Puede parecer sorprendente que, luego de dos elecciones en que las fuerzas progresistas chilenas tuvieron victorias contundentes, Chile se haya visto ante la emergencia de un candidato de ultraderecha. El candidato de la “derecha sin complejos”, José Antonio Kast, que obtuvo 27,91% en la primera ronda de las elecciones presidenciales, se enfrentará en el balotaje a Gabriel Boric, candidato de la izquierda, que sumó 25,83%. La participación se ubicó en 47% del padrón electoral.

El crecimiento de una fuerza restauradora se produce luego de dos años de convulsiones sociales que han marcado la agenda nacional. El estallido social del 18 de octubre de 2019 se tradujo institucionalmente en el proceso constitucional en curso, cuyos hitos fundamentales han sido el plebiscito en favor del desarrollo de una nueva carta magna y la posterior elección de los miembros de la convención que redactaría el texto constitucional. El primer hito se coronó con más de 78% de los votos en favor de comenzar un proceso constituyente. Mientras tanto, el segundo se caracterizó por el hecho de que, en la elección de convencionales, resultaran electas las nuevas fuerzas movilizadas que emergieron en torno al estallido, junto con una consolidación de la bancada de izquierda y el desplome del centro y la derecha.

¿Cómo ha logrado el ethos restaurador conquistar importantes segmentos sociales y dar vuelta un debate nacional que había estado marcado por las demandas de cambio?

La derecha chilena y su sinuosa relación con el pinochetismo

José Antonio Kast es un exponente de la emergencia mundial de la extrema derecha. Para entender su candidatura, es importante percibir que esta “familia” política incluye a exponentes muy distintos. En su último libro sobre la ultraderecha (en el que se menciona a Kast), Cas Mudde emplea una distinción útil. A diferencia de la derecha y la centroderecha tradicionales, la extrema derecha se define por su rechazo a las formas de la democracia liberal. Una parte de ella, a la que Mudde denomina “derecha radical”, se opone a los aspectos liberales de la democracia liberal como el respeto a las minorías, pero reconoce en su ideario un sustrato democrático. Un clásico ejemplo de este espacio se expresa en los populismos de derecha que, sobre la base de un discurso de confrontación entre un pueblo virtuoso y una élite corrupta, han traído la conformación de democracias iliberales en varios países. En cambio, la otra parte de la extrema derecha, que Mudde denomina “derecha extrema”, se opone a la esencia misma de la democracia liberal, despreciando el gobierno de mayoría y reivindicando jerarquías no democráticas. El ejemplo más notorio y extremo de esta ideología es el fascismo. En el caso chileno, esta variante de ultraderecha se ha expresado en el pinochetismo.

No sería hasta 2014 y 2018 que los partidos tradicionales de la coalición de derecha, Renovación Nacional (RN) y la Unión Demócrata Independiente (UDI), removerían de sus declaraciones de principios su apología del golpe de Estado cometido por Pinochet. En 2016, Kast renunció a la UDI considerando que el partido se había alejado de su “proyecto fundador”. En esa época, como político independiente, celebraba sin mayor tapujo el carácter pinochetista de su proyecto. Por ejemplo, declaró que si Pinochet estuviera vivo votaría por él y que “separando el tema de los derechos humanos, el gobierno de Pinochet para el desarrollo del país fue mejor que el de Sebastián Piñera”. Con este discurso, Kast obtuvo cierta notoriedad en las elecciones presidenciales de 2017 y alcanzó en la primera vuelta cerca de 8% de los votos.

Cómo la derecha encontró su indignación

Corey Robin (2011) describe la era moderna como una marcha democratizadora en que sectores subordinados se han rebelado contra algún orden y jerarquía de poder. En respuesta a cada una de estas marchas, ha habido una reacción restauradora, a veces llamada “reaccionaria”, “conservadora”, “revanchista” o “contrarrevolucionaria”. En este sentido, explica Robin, las formas concretas que el conservadurismo toma en una coyuntura específica no le son esenciales. Algunos conservadores critican el libre mercado, otros lo defienden; algunos se oponen al Estado, otros lo promueven; algunos creen en Dios, otros son ateos. Algunos son nacionalistas, otros internacionalistas. Todas estas son características secundarias de un sustrato común que busca preservar alguna institución ante el asalto de fuerzas de cambio. Como explica Samuel P Huntington (1957), la ideología conservadora sería expresión de una reacción recurrente e históricamente ubicada a fuerzas que pujan por cambiar alguna institución.

Boric y Kast representan dos polos completamente opuestos, pero no simplemente en el tradicional eje izquierda-derecha, sino en lo que algunos han denominado un eje “democracia-orden”.

La promesa de Kast de recuperar un orden perdido descansa en la indignación de una sector de la sociedad que ve cómo principios básicos de la convivencia social que definían Chile antes de 2019 han sido dejados de lado. Esto es el vértigo que generan en sectores de la sociedad las movilizaciones por demandas feministas, indigenistas y de garantías sociales, que se entremezclan con imágenes de desorden o incluso caos. En un escenario de este tipo, emergen las retroutopías de volver a un pasado de supuesta estabilidad y paz social. De este modo, el poder seductor de la promesa de Kast proviene, volviendo a Robin, de que “a diferencia de sus oponentes en la izquierda, ellos no presentan un mapa por adelantado de los hechos”. Es en este sentido que Michael Oakeshott definió el ser conservador como el preferir lo familiar a lo desconocido, los hechos al misterio, lo cercano a lo distante, lo conveniente a lo perfecto.

