En nuestras sociedades desiguales, encontramos individuos que se esfuerzan más que otros, pero obtienen menor bienestar que quienes se esforzaron menos, así como individuos que, a pesar de esforzarse poco, tienen garantizado de antemano un amplio acceso a oportunidades. Puesto en otros términos, las sociedades desiguales están pobladas por individuos que, por nacer en “cunas de oro” o “cunas de barro”, toman decisiones dentro de esquemas de oportunidades completamente diferentes.

Tal desigualdad de oportunidades despierta una tentación de sentido común: considerar que el principal problema de estos contextos es no ser sensibles al esfuerzo individual: así como quienes nacen en cunas de oro no merecen el acceso a mejores oportunidades porque no son responsables de nacer allí donde nacieron, quienes se esfuerzan merecen mejores recompensas sociales y económicas, sin importar dónde nacieron. Esta tentación afirma el ideal meritocrático: si las instituciones sociales fueran genuinamente sensibles al esfuerzo y mitigaran el impacto de los factores no elegidos, se incentivaría el esfuerzo individual, se honraría la igualdad de oportunidades y se estimularía el desarrollo creativo y plural de los talentos individuales.

¿Está justificado este ideal de meritar el esfuerzo de los individuos? ¿Es cierto que la mejor manera de resolver los problemas creados por una sociedad meritocrática es hacer que las instituciones sean más sensibles al esfuerzo? En esta breve columna, mostramos que hay razones potentes dentro de la teoría del liberalismo igualitario defendida por John Rawls para apartarse de esta tentación, en su aplicación tanto a contextos desiguales y no ideales como a contextos de igualdad. Así, intentaremos mostrar que la solución rawlsiana a los problemas creados por la meritocracia es simplemente abandonarla.

Recurrir a la teoría rawlsiana contra el ideal meritocrático no es caprichoso. Por un lado, Teoría de la justicia puede compararse con un rascacielos omnipresente en la arquitectura urbanística de la filosofía política contemporánea desde hace 50 años. Tanto quienes ven allí un modelo a seguir como quienes lo rechazan no pueden evitar la presencia de esa imponente estructura en su horizonte. Por otro lado, la asociación de un ideal meritocrático con una sociedad en la que las jerarquías naturales y sociales no determinen el destino de una persona pareciera seguirse de la tesis liberal de que es valioso que una persona dirija su vida como le plazca, mientras no dañe a terceros. Que Rawls rechace la meritocracia siendo, justamente, un liberal y un individualista ético es una de las tantas razones por las cuales vale la pena seguir leyendo Teoría de la justicia.

Dos aclaraciones previas son importantes. En primer lugar, aunque, técnicamente, la meritocracia hace referencia a una sociedad en la que el poder lo poseen aquellas personas que son “meritorias”, entenderemos, como lo hace el discurso cotidiano, que una “meritocracia” es aquella sociedad en la que las personas meritorias son las que reciben los ingresos económicos más altos. En segundo lugar, aunque la meritocracia demanda recompensar el mérito, en realidad, lo que exige recompensar son ciertas características, hechos o rasgos de carácter que se consideran suficientes para reclamar la recompensa. Así, si lo que valoramos es el esfuerzo, o la inteligencia, o el compañerismo y la solidaridad, la persona que se esfuerza, o es inteligente, o es buena compañera, “merece” ser recompensada.

Veamos con algún detalle los argumentos de Teoría de la justicia para rechazar la meritocracia.

En primer lugar, la noción común de meritocracia utiliza una noción de mérito demasiado ambigua. Si hubiera acciones meritorias que deben ser recompensadas por una sociedad, tendríamos que poder definir qué las hace meritorias y cómo compararlas. Pero ¿qué es el mérito? El mérito no existe en sí, sino que existen individuos que despliegan ciertas virtudes, rasgos de carácter, realizan acciones, etcétera. Pero ¿cuál de estos rasgos o acciones deben meritarse como valiosos? ¿El esfuerzo, entendido como la resistencia que uno opone a la tentación de dejar de realizar una acción? ¿O acaso el tiempo de dedicación consciente que uno le dedica a realizar esa acción? ¿O la calidad de la ejecución de la acción? Sin una definición previa sobre cuál es el objeto o la propiedad en la que recaerá el mérito, estaríamos obligados a aceptar que la persona que no quiere realizar una actividad, pero la realiza de todas maneras durante mucho tiempo, se merece una mejor posición que quien la realiza rápidamente, incluso cuando esta última persona llegue a un mejor resultado. Por ejemplo, sería más meritorio un escritor que luchó contra su desánimo durante años para escribir una novela mediocre que el escritor que en una única noche escribió una gran obra maestra.

