Parece impostergable hablar de los objetivos de la educación. Así lo plantean ‒como es costumbre ya‒ los diversos actores que, de pronto y por designación (no por méritos académicos o pedagógicos), se creen llamados a renovar el legado de José Pedro Varela para vencer el rezago en los contenidos de la enseñanza con respecto a las “exigencias tecnológicas, lingüísticas, operacionales o motivacionales” de la época.

Es cierto: debemos poner los fines de la educación en el centro del debate público. Dejemos de lado por un momento lo “motivacional”, fuertemente aliado a las exigencias de combatir la deserción escolar, o la “inclusión” de acuerdo a objetivos supuestamente de equidad social. Reconozcamos ‒en primer lugar‒ la incidencia económica de fondo (ya que en el capitalismo lo económico es siempre algo sustantivo) con la que la reforma vareliana “lubricó” en estas latitudes el funcionamiento del capitalismo naciente contra fuertes resabios feudales, contra la falta de mano de obra alfabetizada y sobre todo contra la “barbarie” que tanto avergonzaba a las élites. Entonces, no es raro que, desde esa perspectiva (que no es justa del todo con la obra de Varela), los encargados de la administración quieran emularlo.

La pregunta es: ¿los fines de la educación deben ser siempre los mismos, es decir, acompasar el desarrollo de las “fuerzas productivas” para no perder el tren de la modernidad del hemisferio norte? ¿Debemos los docentes avalar el mismo tipo de desarrollo ya impuesto como “natural” porque viene del mundo “desarrollado”?

En primer lugar, si finalmente pudiéramos estar de acuerdo en eso, es absurdo pensar que alcanzar los estándares productivos del hemisferio norte pueda lograrse con meras declaraciones o un cambio de la matriz educativa y no con inversiones acordes en ciencia y tecnología, claramente desestimadas en el actual presupuesto del gobierno. Es como si la ciencia y la tecnología pudieran inculcarse apelando a lo discursivo y no con laboratorios, investigación en ciencias básicas de largo plazo y docentes altamente especializados (que obviamente no se forman de un día para el otro). Parecería que una y otra vez vamos tras un tren con dirección norte demasiado veloz y nuestros sureños actos ‒lentos o tardíos‒ impiden invariablemente abordarlo. ¿Esto es arbitrario o puede cambiarse? Acaso sí. Solamente si pudiera exceptuarse para Uruguay una división del trabajo a nivel global por la que no solamente nosotros, sino toda América Latina, exportamos materias primas e importamos productos con bastante más valor agregado. El progresismo aún sueña con ese despegue de excepción, tal vez pensando en potenciar algunas empresas públicas, confiando en un prometedor desarrollo del software u otras áreas tecnológicas, mejorando la inversión en ciencia y tecnología, etcétera; sin embargo, esa chance resultó en su práctica gubernamental insistentemente negada por la extranjerización de la tierra, el desarrollo del agronegocio, la instalación de papeleras altamente consumidoras de agua dulce (tal vez el recurso natural potencialmente más valioso), y sobre todo, con la ausencia de políticas fiscales que gravaran al capital, capaces de otorgar los recursos necesarios para cumplir con tal propósito.

Muchos creemos que no es esta la controversia de fondo, sino otra a la que una larga tradición de lucha y resistencia viene aportando argumentos por más de un siglo. Dos modelos en cuestión ‒su versión estancada y la otra por desarrollar‒ son en realidad uno solo, estructuralmente atravesado por decisiones que no podemos tomar a nivel “nacional”, aunque ‒a nivel de partidos políticos‒ espasmódicamente se crea posible hacerlo inmediatamente después de cada acto eleccionario.

Pero ¿es cierto que la educación sólo podría reproducir un modelo productivo (y sus frustraciones) infinitamente? Y aquí es donde los trabajadores, docentes y estudiantes históricamente han demostrado que no, elevando la mira y poniendo el problema en su lugar. Nuestra educación ha recusado el carácter meramente “reproductor” de la “ideología dominante” o de la desigualdad social (Louis Althusser, Pierre Bourdieu, etcétera) reconociendo que lo que tenemos entre manos ‒más allá de su diseño institucional, su carácter de “aparato” o arbitrariedad administrativa‒ es un ámbito político (en el sentido más amplio de dirimir lo que nos es común en la polis) y, por tanto, un espacio en el que se intercambian saberes emancipatorios y no sólo reproductivos de la fuerza de trabajo (algo que obviamente no puede dejar de hacerse como condición necesaria para la sobrevivencia de cualquier sistema económico). Pero la acumulación del campo educativo uruguayo encontró aquí también un ámbito de diálogo profundo y no sólo un medio para desarrollar competencias para el trabajo. ¿La educación no debería estar siempre atenta a la posibilidad de dudar, de comparar, de dialogar sobre lo que sea, sin prejuicios y sin autoritarismos? ¿Acaso repitiendo lo que hacemos y bloqueando la posibilidad de pensar y dialogar podemos imaginar y construir un mundo mejor? Esto es lo que a toda costa se pretende evitar (ellos están prontos siempre a argumentar que vivimos en el mejor de los mundos) amparándose en la separación de los roles políticos y educativos. De todas maneras, no pueden evitar caer en una flagrante contradicción: introducen la política en la educación ‒según dicen, “legítimamente”, como representantes de la ciudadanía‒, pero después esperan que todo ello deje de ser político para convertirse en disposiciones administrativas y órdenes a cumplir.

El plan es clarísimo. Tienen un solo problema: ni los docentes, ni los estudiantes, ni los trabajadores queremos eso, y por tanto, todo este derrotero tiene muy pocas posibilidades de éxito.

