Dos años y medio después de la elección de Nayib Bukele, la institucionalidad de El Salvador ha sido puesta a prueba de manera creciente sin que las crisis desatadas por el nuevo mandatario parezcan mermar su popularidad. Es que después de cuatro décadas de reinado de los partidos nacidos de la guerra civil el presidente apareció no solamente como la promesa de una renovación del escenario político, sino también como el “brazo vengador” que liquidaría el “viejo mundo” político.

Si Nayib Bukele encarnó una promesa de renovación política, fue sin duda por la imagen de outsider que vistió a lo largo de su campaña. Sin embargo, esta aura no ha sido más que el producto de una estrategia de marketing político y el resultado de los errores de valoración de su antiguo partido, el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN). De hecho, cuando Bukele postuló su candidatura a la presidencia no era ningún novato en la política. Criado en una acomodada familia de comerciantes, pasó brevemente por la carrera de Derecho en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, que abandonó con tan sólo 18 años de edad para hacerse cargo de los negocios familiares. Después de haber encabezado con éxito una empresa de import/export, se lanzó a la publicidad, actividad que fue su puerta de entrada en la política.

Tras varios años como responsable de las campañas del FMLN, Bukele conquistó la alcaldía municipal de una localidad de la zona conurbana de la capital con el apoyo del partido izquierdista. Valiéndose de este primer mandato y nuevamente como abanderado del FMLN, se lanzó con éxito a la contienda por la alcaldía de San Salvador. Electo en 2015, implementó una política bastante tradicional: aseguramiento y recuperación de los espacios públicos, extensión de redes eléctricas a las zonas marginadas, construcción de caminos y glorietas...

Pero afianzado por “sus obras” y su popularidad en los medios de comunicación, Bukele buscó su investidura por el FMLN como candidato presidencial. Lo hacía sin contar con el recelo de los apparatchiks (integrantes del aparato) del partido, quienes no demuestran ninguna simpatía por las “estrellas en ascenso” que no pertenecen al Comité Central. Fue por ello que Bukele se mostró cada vez más crítico hacia la cúpula del FMLN, hasta que fue expulsado del partido en octubre de 2017 por “promover prácticas que incitan a la división interna”, “irrespeto a los principios del partido” e “irrespeto al derecho de las mujeres”.

Si su expulsión del partido entonces en el poder le valió la imagen de “rebelde”, sus pugnas con el Tribunal Supremo Electoral, que le impidieron el registro de su nuevo partido y cancelaron la personería jurídica del pequeño partido socialdemócrata que se había propuesto promover su candidatura, lo erigieron definitivamente en candidato “antisistema”.

Pero su verdadera imagen de outsider surgió de su estilo personal de gobernar: adepto a Twitter y a la retórica publicitaria, Bukele no dudó en privilegiar las demostraciones de fuerza y en jactarse de ser un hombre fuerte e independiente, sub 40, cuyo brazo iba a barrer “el sistema corrupto” instalado por los dos grandes partidos que compartieron el poder desde el fin de la guerra. Constantemente, en la enunciación de su poder y en la escenificación de una relación “directa” con “el pueblo” –aunque este solamente se componga por la suma de sus seguidores–, Bukele manejó un estilo populista que chocaba con el carácter colegiado y burocrático del FMLN y de la derechista Alianza Republicana Nacionalista (Arena). Mostraba así un estilo personal cuyos lemas antisistema y anticorrupción anunciaban algo más que el reemplazo de la vieja clase dirigente por una nueva generación de millennials: la liquidación de las reglas del juego político salvadoreño.

No hay que olvidar el sentimiento de desilusión que invadió al electorado salvadoreño después del segundo mandato del FMLN, más aún entre los votantes de este partido. No sólo la revolución prometida por el partido de izquierda nunca llegó, sino que los diez años de gobierno del FMLN quedaron manchados por los escándalos y la incapacidad de reforma. Ni el desempleo ni la violencia disminuyeron. Al contrario, el FMLN y Arena se comprometieron en pactos con las pandillas y permitieron su reconversión al negocio de la extorsión o el tráfico de drogas, a tal punto que se habló de “partidos mafiosos”. De la misma manera, los discursos revolucionarios del FMLN no resistieron ante los escándalos de nepotismo y corrupción millonaria y el descubrimiento del tren de vida lujoso de la nueva “burguesía roja” vinculada al gobierno y a la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA). En fin, tanto el FMLN como Arena se encerraron en una forma muy tradicional y clientelista de hacer política, sin ver que el clientelismo se ha desgastado a los ojos de una juventud que reivindica sus derechos y aspira a algo más que recibir ayudas puntuales. En definitiva, la popularidad de Bukele fue el espejo del rechazo de Arena y el FMLN.

Por ello, la elección triunfal de Bukele en 2019 significó más que una voluntad de cambio. Personificó un rechazo de la población hacia las maniobras y los pactos partidistas que hundieron al país en un estado de convulsión permanente, de estancamiento económico y de bloqueos institucionales. Es decir que Bukele representó, si no una ruptura real, por lo menos una “brecha populista” en un país regido durante muchos años por un sistema “partidocrático” que había erigido los arreglos partidarios y la limitación de las ambiciones personales en reglas del juego.

