Parece que no terminamos de conectar los diagnósticos de los expertos en cambio climático con todo lo que nos está pasando. Un año tras otro, cuando llega el verano, seguimos asombrándonos y no entendemos qué debemos hacer en Montevideo, o en otras ciudades del país, para afrontar las altas temperaturas.
Quienes pueden abandonan la ciudad hacia bosques y costa, creando filas interminables de autos que contribuyen con sus emisiones a agudizar el problema, otros se atrincheran con sus aires acondicionados expulsando el calor de sus casas y subiendo la temperatura del ambiente urbano, pero algunos han empezado a hacerse preguntas menos egoístas y más colectivas. Qué podemos hacer, hoy, aquí, en este momento, y también para anticipar lo peor que se vendrá.
Es que ya no sirve delegar este tema a las autoridades, simplemente porque el cambio que necesitamos es tan grande que las preguntas deben ser incisivas, y las colaboraciones deben ser tantas. No podemos esperar a lejanos acuerdos como los que puedan tomarse en la Cumbre del Clima en Glasgow (COP26) que comenzó esta semana. Los temas planteados evitan cambios de fondo, y continúan reforzando la idea de que debemos mantener el sistema adaptándolo, renovando además la narración de ayuda a los países subdesarrollados mientras se exoneran responsabilidades de lobbies económicos que generan condiciones ambientales dramáticas en la vida de las personas.
Los datos del Global Report on Internal Displacement de 2018 dan 30,6 millones de migrantes internos en los países, y la mayoría se debe a desastres climáticos, ciudades con climas extremos, aluviones o desertificación intensa, que obliga a cifras enormes de personas a desplazarse como fantasmas por todo el planeta perdiendo conocimientos ancestrales de manejo de bienes comunes naturales.
Por otro lado, seguimos escuchando declaraciones públicas de nuestro ministro de Ambiente, que señala que lo que hagamos en Uruguay no mueve la aguja en el mundo, como si lo que necesitáramos fueran más excusas desresponsabilizantes y siempre ampararnos en la excepcionalidad del país chico fuera de las lógicas mundiales, desconociendo la interconexión entre todos estos fenómenos y, sobre todo, desconociendo la capacidad de la acción colectiva.
Pues no. Cada día, cada hora, cada acción cuenta. Cuando escuchamos a ingenieros ambientales usar la metáfora de la rana hervida para explicar lo que nos está sucediendo, que nos estamos cocinando vivos en un caldero, pero como nos van levantando de a poco la temperatura no saltamos para escaparnos, es cuando tenemos que preocuparnos de que estos señores tan serios no encuentren otra forma de llamar la atención de la población y los gobernantes que con imágenes bizarras pero nunca tan reales y evidentes.
¿La opción de abandonar la ciudad es real? Sí. Sobre todo después o incluso durante la covid-19, que ha demostrado que las grandes ciudades, las megaciudades, los continentes en los que las ciudades han crecido sin límites están condenando a la humanidad y al planeta a condiciones insalubres para las poblaciones.
Pero está claro que antes que abandonar la ciudad en sí, lo que tenemos que abandonar es la idea de la ciudad que tenemos hoy. Hay que matarla. Esto es fundamental, porque nos arriesgamos no sólo a seguir hirviendo en el caldo de las ciudades existentes hasta cocinarnos, sino a llevarnos esta idea hacia otros espacios agrestes y arruinarlos a una velocidad inédita.
No será fácil aniquilar la idea de ciudad que tenemos, porque esta idea no es reciente, es una idea que surge en los albores mismos de la creación de este tipo de asentamiento humano. En el origen de la concepción de las ciudades existe un dilema que hoy deberíamos tener más presente que nunca: ciudades que ponen al ser humano en el centro, que deben responder a satisfacer sus necesidades incluso destruyendo los recursos y los ecosistemas del lugar en donde se implantan, o asentamientos de la especie humana que deben reconocer sus límites en función de un uso sostenible y no exclusivo de los ecosistemas en los que se encuentran, en simbiosis y sintonía, cuidándolos más que dominándolos.