En segundo lugar, el esquema cooperativo de una sociedad justa establece normas generales que distribuyen recursos y protegen libertades, brinda oportunidades para que los participantes conozcan y adapten regularmente sus expectativas, para que sepan qué pueden reclamar razonablemente (y qué no) de sus instituciones, y también establece reglas de cómo se seleccionarán los cargos y las responsabilidades en la sociedad. Mientras que un meritócrata sostiene que tales reglas están justificadas si son sensibles al esfuerzo individual, Rawls afirma que esas reglas se justifican porque distribuyen bienes y recursos de acuerdo con criterios justos que tratan a las personas como ciudadanos libres e iguales. En el seno de prácticas regladas, la asignación de cargos y responsabilidades (junto con los correlativos ingresos y remuneraciones) dependerá de si los individuos cumplen o no con los criterios establecidos para acceder a dichos cargos.2

Por ejemplo, supongamos que una sociedad establece un sistema de selección de 50 empleados administrativos, que acceden a través de un concurso de oposición y antecedentes. Supongamos que las bases del concurso son claras y se presentan más de 2.000 aspirantes. Una vez que se ha realizado el correspondiente orden de aspirantes según sus antecedentes, la aspirante que ha quedado en el lugar 51 no puede razonablemente reclamar que le corresponde un cargo. No se trata de que tuviera los méritos para acceder o no, simplemente se trata de que las reglas establecían 50 cargos vacantes. Si el número de vacantes hubiera sido mayor, supongamos que había 60 cargos a concursar, desde la aspirante 51 hasta la 60 tendrían una expectativa legítima de que debían obtener un cargo. Las expectativas de las personas concursantes son creadas por –y deben adaptarse a– las reglas establecidas. Estas reglas no tienen en cuenta ni el esfuerzo ni el contexto social y cultural en el que (o contra el que) las personas se formaron; por eso, no sería correcto afirmar que las reglas deberían asignar los cargos a quienes se lo merecen más allá de los criterios que las propias reglas han determinado como adecuados y deben ser considerados.

Es interesante y fructífera la manera en que John Rawls ilustra este punto. La relación entre el mérito (y la virtud moral) y las instituciones es la misma que se establece entre el robo y las leyes de propiedad. Las leyes que establecen la propiedad privada no están para “castigar a quienes han cometido un delito contra la propiedad”, sino más bien al revés. Las leyes que castigan el robo existen porque existen instituciones de propiedad privada. Sin ellas, no existiría el robo, y tampoco los deméritos que, en teoría, deberían castigarse.

Para una sociedad, organizarse a sí misma con la intención de recompensar el merecimiento moral como primer principio sería lo mismo que tener la institución de la propiedad para castigar a los ladrones.1

Si las instituciones de una sociedad bien ordenada establecen ciertos incentivos para motivar a las personas a realizar ciertas acciones, entonces, las personas que las realizan tienen un reclamo, una expectativa legítima que debe ser respetada. Esas expectativas razonables no existían de manera anticipada o previa a las instituciones correctamente ordenadas, sino que fueron creadas institucionalmente, de la misma forma en que el robo no preexiste a la propiedad privada. Así, sería totalmente equivocado sostener que las instituciones deberían establecer recompensas para las personas que se lo merecen, es decir, que se han comportado de cierto modo, o que se han esforzado, o que hayan desplegado alguna virtud.

Los argumentos de Teoría de la justicia en contra de la meritocracia representan un intento de balance entre la concreción de un sistema de cooperación democrática y los intereses de los individuos en desarrollar sus talentos.

Frente a esto, el meritócrata podría argumentar que las más altas remuneraciones –que la teoría rawlsiana considera legítimas si generan mejoras en los peor situados– son el premio que “merecen” quienes han desplegado alguna virtud en un mayor grado o quienes han realizado las más importantes contribuciones al producto social, o los inventos más innovadores, o se han esforzado más, etcétera. El meritócrata continuaría su argumento afirmando que no puede valorarse igual a todas las personas y que, precisamente, es el diferente mérito moral de las personas lo que justifica las desigualdades en ingresos. ¿Estaría de acuerdo Rawls con esta afirmación? Repasemos rápidamente qué justifica las desigualdades de ingresos en la teoría de la justicia como equidad: el propósito social. Este propósito social puede formularse como el encauzamiento de los talentos hacia ocupaciones socialmente productivas mediante el ofrecimiento de incentivos económicos.3 Pero en este esquema la virtud moral no es para nada necesaria como criterio para establecer recompensas salariales. En muchos casos, las desigualdades en los ingresos económicos asociados a ciertos trabajos están pensadas para encauzar la actividad económica hacia trabajos socialmente útiles, o para compensar por la inversión de horas y dedicación, o para compensar los riesgos asociados al cargo. Puede ser que estos trabajos sean realizados por personas que tienen talentos especiales o no, pero, dado que los talentos y las capacidades son distribuidos aleatoriamente por la lotería natural, y que la lotería moral es moralmente arbitraria,4 cometeríamos un gravísimo error si quisiéramos establecer instituciones que tuvieran como objetivo recompensar los efectos de una lotería moralmente arbitraria.

