Durante muchos años la tasa de homicidios permitió que Uruguay fuera considerado uno de los países más seguros de la región. Siempre por encima de Argentina y Chile —a veces de Costa Rica— pero muy lejos de aquellos países que presentaban valores epidémicos. Sin embargo, el año 2012 marcó un punto de inflexión y de a poco Uruguay comenzó a entreverarse en la tabla de posiciones: en siete años duplicamos la tasa de homicidios con un pico histórico en 2018, con 414 casos. Dada la magnitud de los cambios, el fenómeno apenas fue estudiado. Al contrario, fue más bien naturalizado con base en la idea del aumento de los “ajustes de cuentas” y de los conflictos entre “bandas criminales”. Más allá de la veracidad de la descripción, sigue faltando una comprensión profunda de semejante transformación, que incluya además los efectos adversos que las propias políticas de seguridad aplicadas en los territorios han generado —y generan— en la reproducción de la violencia.

Luego de ese pico en 2018, los homicidios descendieron levemente en 2019 y volvieron a bajar en 2020. Aun así, la tasa de homicidios sigue en niveles muy altos en Uruguay, superando a todos los valores registrados con anterioridad al 2018. ¿Hubo un cambio de tendencia estructural del fenómeno? Lo dudamos. Los últimos cuatro meses de 2021 revelan un recrudecimiento de la violencia homicida en el país, lo que permite esperar un cierre de año más o menos parecido a 2020. El fenómeno sigue mostrando una intensidad inquietante, y las estrategias para su abordaje continúan brillando por su ausencia.

La reducción de los homicidios ha sido colocada por el gobierno como un logro de su gestión en materia de seguridad. Se señala desde el oficialismo que en quince meses han obtenido lo que el Frente Amplio no pudo en quince años. Sin embargo, no han aportado ni evidencia sólida ni argumentos creíbles. Su base de apoyo han sido unos datos poco confiables y un escenario social y político profundamente reestructurado por la pandemia. Más aún, en tren de comparaciones un tanto exageradas, podríamos señalar que el promedio mensual de homicidios en el país durante este tiempo del gobierno de la coalición está por encima (25,9) del registrado durante los quince años de gobiernos del Frente Amplio (21,5). Pandemia mediante, lo que se ha obtenido hasta ahora es descender algunos escalones del pico de 2018. No lo subestimamos, pero estamos lejos de pensar que nos enfrentamos a un cambio de tendencia.

La discusión pública sobre las cifras de delitos y las políticas de seguridad está condicionada como nunca por estrategias de comunicación que implican la imposición de un relato de éxito. Y no hay imposición que pueda prescindir de los recursos de la manipulación. En este escenario, identificamos cinco puntos que sirven de soporte para el despliegue de esa estrategia:

  1. Afirmar sin demostrar que los delitos han descendido en Uruguay y elegir los momentos más favorables para insistir con esa idea (por ejemplo, comunicar la baja de homicidios durante un mes que no ha concluido). Hasta que no se aporte evidencia cierta sobre la evolución de las tasas de “no denuncia” de delitos, los registros policiales de denuncias no tendrán validez para marcar tendencias.

  2. Atribuir como causa de ese descenso la mejora de la gestión y la entrada en vigencia de la Ley de Urgente Consideración (LUC). Las denuncias de delitos ya habían experimentado un descenso antes de la aprobación de la LUC, y esa supuesta caída coincidió además con el inicio de la pandemia. La discusión sobre este punto no es sencilla, pero a un gobierno que sólo quiere imponer un relato poco y nada le importan las discusiones.

  3. La seguridad ha perdido posiciones dentro de las preocupaciones de la opinión pública. El peso de la pandemia y el deterioro socioeconómico han reestructurado las prioridades. Además, los medios de comunicación han cambiado los criterios de información, enfatizando las noticias vinculadas con los operativos policiales y minimizando las crónicas sobre delitos. Este escenario es aprovechado por el gobierno para mantener el control de la agenda.

  4. Además de la posición oficial, el relato se encarna en infinidad de voces periodísticas que reproducen los argumentos sin problematizarlos.

  5. Vinculado con lo anterior, las posibles voces críticas son limitadas en el debate público. Promovidas y estimuladas en años anteriores, son sustituidas por “neutrales” técnicos oficialistas incapaces de cuestionar lo más obvio.

El “momento punitivo” nos obliga a hablar sólo de policía, derecho penal y cárceles. Nos obliga a confrontar sobre estilos de gestión, pero no sobre paradigmas de seguridad.

Al mismo tiempo, más allá de estas estrategias, hay otras tendencias profundas que merecen reseñarse. En primer lugar, la coyuntura actual de los debates sobre la seguridad revela un control político sobre los datos y las evidencias. Esta realidad no es precisamente nueva. El control de la estadística de delitos y de la información policial que se decide colocar en el debate público (por ejemplo, la información que se administra para dar cuenta de ciertas violencias en los territorios) es la clave para sostener cualquier estrategia política de conducción, y de ahí a la manipulación no hay ni un paso. Hace muchos años que sostenemos que el Observatorio sobre Violencia y Criminalidad debe salir de la órbita del Ministerio del Interior y pasar a tener una integración interinstitucional, además de estar sometido a fuertes controles y auditorías rigurosas. Ese proyecto nació en 2005 para tener una existencia más robusta y una base metodológica más plural. Hoy estamos pagando las consecuencias de lo que no se quiso hacer en su momento.

En segundo lugar, si bien ponemos el foco en lo que hace el gobierno, hay que comprender cuáles son los desafíos y los riesgos a la hora de hacer oposición y encarnar de verdad la posibilidad de alternativas. Promover la indignación puntual, reaccionar ante titulares de prensa, seguir la crónica roja como único insumo de realidad, etc., son formas cada vez más visibles de tramitar una oposición en materia de seguridad, que mucho se parecen a las que practicaban los que hoy gobiernan. Si en varios aspectos la gestión de la seguridad en años anteriores fue asimilando la impronta de un realismo de derecha, el ejercicio actual de la oposición también absorbe ese estilo. No es tarea sencilla encontrar el punto justo, pues son necesarias las reacciones puntuales a la imposición de un relato, pero también el sentido básico de la autocrítica y la voluntad para construir colectivamente caminos muy distintos a los transitados. El “momento punitivo” nos obliga a hablar solo de policía, derecho penal y cárceles. Nos obliga a confrontar sobre estilos de gestión, pero no sobre paradigmas de seguridad. La exigencia de responder a la supuesta demanda de la gente nos ha ido vaciando el imaginario político. Como se comprenderá, eludir todas y cada una de estas trampas es un desafío mayor.

Rafael Paternain es sociólogo e investigador del Departamento de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales.