Las decisiones que afectan a las comunidades son producto de pactos o de imposiciones. Si el acuerdo es amplio, decimos que se trata de una disposición democrática. Por el contrario, cuando la decisión se toma entre pocos que pueden imponerla, hablamos de autocracia, dictadura, tiranía o plutocracia. Las cosas que se resuelven “entre gallos y medias noches” suelen ser poco democráticas.

Las plutocracias establecen el predominio de la clase más rica de un país. El capitalismo, por lo tanto, ¿es un sistema esencialmente plutocrático?

Podemos tener muchas dudas, porque las democracias pueden ser “representativas”, o sea que las mayorías delegan en “profesionales” de la política el poder de decisión respecto de qué políticas sociales serán aplicadas. Pero los candidatos disimulan o simplemente mienten sobre sus intenciones, con la complicidad de medios de comunicación afines al sistema y también propiedad de las élites dominantes. Sin llegar al fraude electoral liso y llano, puede haber una suerte de estafa ideológica, aun cuando se supone que las políticas sociales están sujetas a sistemas de controles parlamentarios, judiciales y hasta de la misma “opinión pública”. Pero, si los hay, se realizan en etapas posteriores y cuando (si) los “representados” están bien informados sobre las consecuencias reales de cada disposición que se adopta.

A veces pasa que llegan al gobierno partidos representantes de intereses populares, con las mejores intenciones democráticas. Pero se topan con la realidad de un ambiente internacional hostil a políticas progresistas, corporaciones internacionales más poderosas que muchos países, élites poco dispuestas a ceder un ápice de sus privilegios, oposiciones que no respetan ningún límite para demoler cualquier alternativa popular de gobierno que no se ponga a su servicio.

Estamos hablando de la calidad de las democracias y sus límites. Democracias que son tales si la información fluye en forma oportuna, suficiente y veraz, para que los correctivos necesarios sean tomados antes de que los daños sean irreparables. Pero no siempre funciona así.

Es difícil imponer políticas sociales que afecten los derechos o intereses de grandes mayorías en el marco de un clima verdaderamente democrático. Por ejemplo: la rebaja de salarios y jubilaciones nunca contaría con simpatías mayoritarias. Podría aceptarse, por un plazo limitado, en circunstancias muy especiales. Suena conocido, ¿no? Por otra parte, si las políticas sociales afectasen a las mayorías en forma negativa y se beneficiara a élites minoritarias y poderosas, estaríamos ante un relevante indicio de que se gobierna en régimen de “plutocracia”.

Las políticas sociales son mucho más que un sistema de “ayudas” a los necesitados. Y la caridad no es una política social sino un acto de voluntad individual. Llegado a este punto se hace necesario profundizar en los gravámenes que se imponen –o se exoneran– sobre ingresos altos, ganancias del capital, rentas, propiedades de alto valor. “De cada uno según su capacidad y a cada uno según su necesidad”, ¿es una meta o una utopía?

Se hace necesario también analizar no sólo las descalificaciones y amenazas que enfrenta una política “redistributiva” que intente repartir el peso de las políticas sociales en relación a los recursos de cada sector, sino la virulencia de las medidas que pueden tomar diferentes actores en relación a la defensa de sus intereses.

La prueba del nueve para las democracias serían las políticas sociales: cómo se instrumentan, a quiénes benefician y quién las financia.

Si capitalismo y democracia se consideran una misma cosa, simplemente la vida no será digna para extensos sectores y la “inseguridad social” será la tónica de la convivencia.

Entre las políticas sociales más relevantes están las relativas al trabajo, la salud, la educación, la vivienda, los cuidados, el amparo ante situaciones de discapacidad, puntuales o permanentes. Pienso en posibilidades de acceso, condiciones para atender esas necesidades, salarios dignos, estabilidad. Una parte importante de las políticas sociales tiene que ver con pasividades y/o pensiones. El sistema de “seguridad social” es un buen termómetro de la calidad de la democracia. Algunos pueden solucionar su futuro mediante el ahorro, otros muchos no tienen capacidad de ahorro por el nivel de ingresos que consiguen durante su vida laboral. El Estado, como representante de “todos”, debería organizar la solución de todos los desafíos que plantea una vida digna como derecho humano universal. Si capitalismo y democracia se consideran una misma cosa, simplemente la vida no será digna para extensos sectores y la “inseguridad social” será la tónica de la convivencia.

Hoy está en debate la seguridad social uruguaya, las políticas de vivienda, las de acceso, uso y tenencia de la tierra, las de seguridad pública, las de los medios de comunicación, las de inversiones y las financieras. Después del presupuesto y la Rendición de Cuentas, de la ley de urgente consideración (LUC), vendrán la ley de medios y otros asuntos que definen un marco de sustanciales cambios en las políticas públicas que tanto tienen que ver con nuestro futuro como con el de los “malla oro”.

En un videomensaje dirigido a los participantes en el cuarto encuentro mundial de movimientos populares, el papa Francisco hizo un fuerte llamamiento: “Verlos a ustedes me recuerda que no estamos condenados a repetir ni a construir un futuro basado en la exclusión y la desigualdad, el descarte o la indiferencia; donde la cultura del privilegio sea un poder invisible e insuprimible y la explotación y el abuso sean como un método habitual de sobrevivencia. [...] Este sistema con su lógica implacable de la ganancia está escapando a todo dominio humano. Es hora de frenar la locomotora, una locomotora descontrolada que nos está llevando al abismo”.

El argentino pidió “en nombre de Dios” “a los grandes laboratorios que liberen las patentes”; “a los grupos financieros y organismos internacionales de crédito, que permitan a los países pobres garantizar las necesidades básicas de su gente y condonen esas deudas tantas veces contraídas contra los intereses de esos mismos pueblos”; “a las grandes corporaciones extractivas —mineras, petroleras—, forestales, inmobiliarias, agronegocios, que dejen de destruir los bosques, humedales y montañas, dejen de contaminar los ríos y los mares, dejen de intoxicar los pueblos y los alimentos”; “a las grandes corporaciones alimentarias, que dejen de imponer estructuras monopólicas de producción y distribución que inflan los precios y terminan quedándose con el pan del hambriento”.

Al jesuita que hoy es papa le entristece que lo ataquen por lo que defiende: “Es parte de la trama de la posverdad que busca anular cualquier búsqueda humanista alternativa a la globalización capitalista; es parte de la cultura del descarte y es parte del paradigma tecnocrático”.

¿Qué se puede agregar?

David Rabinovich es periodista de San José.