Esta pregunta mantuvo el crecimiento limitado y el cuidado de los ecosistemas por milenios. Griegos, árabes, culturas precolombinas, utilizaron urbanismos llamados en algunos períodos “orgánicos”, como señala Françoise Choay, con una huella ecológica reducida y una conexión incluso espiritual permanente con los contextos geográficos y naturales en los que se asentaban. Pero esta modalidad perdió todo protagonismo y relevancia frente a las ansias de poder de los imperios, y en épocas recientes, frente a la depredación del modelo capitalista, reforzando el rol de las ciudades como artefactos para la supremacía de los intereses de una especie en detrimento de las otras.
A los proyectos de ciudades artificiales en los desiertos estamos sumando la desalinización del agua de los mares para hacerla potable, o las nuevas construcciones pensadas bajo tierra para evitar las altas temperaturas.
Hasta hoy pensamos que podemos mitigar o adaptarnos a vivir en condiciones extremas gracias a la tecnología. A los proyectos de ciudades artificiales en los desiertos estamos sumando la desalinización del agua de los mares para hacerla potable, o las nuevas construcciones pensadas bajo tierra para evitar las altas temperaturas. Esto no es ciencia ficción, estos son los ejercicios de los cursos de arquitectura de la Universidad de Harvard para los futuros profesionales; se les pone como título “Anticipatory Planning” para que sean menos angustiantes, aunque los escenarios extremos en que serían útiles ya están aquí.
Entonces, ¿cómo hacemos? ¿Mitigamos? ¿Hacemos las temperaturas soportables? Arbolados, infraestructuras verdes, más parques, construcción de sombras urbanas. Sí, claro, eso es lo mínimo que debemos hacer. Pero la pregunta de fondo permanece. ¿Queremos salvar nuestros artefactos urbanos y nuestras formas de vida y control sobre la naturaleza, o queremos salvar el planeta?
Entonces, antes que nada debemos matar a la ciudad, debemos matar la idea de ciudad dominante que tenemos; no basta con hablar de mitigación, aunque debemos hacerla. Frente a estas temperaturas, un acto revolucionario o una planificación anticipatoria no es la de construir más ambientes refrigerados o equipar las casas y vehículos con energías renovables.
Un acto revolucionario es tomar un martillo mecánico y sacar el bitumen de las calles para ver qué ecosistema teníamos abajo y pensar entre todos cómo podemos empezar desde hoy a protegerlo y restaurarlo. Tal vez esto en 50 o 100 años pueda protegernos de los efectos del cambio climático y en 1.000, detener la destrucción del planeta y de las especies que lo habitamos.
Si cambiamos el eje, podemos adaptarnos a esos objetivos y no al desastre que hemos creado mitigando tímidamente sus consecuencias. No falta en el mundo y en Uruguay quien piense en estos temas; por suerte se viene trabajando desde algunos gobiernos locales, la academia, las ONG ambientalistas, iniciativas cívicas o nodos ambientales territoriales preocupados.
Esta semana, por ejemplo, la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo y el programa NAP ciudades, de adaptación frente al cambio climático, presentaron una investigación que duró tres años, con una serie de propuestas en un libro que lleva por título Adapta. Este promueve reflexionar sobre nuestra situación a partir de datos recabados en distintas ciudades del país, y sobre los desafíos de trabajar hacia urbanismos ecológicos, en donde formas de bioconstrucción, protección y restauración de los ecosistemas, uso de infraestructuras verdes y reconversión de la movilidad están presentes.
Abandonar la ciudad es posible. De hecho, ya muchos lo están haciendo. La salida sería fácil para algunos, lo difícil pero necesario es una declaración abierta de humildad, fijarse un nuevo objetivo de no vivir sobre sino con las otras especies y adaptar nuestro mundo nuevamente a esto. Recordemos que la ciudad, artefacto capitalista como la conocemos hoy, tiene sólo 200 años; nos tomaría unas cuatro o cinco generaciones convencidas su reconversión ecológica y social.
Adriana Goñi es profesora adjunta del Departamento de Resiliencia y Sostenibilidad, Instituto de Estudios Urbanos y Territoriales, FADU, CURE, Udelar.