El debate ideológico que estamos viviendo no sólo en Uruguay y la región, sino en el mundo, muestra la existencia de una visión que pone bajo sospecha la ampliación y el sentido de la democracia. No sólo en el presente se busca desarrollar control sobre el conflicto social, sino que se relee la historia desde una perspectiva reactiva que busca legitimar los valores del orden establecido.
Uruguay no está fuera de los relatos que buscan trastocar el acrecentamiento de la democracia como ampliación de justicia y verdad para una mayor equidad en las relaciones de poder en las sociedades que se encuentran en profundo cambio. Los relatos van desde recuperar un orden perdido hasta generar razonamientos basados en la idea de equidistancia en las relaciones de poder, que no aceptan las desigualdades, o la posición que entiende las movilizaciones sociales como el origen de la crisis institucional. Finalmente, las víctimas en cualquier orden pasan a ser presentadas como los victimarios y, de forma directa o indirecta, se legitima el discurso de la inevitabilidad de poner orden en sociedades que entrarían en desagregación. Por eso, pasa a ser casi un mal menor las excepciones que interrumpen la dinámica democrática a distinto nivel.
Hay actores de la coalición de gobierno que parecen estar dentro de este paradigma. No son todos, pero mientras el resto no reaccione a ciertos exabruptos parecería que avalan ese enfoque que termina minando la acumulación virtuosa que tienen varias tradiciones políticas en nuestro país, en la que nos reconocemos y que constituye un diferencial de Uruguay.
En tal sentido, la forma y el contenido con los que la actual secretaria de Derechos Humanos de Presidencia instala un espacio de reflexión sobre el pasado reciente, además de volver a alinearse con esa visión ideológica, se posiciona desde el relato que no asume en quién está la responsabilidad central de la violación de los derechos humanos, a la vez que avala los relatos justificadores de un poder autoritario que no analiza el conflicto histórico del cual emerge el sentido de la defensa a la dignidad humana de quien ha sido violentado.
Afirma que el golpe de Estado fue “una consecuencia” del “deterioro por el que atravesaba el país” a causa de la actuación de los “movimientos guerrilleros”. Sostiene: “Fueron años muy difíciles de transitar, pero no sólo los del gobierno militar. El país venía de una situación en que el surgimiento de los movimientos guerrilleros ya había horadado muchos de los derechos de la población: huelgas, paros, ataques sorpresivos, secuestros, robos, saqueos fueron generando miedo y frustración en las personas. El golpe de Estado fue una consecuencia del deterioro por el que atravesaba el país, y hubo una parte de la población que incluso sintió que los militares eran la solución para un país en declive”, afirmó Rosario Pérez en su breve exposición.
Un video que se proyectó pocos minutos después comenzó con el mismo concepto: “El surgimiento de la guerrilla, en los años previos al golpe de Estado, generó inestabilidad y violencia en el país. Huelgas, paros, ataques sorpresivos, secuestros, robos, saqueos, asesinatos fueron generando miedo y frustración en la gente”. El mensaje iba seguido de imágenes de la explosión del club de bowling de Carrasco a manos del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T), en setiembre de 1970, y de portadas de diarios con distintas noticias sobre los ataques de este movimiento. No obstante, en el audiovisual se aclara que “el golpe cívico-militar se dio en momentos en que la guerrilla estaba prácticamente desarticulada y la mayoría de sus integrantes se encontraban presos o exiliados”.
No habría que olvidar que un mes antes de asumir, en 2020, Rosario Pérez ya había hablado de movimientos terroristas para referirse a los movimientos armados de izquierda, mostrando profundo desconocimiento, porque las ciencias sociales y la visión de los derechos humanos sitúan el rol de terrorismo en el actor institucional que detenta todo el poder, es decir, el Estado. Esto, por cierto, no justifica acciones armadas, y por ello fueron a prisión quienes lo hicieron.
Pero es realmente preocupante que quien está llevando adelante el desarrollo de un Plan Nacional en Derechos Humanos se sitúe como parte de una pulseada ideológica que borra la apropiación histórica y el enfoque que permite tener una lectura desde quienes padecieron la violación a los derechos humanos por el Estado, que los debería garantizar. Porque no hay visión posible desde los derechos humanos que legitime la tortura, el asesinato y la represión de militantes políticos y sindicales, ya no sólo en el perído dictarorial, sino en la forma en que el Estado enfrentó las acciones armadas y sobre todo la conflictividad social, puesto que la legítima violencia del Estado reclama que se ejerza respetando la dignidad humana de todas las personas. Tanto de los que se levantaron en armas como de quienes ejercieron terrorismo de Estado. Ese parámetro es el que permite situarse desde el enfoque de derechos humanos según todos los tratados y convenciones firmados por Uruguay y no construir un relato que cambie las responsabilidades de quienes efectuaron violaciones de derechos humanos generalizadas en nuestro país.
Por eso cuando en 2018 instalamos la Semana de la Democracia desde la Secretaría de Derechos Humanos, no fue para justificar discursos ideológicos sino para fortalecer el parámetro común que responsabiliza al Estado en garantizar los derechos humanos.
Por tanto, desde una perspectiva de la relación entre democracia y derechos humanos, el 27 de noviembre, en el que se recordaron los 38 años del “Río de Libertad” ‒cuando se dio la enorme concentración contra la dictadura en el Obelisco de los Constituyentes en 1983‒, supone no perder la relación intrínseca entre ambas dimensiones, y respecto de cómo se analiza el golpe de Estado de junio de 1973. La historia muestra que la mayoría de los sectores políticos y de la población que se reencontraron en ese espacio para recuperar institucionalidad tenían una clara convicción de la usurpación del poder legítimo, y es el lente desde el que se instala el cómo leer la historia vivida. Hecho paradigmático por varios aspectos: porque expresaba a las mayorías de orientales en un amplio espectro social y político y porque se afirmaba con el hecho y el discurso de Alberto Candeau que el único relato que permite convivencia y respeto a los derechos humanos es la democracia. Esta subjetividad política y republicana es la que da garantías a una democracia que pretenda ser plena. Una democracia que no debió haberse interrumpido nunca. Quienes usurparon la representación popular, poniendo al Estado contra el pueblo, son quienes deben dar cuenta de trastocar la convivencia entre los orientales.
