasías difundidas originalmente por la ultraderecha global, pero la distinción entre estas categorías es cada vez más endeble.

Obviamente, no todos los disidentes o críticos de las medidas de confinamiento pueden ser calificados de ultraderechistas. De la misma manera que varios de los ideólogos de la alt-right estadounidense y la derecha neofascista europea tienen un pasado de militancia socialista, comunista o anarquista, muchas de las personas que en distintos lugares del mundo apoyan el discurso crítico o se oponen a las vacunas responden a sensibilidades políticas vagamente ecologistas y/o han votado por partidos progresistas. En el caso uruguayo, varios de los disidentes que hoy explotan el creciente malestar ante el agravamiento de la crisis social y económica o el siempre rentable mercado de la estupidez humana se han distanciado retóricamente de la derecha y ostentan su pertenencia a una supuesta izquierda no claudicante. Los disidentes uruguayos afirman ser respetables “escépticos” o “pensadores liberales” y no simples divulgadores de las fantasías difundidas originalmente por la ultraderecha global, pero la distinción entre estas categorías es cada vez más endeble.

Muchas de las medidas de contención de la pandemia, así como el desarrollo de las vacunas, están basadas en hallazgos científicos publicados en revistas como Nature, The Lancet y BMJ (entre muchas otras) a través de un proceso conocido como revisión por pares. Con un celo similar al de Trofim Lysenko en sus críticas a la “ciencia burguesa” durante la época estalinista, varios de los ensayistas de la revista digital Extramuros (Aldo Mazzucchelli, en particular) han denunciado las supuestas falencias de este proceso, así como la supuesta complicidad de “la gran prensa internacional” (The New York Times o The Guardian, entre otros ejemplos frecuentemente criticados por Mazzucchelli) al difundir las conclusiones de lo que ellos consideran “ciencia hegemónica”. Al mismo tiempo, los disidentes no dudan en reproducir como fuentes confiables estudios publicados en medios de cuestionable seriedad académica o periodística. El mensaje implícito es la existencia de un esfuerzo concertado para evitar que las “evidencias” que confirmarían los argumentos de la “disidencia” sean descubiertas. El consenso existente entre las principales instituciones científicas del mundo (la “monológica ortodoxia”, Andacht dixit) se presenta como prueba de la extensión y profundidad de la trama conspiratoria.

Opiniones del tipo de que los tapabocas y los cierres parciales de actividad como métodos de contención de la pandemia no funcionan (ignorando la voluminosa evidencia empírica internacional que demuestra lo contrario), que la covid-19 no sería más mortal que la gripe, que más de 91% de las infecciones registrados son “falsos positivos”, que no habría riesgo de colapso del sistema hospitalario y que no ha habido exceso de muertes en ningún lugar, son tan erróneas y peligrosas como creer que el SARS-CoV-2 fue creado en un laboratorio chino, que Bill Gates quiere colocarle un microchip a todo el mundo, que George Soros está al mando de un nuevo orden mundial, o que las vacunas nos modificarán el ADN para facilitar la imposición de una nueva “dictadura globalista”.