Entre la dramaturgia y la inercia

La llegada al poder de Bukele fue sin duda una primera prueba de verdad. Sin mayoría en el Parlamento, sin partido estructurado ni cuadros sobre los cuales apoyarse, su discurso de “liquidación del viejo mundo” no podía sino tropezar con la realidad de las relaciones de poder y las inercias de la política salvadoreña.

De hecho, desde el inicio el presidente Bukele se topó con los mismos problemas estructurales que conocieron sus predecesores: en el plano económico, el país acumulaba una deuda que lo colocaba al borde del incumplimiento y limitaba el lanzamiento de políticas públicas ambiciosas; en el institucional, Bukele gobernaba con un Congreso en el cual no sólo estaba en minoría, sino donde la oposición se había coaligado en su contra. Además, tuvo que transigir con un Poder Judicial que, a pesar de su politización, se ha profesionalizado y ha ido impulsando una judicialización de la vida política, así como una fiscalización cada vez más minuciosa del ejercicio del poder.

No sorprendió entonces que los deseos del presidente se vieran inmediatamente frustrados por el Congreso o la Corte Suprema de Justicia. Así ocurrió con su voluntad de terminar con el llamado “nepotismo” del FMLN, para lo cual despidió masivamente a los empleados públicos contratados por las administraciones anteriores y desmanteló las secretarías presidenciales existentes para sustituirlas por nuevas secretarías a su medida. No contó entonces con el bloqueo del Congreso, única institución habilitada para crear plazas, suprimirlas y asignar sueldos a funcionarios y empleados públicos, ni con la acción de la Corte Suprema de Justicia, que ordenó enseguida reinstalar a varios funcionarios removidos de sus cargos por incumplimiento de los procedimientos legales de cesación de contrato por parte de las nuevas autoridades.

De la misma manera, en febrero del año pasado, la Asamblea Legislativa liderada por Arena bloqueó la aprobación de un préstamo de 109 millones de dólares destinados a la fase III del programa estrella de Bukele: su Plan Control Territorial. La votación del préstamo, destinado a la compra de material para las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, fue suspendida por la Asamblea tras las revelaciones de posibles conflictos de interés entre el mismo presidente y varios contratistas contemplados para la venta de tecnologías, así como prevenciones sobre la sobrevaluación e incoherencia de algunos gastos.

La institucionalización del bukelismo no solamente reemplaza la institucionalidad del país por un organigrama personal a mano del presidente, sino que acentúa en exceso la desarticulación de la sociedad salvadoreña.

Bukele se abocó sobre todo a una teatralización exacerbada del poder presidencial, con la cual intentaba compensar lo máximo posible su impotencia. Su agitación populista llegó a su verdadero clímax en febrero de 2020, cuando en un intento por doblegar a la representación nacional –después de haber amenazado a los diputados con represalias si no aprobaban el préstamo– llamó a una “insurrección popular” contra la “élite política” e instó al pueblo y al Ejército a manifestarse ante la Asamblea Legislativa. Entonces, a primeras horas del domingo 9 de febrero de 2020, Bukele irrumpió en la Asamblea rodeado de militares y policías armados para exigir a los diputados la aprobación del préstamo que requería para financiar su plan. Sentado en la silla del presidente de la Asamblea, dio inicio a la sesión plenaria ante una sala casi vacía a la que sólo habían acudido a su convocatoria los pocos diputados de su partido aliado, Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA). Cuando, consciente de haber llegado al límite de su demostración de fuerza, dio marcha atrás, comenzó a orar y declaró que Dios le había ordenado ser paciente.

Una vez más, Bukele quedaba atrapado entre la radicalidad de sus discursos y la realidad de su poder. De allí su dramaturgia: sus tuits y sus “golpes tentativos” son en esencia escenificaciones de una autoridad presidencial limitada en los hechos por la oposición.

Covid-19: la oportunidad autoritaria

Para Bukele, la pandemia de covid-19 fue sin duda una oportunidad inesperada de obtener los márgenes de acción que le faltaban. De hecho, le permitió primero invertir las relaciones de fuerza con la oposición parlamentaria, gobernar por decreto y obtener por otras vías los fondos y préstamos que la Asamblea le había denegado. Es más, el contexto de urgencia le otorgó la posibilidad de beneficiarse de nuevos préstamos internacionales, de emitir bonos y de utilizar fondos reservados o líneas presupuestales ya asignadas para financiar su nueva política, empezando por su política de seguridad pública.

Los grandes beneficiarios de los fondos de la pandemia fueron ante todo la policía y los militares, o sea, los dos pilares sobre los cuales Bukele podía sostenerse para asentar su autoridad, a falta de apoyos significativos en el Congreso. Por eso las fuerzas de seguridad no sólo recibieron fondos considerables para el reclutamiento de nuevos efectivos y la compra de equipamiento moderno, sino que además obtuvieron “carta blanca” del nuevo mandatario para manejar “sus” asuntos.