Para un colorado como el doctor Enrique Tarigo, al que tuve el orgullo de felicitar en 1981 entrando a un juzgado civil por su brillante exposición en el debate con el coronel Néstor Bolentini ante el plebiscito de 1980, no existía dudas sobre de qué lado estaban los demócratas y de qué lado estaba el despotismo y la violación a la dignidad humana.
El hecho de que a la fecha no hayamos logrado como sociedad y Estado saldar la memoria del pasado reciente, cerrando esta etapa de la historia, no habilita a todo relato.
En nuestra generación del 83, que encontró refugio de la dictadura en las parroquias católicas ‒sobre todo militantes jóvenes, blancos y del Frente Amplio, y algunos colorados‒, tampoco existía dudas de que la democracia había sido violentada por el “proceso cívico-militar”, que como todas las dictaduras de la región actuó articuladamente en el terrorismo de Estado, como la investigación histórica, judicial y política ha mostrado a la fecha. Por lo que no puedo creer que wilsonistas, socialcristianos, batllistas de mi generación, con quienes compartimos la lucha contra la dictadura y que hoy son parte de partidos de la coalición, de los que descuento su convicción democrática, no reaccionen ante tales afirmaciones. Wilson Ferreira Aldunate, como Amílcar Vasconcellos, Tarigo o Alberto Zumarán, tenían muy claro quiénes fueron los que dieron el golpe de Estado y qué civiles y militares no respetaron la Constitución.
En los últimos años parecería ser que relatos que fueron sustento de la dictadura y el terrorismo de Estado vuelven, ya no sólo desde nostálgicos de los “dos demonios”, sino con la pretensión de trastocar la memoria popular, social y política que permitió reconquistar la democracia a fines de 1984.
Se instala un debate sobre el pasado reciente que pretende situar actores a la misma altura, cuando los hechos muestran cómo se puso a la estructura del Estado en el rol de reprimir a la movilización social, poner en prisión y torturar masivamente a militantes sociales y políticos, hacer desaparecer a personas y expulsar al exilio a un número muy importante de compatriotas. Como remitíamos al doctor Tarigo, también sostenían la misma denuncia y relato Wilson Ferreira en el exilio como líder de la mayoría del Partido Nacional, o el general Líber Seregni, líder del Frente Amplio, preso por pensar distinto.
El proceso de toma de conciencia social y democrática promovido por las víctimas del terrorismo de Estado desde Madres y Familiares, Crysol, o el compromiso por la causa de los derechos humanos en el ayuno de los sacerdotes Perico Pérez Aguirre, Jorge Osorio y el Pastor Ademar Olivera en 1983, y el reconocimiento como Estado, a partir de las convenciones firmadas, de que el rol del Estado no es igual al de otros actores, junto a otros pasos en la política pública, no dejan equívoco sobre la responsabilidad en la garantía o violación de los derechos humanos por el Estado.
Quien asume una responsabilidad pública en un Estado democrático y garantista de derechos, como se autoproclama Uruguay, no puede o no debiera confundir, en un enfoque de derechos humanos, que la responsabilidad y rol del Estado no está a la misma altura de las acciones de personas y grupos en la sociedad, aunque estos trastoquen la convivencia.
El hecho de que a la fecha no hayamos logrado como sociedad y Estado saldar la memoria del pasado reciente, cerrando esta etapa de la historia, no habilita a todo relato. Si se quiere ser consistente con el enfoque de derechos humanos, si se quiere fortalecer la democracia y si se busca construir relatos integradores, no se podría desconocer que fue el Estado tomado por intereses autoritarios y no el conflicto social y la violencia de grupos escasamente armados los que originaron el peor violentamiento a las leyes, la Constitución y, sobre todo, a los derechos de los habitantes de nuestro país.
La democracia como sistema político y social es dinámica en su fundamento de convivencia, tanto en su acumulación virtuosa como en su cuestionamiento. El dinamismo de la democracia encuentra garantías en la pluralidad, pero también en asumir y procesar los conflictos que la hacen efectivizarse en la medida que permiten visibilizar las relaciones desiguales de poder, no sólo en lo político, sino en lo social y económico. Por tanto, el conflicto es connatural a la democracia y debería ser hilo conductor de análisis del presente y del pasado reciente, y sobre todo de cómo ampliaremos y consolidaremos la democracia hacia el futuro.
Mirar el pasado y leerlo como comunidad nacional reconciliada pasa por asumir que el Estado debe ser garantista de derechos para todas las personas y que no se puede seguir aceptando que quienes cometieron delitos de lesa humanidad no tengan dentro de todas las garantías la condena acorde al atentado estructural que realizaron contra la democracia. Que sin verdad y justicia no hay reconciliación posible, porque si no todo daría lo mismo. Y ello no es venganza, es pretender ser tratados igual ante la ley.
Hoy como ayer, pretender resolver los conflictos de la democracia con el control, la penalización de la protesta social o la justificación de la ruptura democrática es no asumir que el conflicto es inherente a ella, y que ante las crisis lo que hay que ampliar es la propia democracia, no cercenarla. Las crisis de la democracia se resuelven con más democracia.
Nelson Villarreal Durán es docente e investigador de la Universidad de la República y fue secretario de Derechos Humanos de Presidencia