Además de lidiar con los poderes fácticos, el nuevo gobierno chileno debe salvar el proceso del estallido social y mitigar la chance de que Boric se convierta en el presidente que le entregue el poder a la ultraderecha o a un auténtico outsider dentro de cuatro años. Por los desafíos planteados, la presidencia de Boric debe asumirse como un gobierno de transición más que como un gobierno de transformación.
La elección de Gabriel Boric como presidente de Chile se produjo tras 16 años de alternancia entre los liderazgos de Michelle Bachelet y Sebastián Piñera, cuya acción de gobierno terminó vaciando de legitimidad a las dos coaliciones que dominaron la transición chilena: la Concertación (centroizquierda) y la Alianza por Chile (centroderecha).
Ambas coaliciones se quedaron, por primera vez desde la restauración democrática, sin opción propia en la segunda vuelta presidencial del 19 de diciembre pasado. Paradójicamente, la elección que deja desahuciados a ambos actores de la transición terminó jugándose en la oposición entre “pinochetismo” y “comunismo”, reviviendo en la puja electoral el viejo clivaje del plebiscito del Sí y el No. La adhesión a Gabriel Boric puede entenderse como una mezcla de rechazo al pasado pinochetista encarnado por José Antonio Kast, pero también como una apuesta a futuro. Desde esa perspectiva es también y en buena medida el voto del “apruebo” a la Convención Constitucional.
Apruebo Dignidad, la coalición entre el Frente Amplio, el Partido Comunista y otras fuerzas menores, posee hoy tres ventajas sobre las destartaladas fuerzas políticas tradicionales. Primero, sintoniza muy bien con el clima de época caracterizado por un Chile feminista, verde, joven y más justo. En segundo lugar –aunque no sin contratiempos importantes en términos de su relación con los movimientos sociales y con grupos de izquierda más extremos durante estos últimos años–, el Frente Amplio logró erigir a Boric como intérprete legítimo de la demanda por transformaciones sociales que son a la vez profundas y graduales. En tercer término, Apruebo Dignidad posee hoy un enorme capital de liderazgos jóvenes, pero ya fogueados, capaces de consolidar el proceso de cambios en próximas elecciones (Camila Vallejo, Izkia Siches, Karol Cariola, Giorgio Jackson y una serie de figuras recientemente electas en las alcaldías y la Convención Constituyente).
Apruebo Dignidad no tiene enfrente otra coalición con un capital político y una épica semejante. La sincronía entre el tiempo social y el tiempo biológico también corre a su favor.
Durante la campaña Boric desplegó características personales que, aunque son genuinas, eran desconocidas para el grueso de la ciudadanía. A pesar de su juventud, su liderazgo parece desfasado de una época en que predominan narcisistas y mesiánicos. Se trata de un líder auténticamente dispuesto a dudar de sus certezas, a pedir perdón, a abrir diálogos incómodos e improbables, con todos. Es también alguien que entiende que su suerte dependerá de poder persuadir a quienes hoy le temen. Tal vez sólo intuitivamente, pero en base a esa personalidad, Boric ha ido consolidando la capacidad de transmitir que se puede dialogar y negociar con quienes hay que hacerlo, sin necesariamente arriar principios ni el compromiso con los cambios que el grueso de la ciudadanía espera. En un clima social en el que predominan visiones moralizantes de la política y sus actores, esa capacidad también es inusual. El nítido contraste entre el liderazgo de Boric y la figura presidencial de Sebastián Piñera le garantiza, al menos por un tiempo, un piso casi automático de popularidad y adhesión.
A pesar de todos estos activos, el gobierno de Boric será dificilísimo. La dificultad no deriva de la “radicalidad” de la demanda ciudadana, como afirma el latiguillo de una derecha desnorteada (la gente entiende que los cambios no serán inmediatos, pero la élite chilena parece seguir sin comprender que en política lo simbólico importa tanto o más que lo estrictamente material), sino de otras características de Apruebo Dignidad y del contexto que enfrentará el gobierno.
Más allá de sus fortalezas relativas, en términos de su estructura política, Apruebo Dignidad tiene las debilidades propias de un sistema de partidos socialmente desarraigado. Con algunas excepciones puntuales, sus liderazgos son mucho más de aire que de tierra y carecen de capacidad para vertebrar y canalizar intereses y conflictos que hoy cruzan a la sociedad chilena. Aunque pueden generar palizas electorales, como la que acabamos de ver en Chile, los liderazgos sustentados en el aire son por definición evanescentes. Más aún, cuando una fracción no despreciable de sus votos fueron más anti-Kast que pro-Boric. A su vez, Apruebo Dignidad llega a La Moneda con una evidente escasez de cuadros propios para la acción de gobierno, por lo que deberá recurrir (evitando “contaminarse”) a cuadros prestados o a independientes con know-how sectorial, pero carentes de oficio político y de experiencia en la gestión del Estado. En términos económicos, al menos durante el primer año de gobierno, el país enfrentará un frenazo en su crecimiento, en un contexto de creciente inflación en que también cesarán los paquetes de ayuda social por la emergencia del covid-19. El gobierno también enfrentará una dura situación fiscal. En términos políticos, el resultado de la elección parlamentaria aumentó los niveles de fragmentación partidaria en el Congreso, ambientó niveles sin precedentes de recambio parlamentario y generó un empate en el Senado entre el bloque de centroderecha y el de centroizquierda. No hay mayorías automáticas para ninguno de los proyectos símbolo con los que Boric hizo campaña.
