Vivimos una tragedia colectiva que no se puede silenciar: en octubre Brasil alcanzó la marca de 600.000 muertos por la covid-19. Al menos un tercio de ellos tenían entre 30 y 60 años, los muertos menores de 30 años representan alrededor del 1,7% del total. La mayoría eran hombres.
Hay una cifra desconocida y silenciada en esta tragedia: la que revela cuántos (y quiénes) son sus huérfanos. Estamos hablando de una generación que, en pocos días, ha perdido a su padre, a su madre (a veces a ambos) o a sus abuelos. Una generación que no ha sido capaz de despedirse, velar y enterrar a sus padres. Una generación que vivirá con un trauma individual y colectivo que, por el momento, somos incapaces de medir.
Una estimación —ya que no tenemos datos oficiales— es que hay alrededor de 113.000 menores que han perdido a su padre, a su madre o a ambos. Si incluimos a los abuelos como cuidadores, hay al menos 130.000 niños y adolescentes. La mayoría de los huérfanos han perdido a su padre, históricamente responsable del sustento económico de la familia. En otras palabras, también habrá que medir el impacto de este escenario en la profundización de las desigualdades y la pobreza.
La Comisión Parlamentaria de Investigación (CPI) de la covid-19, realizada por el Senado Federal, ha colaborado para que la muerte y el duelo de esta tragedia dejen de ser invisibles. Su trabajo será fundamental para la construcción de la memoria colectiva de nuestro trauma, para que los responsables de esta tragedia criminal sean castigados, para que sus actos no sean olvidados. También ha cumplido la importante función de dar voz a quienes sufrieron y sufren las secuelas de la enfermedad, de dar voz a sus huérfanos.
Es responsabilidad de la sociedad y del Estado acogerlos. Es urgente desarrollar programas y políticas públicas que garanticen a los menores, oportunidades para (re)construir sus vidas y realizar sus sueños. Y es fundamental acoger a nuestros huérfanos en su duelo.
Aprender del pasado
Veamos un ejemplo reciente y muy brasileño: las víctimas de la epidemia del virus Zika. Niños con microcefalia. Mujeres, las “madres del Zika”, que necesitaron renunciar a sus vidas para dedicarse al cuidado intensivo e integral de sus hijos. La mayoría de estas víctimas viven en la región noreste del país, son pobres, madres desempleadas y abandonadas por sus parejas. Madres e hijos que cumplen una rutina diaria y agotadora de tratamientos indispensables para el desarrollo y el bienestar de los niños.
Los niños que nacieron víctimas de las secuelas del virus del Zika, en el peor brote que vivió Brasil entre 2015 y 2016, tuvieron inicialmente derecho a la Prestación Económica Continua (BPC). Recién en 2019 se sancionó una ley que aprobó el derecho a una pensión vitalicia de un salario mínimo mensual. Sin embargo, el acceso al tratamiento depende del lugar donde vivan, de las redes de políticas públicas y de los programas disponibles en las localidades, depende de que el cuidador principal se dedique por completo al cuidado y transporte de los niños.
En la práctica, muchas de estas mujeres y niños dependen de la caridad de quienes les rodean. No sólo para asegurar el tratamiento de sus hijos, sino también el sustento de la familia. La realidad de las víctimas del Zika es un ejemplo de olvido, invisibilización y negligencia que no se puede silenciar ni repetir.
Es una negligencia que trasciende el ámbito económico, de la garantía de un “ingreso para la supervivencia”. Es una negligencia social, emocional, de responsabilidad colectiva.
Lecciones de la pandemia y el rescate de la política
Una lección importante de las epidemias es que sus impactos son siempre peores entre los más vulnerables. La proliferación incontrolada del mosquito Aedes aegypti y la rápida propagación de los virus del Zika, el dengue, el chikungunya y la fiebre amarilla son viejos conocidos de la salud pública brasileña. Su proliferación es mayor en lugares con carencias en el acceso al agua potable y al alcantarillado. Por lo tanto, las zonas más pobres, con una población más vulnerable.
Hay una cifra desconocida y silenciada en esta tragedia: la que revela cuántos (y quiénes) son sus huérfanos. Estamos hablando de una generación que, en pocos días, ha perdido a su padre, a su madre (a veces a ambos).
Las pandemias no son “igualitarias” y el coronavirus tampoco. También en este caso, los pobres y los negros fueron los más afectados, los niños especialmente. Al igual que las víctimas del Zika, las muertes por la covid-19 en Brasil tienen ingresos, clase y raza. Son precisamente estas personas las más afectadas por las comorbilidades identificadas como factor de riesgo. Y ahora sus hijos, miles, están abandonados a su suerte.
En la Cámara Federal y en el Senado se están tramitando diferentes proyectos de ley que pretenden garantizar los ingresos de los menores huérfanos a causa de la covid-19. Propuestas preparadas a ciegas, ¡pues ni siquiera sabemos quiénes y cuántos son! ¿Cómo proponer acciones, prever el presupuesto para la distribución de beneficios y programas de fomento? Hay mucho que hacer y el tiempo es escaso. Pronto se cumplirán dos años de la pandemia: ¿reproducirá Brasil la negligencia?
Como muestra el informe sobre la covid-19 de la CPI1, hay una diferencia fundamental entre esta y el Zika que conviene recordar: este último tiene en su historia la marca indeleble de las acciones de un gobierno que colaboró deliberadamente con la diseminación del virus y el agravamiento de la pandemia, lo que profundiza el trauma y aumenta la responsabilidad colectiva.
¿Cuál es el compromiso de la sociedad con el futuro de toda una generación de huérfanos y víctimas de la covid-19?
El dolor, las secuelas y las consecuencias de la enfermedad en la historia vital de cada víctima deben entenderse como algo colectivo, nunca individualizado. Cada muerte debe ser recordada. Los huérfanos siempre serán los huérfanos por la covid-19. Una pandemia es un trauma colectivo, que debe ser elaborado por el colectivo. Desde el principio hablamos con ilusión y apuntamos con premura a la “nueva normalidad”. ¿Cómo podemos volver a la normalidad ante semejante trauma?
Además de la implementación urgente de políticas públicas, es necesario que la sociedad brasileña haga el trabajo de duelo. Es necesario contar y relatar nuestras experiencias individuales con la covid-19, y elaborar colectivamente sus significados políticos y sociales, y las marcas de la pandemia en nuestra historia: construir la memoria del trauma. Sólo así es posible reelaborar y recrear: no se puede volver a la antigua normalidad, y una nueva en el futuro sólo será posible si nos comprometemos con ella.
Este compromiso pasa por el rescate de la política, por entender que las políticas públicas, los discursos y las decisiones políticas importan. La construcción de la memoria o del olvido es una decisión política y colectiva, que quedará tatuada en el cuerpo social.
Que Brasil no olvide. Nuestras víctimas y huérfanos necesitarán algo más que el acceso a la ayuda pecuniaria para reconstruir sus vidas. En este momento, muchos niños brasileños están afligidos, aún más vulnerables, viviendo en la incertidumbre sobre su futuro como resultado de la pandemia. ¿Quién se ocupará de ellos? ¿Cómo van a llevar el luto? ¿Cuántos tendrán que pasar por procesos de adopción? ¿Cuántos no tendrán siquiera la posibilidad de ser adoptados? ¿Qué será de nuestro futuro como sociedad si se silencia su (nuestro) dolor?
Camila de Mario es doctora en Ciencias Sociales y profesora del Programa de Postgrado en Sociología Política del Instituto Universitario de Investigaciones de Río de Janeiro. Este artículo fue publicado originalmente en www.latinoamerica21.com