Por fin, la reforma educativa también se viste de “justicia social” para darles a los menos favorecidos aquello que razonablemente pueden aprender... que por cierto no sería mucho: el libro ahora es lo “libresco”, y los saberes profundos, agobiantes, complejos y aburridos, pero sobre todo, infructuosas performances (“total, nada de eso les servirá en la vida diaria”). ¿Dónde quieren entonces a los hijos de los trabajadores? La intención “inclusiva” de las “comunidades educativas” pobres (“comunidad” en estos proyectos es sinónimo de diferencia) hará de las aulas y patios lugares de entretenimiento, juegos electrónicos, descifrado de manuales para armar artefactos, “lenguajes” (inglés básico)... Es decir, preparación activa en las más básicas y variables competencias (de peores salarios) y emotividad resignada para soportarlas estoicamente.

Una fuerte rebaja en los niveles académicos se une inevitablemente a la ausencia de dispositivos que brinden una mayor empatía emocional con los oprimidos y la necesaria conciencia del desastroso diseño social y laboral que todos padecemos. Este es el verdadero empuje de la hora.

El “rezago” que más les preocupa a las clases altas (y por lo tanto al gobierno) no es científico-técnico (si no, actuarían en consecuencia con los recursos adecuados); el “rezago” viene de más lejos y es ideológico, porque lo que más les preocupa es que el aumento y la fragilidad del trabajo no puedan ya soportarse mansamente. El “rezago” ‒digámoslo claramente‒ no es rezago, sino oposición a la persistente lucha de los trabajadores, los docentes y los estudiantes contra las desigualdades de raza, clase y género, oposición al pensamiento crítico y al autoconocimiento colectivo de luchas históricas por un mundo mejor.

El gobierno, además de “vendernos humo” (más ciencia y técnica sin recursos), “equidad” (para preservar la desigualdad) y contención emocional (para producir sumisión), apunta ‒en definitiva‒ a vaciar de conciencia a las clases trabajadoras, a establecer parámetros competitivos entre los docentes para romper nuestras solidaridades, además, claro, de atosigarnos con planillas y tareas de “control” para que evaluar y autoevaluarnos sea más importante que educar y dialogar. Ellos están convencidos de que pensar, reflexionar sobre qué mundo nos toca vivir ‒lo político con mayúscula‒, es sólo una cuestión de selectividad tecnocrática, y por tanto, las “competencias” que se desarrollen a nivel privado serán más que suficientes para llenar los pocos cupos disponibles. De todas maneras, nadie quiere, en su sano juicio, renunciar al conocimiento disciplinar, la investigación y el conocimiento profundo; por lo tanto, paradójicamente, pronto se verá que los colegios de mayor rango económico (léase “comunidades educativas” especialmente dotadas de recursos) no incluirán ninguna de las recomendaciones educativas para las comunidades pobres que, por ejemplo, y de acuerdo a una idea que tomo aquí prestada, intentarán reducir economía, química, matemática y biología a los avatares de una bolsa de leche.

El plan es clarísimo. Tienen un solo problema: ni los docentes, ni los estudiantes, ni los trabajadores queremos eso, y por tanto, todo este derrotero tiene muy pocas posibilidades de éxito.

Hablemos, sí, de objetivos. Reforcemos, amigos docentes, lo que históricamente sabemos y continuémoslo practicando en las aulas, en la calle, en ese diálogo abierto entre nosotros y con los educandos en el que los objetivos de la educación no pueden ser otros que los de los pueblos y de la humanidad toda. No tengamos miedo... mientras Silicon Valley no les proporcione los algoritmos especialmente diseñados para educar a los futuros esclavos y toda la educación se vuelva virtual, necesitan de nosotros, y esa es su mayor debilidad.

¿Pueden los verdaderos objetivos educativos reducirse a la obtención de logros en una competencia individual para desarrollar “competencias”? Es obvio que no. Porque alimentando eso naturalizamos los desastres del mundo contemporáneo. Es la voracidad por el lucro, la instrumentalización de la naturaleza y de los demás lo que debemos combatir. Las preocupaciones de todo el mundo, y no sólo las comparativas de nuestras latitudes, son el crecimiento exponencial de la desigualdad, la violencia, la destrucción de más de 150 especies por día, las pandemias por el descontrolado avance sobre zonas que deberían merecer más protección; es el cambio climático (que, por ejemplo, le costó más de 200 muertos en recientes inundaciones a la Europa que llevamos dos siglos queriendo imitar). Es la desregulación del trabajo y, consecuentemente, la superexplotación humana… ¿Para qué seguir enumerando los problemas que debería encarar la humanidad desde hace ya tiempo y no lo hace por decisiones que toma el 1% más rico del planeta?

¿Acaso en la posible solución de estos problemas no está el mayor desafío educativo que los docentes debemos transmitir a las nuevas generaciones que ‒aun haciéndolo‒ seguramente se encontrarán en condiciones extremadamente difíciles para solucionarlos?

Todo lo demás no es más que cháchara opresora de cortísimo plazo y aporofobia (miedo a los pobres, sobre todo a que se conviertan en los “alienígenas” que salieron con furia a la calle según la mirada de la esposa del presidente Sebastián Piñera en Chile). Todo el proyecto educativo que se quiere imponer no es más que expresión del poder del lucro y la segregación por encima de la dignidad humana.

Lástima, estamos nosotros; seamos entonces plenamente conscientes de la fuerza que tenemos, más allá del propósito del gobierno de no escucharnos.

José Stagnaro es magíster en Ciencias Humanas y docente en Formación Docente.