La economía política de esos proyectos de reforma también juega en contra. La construcción del imprescindible pacto social que se requiere para avanzar hacia un modelo de desarrollo que combine crecimiento económico, sustentabilidad medioambiental y un piso de derechos sociales garantizados supone amenazar a grupos de interés tan poderosos como miopes. El empresariado chileno, sus medios de comunicación y sus think tanks más influyentes sólo parecen vislumbrar dos escenarios posibles: o se mantiene “el modelo”, o Chile se transforma en Cuba, Venezuela o Corea del Norte. Si bien tras el estallido social de 2019 el sector empresarial hizo una leve autocrítica y generó algunas señales de apertura, su posición durante la campaña electoral refleja que, ante el primer desafío, su tropismo los domina al punto de nublar toda racionalidad. Lo que para empresarios extranjeros y prensa internacional era un liderazgo de extrema derecha, para buena parte de los locales aparecía como la tabla de salvación ante la “amenaza comunista”.
La intransigencia del empresariado chileno es lo que explica que ante un modelo que se quedó sin economía moral y sin enclaves institucionales (porque más allá de la Constitución aún vigente, los actores de la transición, así como sus repertorios y sus instituciones, son hoy inoperantes) sólo atine a buscar reimponer el modelo “por la razón o la fuerza”, mientras vocifera en sus medios contra la violencia y la anomia. Con su miopía a cuestas, el empresariado chileno no tiene, no obstante, contrapeso en cuanto a su poder estructural e instrumental en la sociedad. Los sindicatos están diezmados, mientras que las comunidades locales y la sociedad civil permanecen débiles y fragmentadas. Más allá de su precaria encarnación en la Convención Constituyente y en la adhesión que hoy genera Boric, los espasmos de protesta y la calle, no tienen ni orgánica, ni voceros legítimos, ni vínculo estrecho con la institucionalidad partidaria. En eso, Pinochet está más vivo que sus herederos.
La economía política asociada a los temas de orden público –un aspecto central en las preocupaciones ciudadanas– es también sumamente compleja. En este plano deben enfrentarse tres desafíos mayúsculos, parcialmente heredados de un gobierno que en los últimos dos años profundizó con su desidia cada problemática: el conflicto en la Araucanía, el avance del crimen organizado, la ilegalidad y la creciente informalidad, y la necesidad de conciliar el derecho a la protesta con el orden público. En esos tres ámbitos, la capacidad de coordinar y ejercer control civil sobre las fuerzas de orden es clave, así como lo es avanzar con la reforma de fuerzas policiales no sólo golpeadas por la violación de derechos humanos, sino también por escándalos de corrupción institucional. La capacidad de reconstituir el orden público depende entonces de lograr articular una reforma exitosa que limite la autonomía de las fuerzas de orden de las que simultáneamente depende solucionar (o seguir deteriorando) los problemas que angustian a la ciudadanía.
El gobierno de Boric también debe evitar que la elección del año próximo se transforme en un plebiscito sobre el nuevo gobierno o sobre la figura presidencial.
Aunque pese, la presidencia de Boric debe asumirse como un gobierno de transición más que como un gobierno de transformación. El objetivo central del primer año de gobierno debe ser el éxito del proceso constituyente. Ese éxito requiere dos condiciones: garantizar la autonomía de la Convención y brindarle apoyo al proceso. La autonomía es necesaria porque el proyecto de Constitución no puede ser meramente el de Apruebo Dignidad y el de sus socios cercanos, sino que debe representar, convocar y dar garantías a una amplia mayoría de la ciudadanía. La Convención también debe tener claridad al respecto, asumiendo su autonomía frente al poder constituido. El apoyo institucional es imprescindible para que la Constituyente logre culminar con éxito su proceso, lo que implica también organizar un plebiscito de salida en el que el voto será obligatorio. Los problemas con el transporte público vividos durante la elección del domingo, en el contexto de una elección con voto voluntario en que participó solamente 55% de los habilitados (pese a que se superó en ocho puntos la participación de la primera vuelta), simbolizan el tenor de ese desafío.
El gobierno de Boric también debe evitar que la elección del año próximo se transforme en un plebiscito sobre el nuevo gobierno o sobre la figura presidencial. Usualmente se dice que el gobierno debe acometer rápidamente las reformas centrales de su programa, durante la luna de miel. No es lo que conviene, me temo, al gobierno de Boric. Si su popularidad cae rápidamente al intentar aprobar reformas que asusten a los “fácticos”, es bien probable que el debate constituyente se contamine (es evidente que los grupos de poder cuentan con recursos más que suficientes con que instalar climas de opinión que cristalicen ese escenario), al punto de arriesgarlo. El riesgo será aún mayor en un contexto de recesión y estancamiento económico como el que se vislumbra para 2022.
Incluso resultando exitoso, el proceso constituyente es necesario pero no suficiente para solucionar los problemas que hoy enfrenta Chile. Por esa razón, las virtudes del liderazgo presidencial deben volcarse, desde el primer día, a ambientar un proceso amplio de negociación y concertación social en torno a un nuevo modelo de desarrollo, capaz de sentar las bases para un crecimiento económico compatible con los derechos que serán incorporados a la nueva Constitución. Antes que comenzar por promover reformas sectoriales, el gobierno de Boric debe ambientar un proceso de concertación social amplio sobre un nuevo modelo de desarrollo para Chile. Ese modelo, que deberá contar con una base amplia de apoyo político, podrá aterrizarse en un segundo tiempo con reformas sectoriales clave.
En otras palabras, más que enviar proyectos de ley al Parlamento en torno a políticas sectoriales específicas (impuestos, salud, educación, pensiones, políticas de cuidado), se requiere sentar a la mesa actores que en Chile no están acostumbrados a negociar.
Así, durante el primer año y mientras se discute (y eventualmente aprueba) el nuevo texto constitucional, la negociación de un nuevo modelo no debe hacerse en clave parlamentaria ni sectorial, sino mediante un proceso de concertación social que incorpore un conjunto amplio de actores e intereses.
El nuevo gobierno debe asumir desde el primer día la importancia de la administración e implementación de las políticas públicas. Cuando consultamos a la ciudadanía sobre sus demandas respecto de la Convención Constituyente, quienes se encuentran en posiciones socialmente más precarias usualmente refieren a problemas que afectan su vida cotidiana. Esos problemas tienen relación con déficits de implementación de políticas públicas (colegios para sus hijos, acceso a médicos especialistas, problemas barriales o de índole municipal, el abandono por parte del Estado y sus representantes en términos de su presencia territorial y acceso). En el corto plazo, mitigar una buena parte de estos problemas pasa más por establecer mecanismos de articulación, coordinación e implementación (son problemas de “última milla”) que por reformas legales o constitucionales. En suma, se puede avanzar bastante en solucionar problemas centrales para la vida de la gente mediante una buena administración. Elegir muy bien quiénes, con qué criterios y con qué competencias administran y coordinan políticas sectoriales constituye por tanto un desafío relevante. No contar con cuadros propios suficientes abre una oportunidad para elegir bien, pero también genera el riesgo evidente de no conocer bien a quien se está reclutando.
El Frente Amplio y sus partidos enfrentan también un desafío inmenso. Cuando las fuerzas políticas llegan al gobierno, usualmente desatienden la relación con la ciudadanía para volcarse de lleno a la acción de gobernar. El Frente Amplio no sólo debe contribuir a la acción de su gobierno, sino que sus partidos, con independencia del gobierno, deben construir una relación que nunca han tenido con sectores amplios de la ciudadanía chilena. Sólo mediante esa articulación política podrá institucionalizarse la frágil y tentativa adhesión lograda el 19 de diciembre. La continuidad del proyecto depende de dicha institucionalización.
La suerte del gobierno también dependerá, finalmente, de lo que tenga enfrente. La derecha deberá administrar una derrota costosa. Con contadísimas excepciones, tras la primera vuelta, quienes hicieron gárgaras durante años con la centroderecha, la derecha liberal y la derecha social abrazaron pragmáticamente a un liderazgo retrógrado y carente de profundidad en términos de su proyecto de país. Reconstituir la credibilidad de un proyecto de derecha comprometido con la democracia es clave, no sólo para ella misma, sino para la estabilidad institucional. Pero hoy carecen de liderazgos que puedan hacer ese tránsito rápidamente. Quien abrace la autocrítica y entienda que es necesario participar constructivamente en la negociación de un nuevo Chile podrá eventualmente erigirse como puntal de una derecha democrática. El gobierno de Boric tiene la posibilidad de habilitar esa opción, abriéndose también al diálogo y a la negociación con las fracciones constructivas de la oposición. Eso pavimentará además el camino a las mayorías parlamentarias de las que hoy carece para aprobar proyectos clave. La alternativa para la derecha es desarrollar una estrategia de oposición sin concesiones, apostando al desgaste de un gobierno que la tendrá muy difícil. Esa bien podría ser también la estrategia que asuma Kast. Y podría terminar siendo una estrategia exitosa para ganar la próxima elección. Si Kast o cualquier equivalente funcional a su liderazgo logran el objetivo, Chile habrá perdido la última oportunidad en mucho tiempo para intentar el desarrollo y fortalecer su democracia.
Artículo publicado originalmente en Nueva Sociedad.