Son las 20.00 del miércoles 27 de octubre y con las compañeras del equipo salimos a la explanada del Teatro Solís. La noche está en calma, luego de un día de altas temperaturas. Estamos exhaustas, pero emocionadas. Nos tomamos una foto en las escaleras para celebrar que luego de meses de planificación hoy logramos concretar el taller “Caja de herramientas para hacer inclusivas las artes escénicas”, una actividad de extensión universitaria que tuvo por cometido poner sobre la mesa el tema de la ciudadanía cultural de las personas con discapacidad en nuestro país y conocer experiencias de trabajo concretas. Fue organizado desde la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (FHCE) con el apoyo de la Comisión Sectorial de Extensión y Actividades en el Medio de la Universidad de la República (Udelar). Con el taller buscamos pensar, de manera colectiva, herramientas para que las artes escénicas se planteen prácticas de inclusión y accesibilidad y para que en los espacios de creación artística se esparza una perspectiva anticapacitista.

¿Ciudadanía cultural de las personas con discapacidad? ¿Accesibilidad, inclusión y anticapacitismo en las artes? ¿De qué estamos hablando?

El acceso a la cultura por parte de los distintos sujetos sociales en igualdad de condiciones es un problema que recién empieza a cobrar visibilidad durante la transición del siglo XX al XXI y está asociado a un giro conceptual respecto de “la cultura” en tanto derecho humano. “Acceder a la cultura” es una expresión tramposa, puesto que puede prestarse a interpretaciones anticuadas, por decir lo menos, en especial el supuesto de que la cultura es una “cosa”, un bien producido y perteneciente a algunos sujetos y ajeno a otros. Pero, por otra parte, y distanciándonos de los esencialismos, esta expresión también nos permite poner el énfasis en las asimetrías y las desigualdades. Si por “acceso a la cultura” podemos entender cuestiones tan diversas como las oportunidades de creación y el disfrute de las artes, la circulación y apropiación de espacios como museos, centros culturales, deportivos y barriales y la producción de conocimiento, entre otras dimensiones, también podemos convenir que las y los ciudadanos no disponemos de las mismas oportunidades.

En el acceso a la cultura y, dentro de ese vasto universo –puntualmente en lo relativo al consumo y la creación artística–, existen desigualdades interrelacionadas de clase, género, territoriales y también desigualdades relativas al modo como socialmente damos sentido a los cuerpos de las personas. Estas últimas no son tan conocidas como las anteriores y las podemos pensar como producto del capacitismo y de una “ideología de la normalidad” (tal como lo han definido las autoras Rosato, Angelino, Almeida y equipo), es decir, un imaginario que exige funcionalidades y estéticas a los cuerpos de las personas para habitar determinados espacios y desarrollar determinadas prácticas.

Las personas cuyos cuerpos no se condicen ya no con el estereotipo de belleza sino con una construcción más elemental de estándar corporal y normalidad son excluidas de los espacios de creación y representación artística y de consumo cultural. Esto sucede algunas veces de formas sutiles y otras más evidentes, y también ocurre en otros ámbitos; no obstante los matices, son formas de la exclusión con todas las letras. Para decirlo de manera clara: ¿acaso alguien se imagina a una persona usuaria de silla de ruedas como protagonista de una obra de teatro donde la silla de ruedas no sea el tema principal? ¿Acaso se valora con los mismos criterios una obra plástica creada por un artista con discapacidad intelectual que una obra de una persona sin discapacidad? ¿Acaso pensamos que las personas sordas tienen no sólo el mismo derecho, sino que pueden tener el mismo deseo de concurrir a un concierto? Los ejemplos pueden multiplicarse, pero si somos honestos las respuestas serán un simple “no”, pues esas situaciones no están todavía en el horizonte colectivo de sentido.

En Uruguay falta mucho camino por andar para transformar un imaginario y una práctica de la convivencia separatista de las personas según sus cuerpos y posibilidades, en otro imaginario y otra práctica integradora. En distintas expresiones artísticas contamos con experiencias pioneras desde hace varias décadas que han buscado desarmar estas barreras, pero lo cierto es que son poco (re)conocidas.

Dentro del ámbito artístico existen zonas aún tomadas por nociones normalizantes y excluyentes que merecen ser revisadas.

Tales interrogantes e inquietudes nos llevaron a organizar este taller, donde contamos con la presencia de tres compañías artísticas que han montado obras accesibles y/o inclusivas. Ellas son, en primer lugar, la obra de teatro accesible Nuestro hermano, estrenada en 2019. En segundo lugar, la obra de danza contemporánea inclusiva En mis zapatos, cuya puesta en escena fue en 2013. Finalmente, la obra de teatro inclusiva La cueva de los monstruos, que fue presentada en 2018.

¿Qué herramientas pusimos en la caja?

En la obra de teatro Nuestro hermano, el equipo técnico y actoral consultó a integrantes de la comunidad sorda para saber, por ejemplo, cómo y de qué forma situar a sus intérpretes y se “hermanaron” con ellos, a fin de que no fuesen “distractores” y se amalgamasen en la obra asertivamente. Supimos también que la audiodescripción podía ser una herramienta útil para personas ciegas, antes y después de asistir a una obra de teatro, y además y por sobre todas las cosas, sopesamos como esencial la herramienta de la continuidad, es decir, seguir usando la experiencia adquirida en esta obra en otras en que la discapacidad no sea parte del argumento. Es que, en definitiva, a las personas con discapacidad, como a cualquier persona, les puede interesar toda clase de creaciones artísticas.

La cueva de los monstruos nos brindó instrumentos relacionados con el “pensar previo”. Nos contaron de un largo recorrido por escuelas públicas de nuestro país donde hicieron talleres de sensibilización antecedentes a la obra. De esta manera las y los espectadores podían elaborar colaborativamente saberes e ideas para poner en relación al contenido de la obra. Además, al finalizar la puesta en escena, se les pedía a los y las niñas presentes su opinión (en algunos casos escrita), que las más de las veces resultaba reflexiva e hilarante. La experiencia de este colectivo informa de la importancia de tejer estrategias para desarmar prejuicios, para fomentar la valoración estética y artística de obras protagonizadas por personas con diferentes discapacidades y para aportar desde una mirada crítica de los derechos humanos en la práctica.

De En mis zapatos, como obra de danza inclusiva, entendimos que la confianza, la empatía y el conocimiento previo de las integrantes era forma y fundamento de la construcción artística. Que el hecho de “bailar con lo que hay”, “cada una como es”, no significa que “para todo no haya un método”. Supimos, además, que no todo es posible pero que jugar con los imposibles es una oportunidad que la danza contemporánea da a quienes tengan ganas de probar sus movimientos.

En todos los casos encontramos experimentación y dedicación, así como cuotas de incertidumbre producto de estar desafiando límites establecidos. Esos componentes siempre están presentes en la creación artística, pero convengamos que las fuerzas no se han dedicado a abordar con sistematicidad la disolución de las prácticas y barreras capacitistas. Dentro del ámbito artístico existen zonas aún tomadas por nociones normalizantes y excluyentes que merecen ser revisadas. También supimos que toda apuesta por generar accesibilidad e inclusión demanda un presupuesto mucho mayor al de un espectáculo convencional y ello requiere atención por parte de los fondos públicos y privados que financian y apoyan procesos creativos.

Antes del taller teníamos preguntas y una caja con apenas algunos elementos. Hoy tenemos una caja con varias herramientas para hacer inclusivas las artes escénicas y queremos compartirla, replicando el gesto que las compañías tuvieron con nosotras al brindarnos sus experiencias. También queremos que siga creciendo. La caja será infinita el día que toda persona que quiera usarla o aportar nuevas lo haga sin más, porque, al fin y al cabo, el arte es una caja infinita.

Nicole Viera es bachiller en Arte y Expresión; Mariana Mancebo es licenciada en Ciencia Política e integrante del Grupo de Estudios sobre Discapacidad de la Udelar; Mariana Rebollo es maestranda en la FHCE de la Udelar; Luisina Castelli es antropóloga y docente en la FHCE.