Una razón adicional para oponerse es que incluso si pudiéramos dar sentido a la idea de mérito entendiéndola como “esfuerzo” o “esfuerzo consciente”, “parece claro que el esfuerzo que una persona está dispuesta a realizar está influenciado por sus capacidades y habilidades naturales y las alternativas que tiene a su disposición”.5

Es muy probable que las personas con mayor talento lo utilicen conscientemente, pero ¿cómo haríamos para determinar y descontar la medida en que han sido favorecidas por la lotería natural? Rawls rechaza rotundamente que la idea de favorecer el esfuerzo sea siquiera teóricamente plausible, ya que siempre encontraremos una contribución imposible de identificar que proviene de factores no elegidos.

Por último, el prefacio de Teoría de la justicia, poco leído en general, contiene una clave que puede generar un argumento adicional para rechazar la meritocracia. El objetivo del texto no es sólo revivir la tradición contractualista en términos kantianos, sino también ofrecer una concepción de justicia que “constituya las bases morales apropiadas para una sociedad democrática”.6 Como mostró Alexis de Tocqueville en La democracia en América, lo realmente novedoso de los Estados Unidos que recorrió a mediados del siglo XIX no era tanto su sistema electoral ni su gobierno como el tipo de relaciones que se establecía entre los ciudadanos de diferentes estratos sociales y económicos, unas relaciones democráticas reguladas por la igualdad de condición. Estas relaciones, reñidas con una jerarquía natural o con una aristocracia social y, por supuesto, con la esclavitud reinante de la época, eran las que permitían que se produjeran conversaciones espontáneas entre un hombre de negocios y un trabajador en la calle, que ninguno de ellos decidiera callarse o hablar teniendo en cuenta las consecuencias para su estatus, las que hacían que los individuos se dieran la mano abiertamente y, en general, las que impedían la creencia de que un ciudadano era lo suficientemente importante como para exigirle a otro que inclinara la cabeza cuando le hablaba.7

Si pensamos, entonces, en que Teoría de la justicia tiene como uno de sus objetivos ofrecer condiciones institucionales para este tipo de relaciones democráticas, parece claro que una meritocracia las dañaría. Una meritocracia genera no sólo desigualdades de resultados distributivos, sino una frontera jerárquica entre quienes merecen haber ganado y quienes merecen haber perdido. Esta jerarquía haría que cualquier reclamo de los peor situados en la jerarquía sea desdeñado por los triunfadores con un simple “deberías haber elegido mejor” o “deberías haberte esforzado más” y que, entonces, el juicio de los ganadores sea el único que determine cómo, cuándo y con quién discutir.

Como todo tipo de relación jerárquica, la sociedad meritocrática tendería a crear y reforzar distintos espacios de interacción para los “ganadores” y los “perdedores”, a generar patrones de valoración y de estima diferenciados para cada uno de ellos y, en última instancia, a impedir el surgimiento de actitudes compasivas entre ellos; por ejemplo, la responsabilización de los pobres por su propia situación, la idea de que se merecen estar en esas condiciones desesperantes, obstaculiza fuertemente que las clases medias y altas tengan actitudes compasivas o solidarias hacia ellos.

En conclusión, los argumentos de Teoría de la justicia en contra de la meritocracia representan un intento de balance entre la concreción de un sistema de cooperación democrática y los intereses de los individuos en desarrollar sus talentos y promover una concepción propia de la vida buena. Mientras que Rawls es profundamente liberal respecto de las libertades para definir qué hace valiosa a la propia vida, es, al mismo tiempo, profundamente igualitario cuando destaca la inerradicable interdependencia entre el ejercicio de esas libertades y la cooperación. Así, la teoría liberal más sofisticada de las últimas décadas no es el espacio en el que buscar apoyo para un sistema que premie un mérito ambiguo, preinstitucional y adjudicable sólo arbitrariamente a un individuo.

Facundo García Valverde es investigador de la Universidad de Buenos Aires y del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina. Cristián Fatauros es investigador de la Universidad Nacional de Córdoba y del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas.


  1. Obra citada. 

  2. Rawls, John (1995). Teoría de la justicia, Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, p. 106 [Edición original en inglés: A Theory of Justice, 1971, Cambridge, MA: Harvard University Press]. 

  3. Obra citada. 

  4. Obra citada. 

  5. Obra citada. 

  6. Obra citada. Joshua Cohen ofreció una comprehensiva relectura de Teoría de la justicia a partir de esta idea de sociedad democrática. Véase su “For a Democratic Society”, en S Freeman (Ed.), Cambridge Companion to Rawls (pp. 86-137). Cambridge University Press. 

  7. Tocqueville, Alexis de. De la démocratie en Amérique, vol. II, parte 3.