La pandemia exacerbó peligrosamente las tendencias poco institucionales de Bukele. De hecho, la cuarentena nacional obligatoria otorgó poderes considerables a la Policía y al Ejército y reforzó a su vez los componentes autoritarios del gobierno. La cuarentena nacional implementada por el presidente –entre las más estrictas de la región– suscitó ciertas resistencias. Ante la multiplicación de desobediencias, la Policía reaccionó con exceso de violencia y arbitrariedad. Se encarceló a simples infractores del toque de queda en centros de detención o en hoteles de cuarentena donde la promiscuidad y las condiciones de atención precarias multiplicaban los riesgos de infección. De la misma manera, se prolongó fuera del límite legal el hacinamiento de viajeros puestos en cuarentena porque el Estado no tenía testeos o los recursos necesarios para asegurar su situación sanitaria. Es decir que las propias limitaciones del gobierno lo llevaron a tomar actitudes cada vez más autoritarias.

Bukele empezó entonces a sufrir revés tras revés. Primero, ante una prensa independiente que, atenta a la supuesta “intachabilidad” del nuevo mandatario, empezó a revelar sus contradicciones y sus incumplimientos, empezando por casos de corrupción. Luego, los golpes vinieron de la Sala de lo Constitucional, que invalidó uno tras uno los decretos antipandemia de Bukele por violar los derechos fundamentales de los ciudadanos.

Llamado por la Justicia a acatar sus resoluciones, Bukele prefirió encerrarse en un discurso populista que arremetió contra la prensa, los jueces y los universitarios. Cualquier voz crítica que reafirmaba la necesidad de respetar la formalidad del derecho era inmediatamente identificada como perteneciente a la oposición y rechazada del lado de aquellos a quienes llamaba confusamente “amigos del virus”, “enemigos del pueblo” o simplemente “delincuentes”.

La institucionalización del bukelismo

El 1º de marzo de 2021, Bukele y su partido, Nuevas Ideas, obtuvieron una contundente victoria electoral que les otorgó la mayoría calificada en la Asamblea Legislativa, con 56 diputados sobre 84. Aun sin contar con sus aliados de GANA, el partido presidencial dispone ahora de todas las latitudes para cambiar en profundidad la institucionalidad del país. En lo esencial, Bukele está convencido de que el mal desarrollo de El Salvador es el resultado de la corrupción de los partidos nacidos de la guerra civil, que se incrustó hace 30 años en las instituciones del Estado, y, por lo tanto, ahora que tiene las manos libres se lanzó al desmantelamiento de las instituciones heredadas de los Acuerdos de Paz de 1992. El primer acto de este desmantelamiento fue la destitución de los cinco magistrados de la Sala de lo Constitucional y del fiscal general de la República, el primer día de sesión de la nueva Asamblea. Pasando por alto los procedimientos legales y constitucionales para deponer y reemplazar a estos funcionarios, la Asamblea nombró inmediatamente a un nuevo fiscal y a nuevos magistrados afines al partido presidencial, los cuales fueron escoltados por la Policía hacia sus nuevos puestos después de que esta allanara las instalaciones de la Corte Suprema y de la Fiscalía.

Asegurado de su mayoría, Bukele emprendió la tarea de reformatear las instituciones del país para debilitarlas o achicarlas, comenzando por recortar sus presupuestos. A la par, promulgó reformas legislativas que concentraron los poderes de las secretarías y entidades autónomas del Estado en las únicas manos de los administrativos nombrados por él. De esta manera, recentralizando el poder y los recursos, Bukele ha iniciado un trabajo paulatino de debilitamiento de las instituciones del Estado; trabajo que ha ido de la mano de la creación de estructuras paralelas de decisión que responden únicamente a su persona y se imponen sobre el resto de los ministros o secretarios presidenciales. El primero de estos círculos está compuesto por los hermanos del presidente, quienes, a pesar de no tener oficialmente ningún puesto público, operan como negociadores, emisarios y principales estrategas del gobierno. Verdadero clan familiar que tiene una influencia considerable sobre su hermano, los Bukele no sólo llegaron a reclutar a algunos de los altos funcionarios del gobierno, sino que negocian y pactan en nombre del presidente con todo tipo de actores, desde la oposición legislativa hasta los grandes empresarios del país o algunas potencias extranjeras; esto sin que jamás se pueda rastrear este “trabajo entre bastidores” por no implicar ningún tipo de gasto público.

En conclusión, y retomando conceptos de Alain Touraine, la institucionalización del bukelismo no solamente reemplaza la institucionalidad del país por un organigrama personal a mano del presidente, sino que acentúa en exceso la desarticulación de la sociedad salvadoreña y, con ello, sus contradicciones.

Benjamin Moallic es doctor en Sociología e investigador del Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos de México. Una versión más extensa de este artículo fue publicada originalmente en Nueva Sociedad.