El surgimiento de Kast

El primer elemento fue el plebiscito de entrada para el proceso constituyente. Kast se volvió entonces una figura reconocida por su posición por el “rechazo”. La oposición al desarrollo de un nuevo texto constitucional obtuvo 22%, pero la campaña que rodeó esta posición le permitió a Kast crecer, consolidando una identidad que sobrepasaba el 8% que había obtenido en las pasadas elecciones presidenciales. En el campo del rechazo confluyó una coalición social de identidad muy demarcada. Se trataba de una derecha contraria a los cambios que se habían levantado desde el estallido social y que ya no buscaba reivindicar el Chile previo al plebiscito de 1988, sino el Chile previo al estallido de 2019. En lugar de defender la figura de Pinochet, defendía la Constitución fraguada en dictadura y la sociedad que había emergido bajo su alero. Como explican Carlos Melendez, Cristóbal Rovira Kaltwasser y Javier Sajuria (2021), esta coalición social de derecha presentaba varias características que la hermanaban con los movimientos populistas de derecha radical en el mundo. Era un grupo que ostentaba posiciones conservadoras, nativistas y antiinmigrantes, junto con un fuerte influjo autoritario. Un rol central en esta fuerza lo jugaban las iglesias evangélicas, que participaron en la franja televisiva del rechazo a una nueva Constitución. Si por el lado del apruebo abundaba la heterogeneidad ideológica y social, junto con las potenciales vocerías, en el lado del rechazo se conformó un discurso homogéneo con una vocería clara, en manos de Kast.

El segundo elemento importante para entender la emergencia de Kast está marcado por las disputas que se han generado en torno a la Convención Constitucional. La centroderecha y la ultraderecha de Kast fueron unidas en una sola lista de candidatos y tuvieron muy malos resultados, alcanzando menos de un cuarto de los escaños (en el Parlamento contaban con poco menos de la mitad). De este modo, se terminó configurando una Convención con claras mayorías para los sectores progresistas y, en particular, para nuevas fuerzas políticas que emergieron desde el estallido social levantando banderas del feminismo, el indigenismo y un fuerte discurso anti-élite. Al poco andar, la Convención Constitucional comenzó a disminuir sus niveles de apoyo, sobre todo entre los votantes de derecha, que veían con recelo una suerte de cónclave de activistas de causas progresistas. En definitiva, si para los activistas dejar de movilizarse, incluso desde las esferas del poder, era una traición, para los electores de derecha y, en general, quienes valoraban el orden, una movilización sin fin era una pesadilla.

En los votantes de derecha fue tomando fuerza una posición de antagonismo frente a la Convención Constitucional. Entre quienes se identifican con la derecha, 68% perciben que la ciudadanía está poco o nada incluida en el proceso constituyente (comparado con sólo 13% entre quienes se identifican con la izquierda). Esto explica la existencia de un “votante arrepentido” que muestran las encuestas en la forma de una progresiva caída entre los que afirman haber votado “apruebo” y que probablemente refleje a votantes de derecha que apoyaron esta opción. Además, las mismas encuestas muestran que Kast logró seducir a casi la totalidad de votantes del rechazo y a algunos del apruebo, lo que refuerza el argumento de un votante de derecha que pasó del bando del apruebo al de la “derecha sin complejos” indignada con los cambios que se han sucedido desde el estallido social.

El tercer elemento del surgimiento de la indignación de derecha es la confluencia de una serie de hechos que abrieron una ventana de oportunidad al candidato de la extrema derecha, al empujar la demanda por orden y seguridad al frente de la agenda pública. Un escenario que incluyó una creciente crispación social en el norte del país en torno a la inmigración, la tensión social en el sur en torno del “conflicto mapuche” y, sumado a esto, una ola de violencia callejera en conmemoración del 18 de octubre de 2019, que se sintió con fuerza en Santiago y la zona central.

Boric y Kast representan dos polos completamente opuestos, pero no simplemente en el tradicional eje izquierda-derecha, sino en lo que algunos han denominado un eje “democracia-orden” y que se disputa en torno a formas de distribución del poder más horizontales versus formas más verticales. Un eje que parece haberse vuelto el elemento estructurante del debate político desde al menos el estallido de 2019.

El progresismo suele creer que la historia avanza irremediablemente hacia adelante. Si hubiera algo que aprender de los conservadores es el escepticismo frente a esta supuesta marcha imparable. A veces la historia retrocede más de lo que avanza. Al progresismo no le basta la indignación si se quiere consolidar lo alcanzado. La indignación, lo sabemos, puede rápidamente volverse en su contra. Eso es lo que estará en juego el 19 de diciembre, cuando los chilenos vayan una vez más a las urnas: la capacidad de mostrar que, más allá de las indignaciones en disputa, todavía hay un camino de cambios profundos con horizonte de tranquilidad.

Noam Titelman es un economista chileno. Una versión más extensa de este artículo fue publicada originalmente en Nueva Sociedad.