Una conocida máxima indica que si los resultados no son los esperados, deben cambiarse las formas de hacer. En los últimos tiempos este tipo de razonamiento se expandió notoriamente en el debate sobre la seguridad pública. La derecha política en su rol de oposición jugó un papel clave para que ello sucediera: polarizó el discurso, vació de contenido la discusión y culpó al Frente Amplio de todos los males. Al llegar, barrieron con todo sin miramientos. Con ello eliminaron la posibilidad de continuar aquellas cosas que valía la pena continuar y contribuir a la construcción de una política de Estado en este tema. Como era esperable, al restablecerse los niveles de movilidad previos al inicio de la pandemia, la inseguridad en las calles volvió a niveles tan negativos como antes. Pero –lamentablemente– hoy estamos en peores condiciones para buscar soluciones.

Ya no somos aquella sociedad hiperintegrada y amortiguadora de conflictos que fuimos y que forjó buena parte de nuestra identidad nacional. La presencia cotidiana y creciente de la violencia, el crimen y la fractura social nos interpela con particular intensidad desde la crisis de 2002, cuyos efectos económicos y sociales nos visitan a diario.

Con el cambio de gobierno, irrupción de la pandemia mediante, otras angustias, principalmente las económicas, mitigaron de forma transitoria su intensidad.

Pese a ello, la instalación de la inseguridad en la cumbre de las preocupaciones sociales ha sido un fenómeno estructural, nítido y con bases reales desde hace años. A lo largo de ese proceso, las expectativas depositadas en el sistema político como constructor de soluciones se ha ido tensando, generando un terreno fértil para discursos que, lejos de la construcción de diagnósticos claros y respuestas que aborden el tema en su cabal complejidad, se llenaron de oportunismo político y apelaron al miedo como catalizador.

Apostar todo a la grieta

La narrativa del actual oficialismo, mientras fue oposición, fue virando hacia un discurso cada vez más virulento, que atribuía al gobierno frenteamplista y sus políticas sobre justicia y seguridad toda la responsabilidad por el incremento en los delitos. Se apostó a instalar la grieta. Para ello, no podían existir matices ni lugar para la reflexión colectiva. Todo lo que se hacía estaba mal y había que cambiarlo.

Y para que ese relato fuera más efectivo, había que forzar la interpretación de la realidad. Frente a una incautación importante de drogas ilegales, la derecha afirmaba que vivíamos en un narcoestado y que nuestras fronteras eran un colador. Si aumentaban las rapiñas, el gobierno frenteamplista era el culpable por haber priorizado la agenda de los derechos humanos y dejado de lado el fortalecimiento del ejercicio de la autoridad. Si crecían los homicidios, exigían militarizar la seguridad y equiparar las penas de los adolescentes a las de los adultos. Todos los esfuerzos se dirigían a aislar al gobierno de la sociedad, atizar el miedo y prometer soluciones directas, rápidas y efectistas.

Finalmente, la gente quiso cambiar. El argumento central fue el esperado: lo que no está dando resultados hay que modificarlo, en algunos casos con mucho convencimiento, en otras sólo con el pretexto de que hay que probar otra cosa. El cambio llegó con la actitud de barrer. Cambiar sin criterio. Dejar atrás lo anterior e instalar lo nuevo, lo que en buena medida implicó restaurar lo viejo.

El gobierno se concentró en generar hechos y señales con el objetivo de exhibir un Estado que sale al combate, sin miramientos, para derrotar al enemigo que nos acecha. Acá no podía haber matices ni filtros: todo lo anterior estaba mal porque, para ellos, esa era la causa de todos los problemas. Sin importar el tema de fondo y sus posibles soluciones, lo central fue matrizar en la población la idea de que la izquierda es incapaz de garantizar la seguridad pública.

Escoba nueva barre con todo

De este modo, se exilió a figuras clave de la Policía Nacional: profesionales honestos, comprometidos y muy bien formados. Se llegó al extremo de legalizar y promover la vuelta a servicio de funcionarios retirados. Así se barrió con la reforma del código procesal y sus componentes modernos de justicia restaurativa y gradualidad en las sanciones penales. Así se eliminó la administración profesional del sistema penitenciario, cuya elaboración fue encomendada a cuadros técnicos de prestigio, y con una buena dotación de operadores penitenciarios civiles capaces de implementar acciones socioeducativas. Así se desvirtuó la ley de procedimiento policial y se buscó cada resquicio posible para aumentar la discrecionalidad en los procedimientos de control de la población. Así, aunque los indicadores mostraban un descenso histórico de la criminalidad juvenil, se volvieron a instalar duras penas de privación de libertad para adolescentes.

Ese fue el criterio: mostrar que barrían con todo lo anterior. También, que los restauradores traían la paz social junto con la restitución de la autoridad –supuestamente perdida– y la eliminación de las políticas equivocadas (todas), aunque muchas de ellas estuvieran alineadas con los más altos estándares internacionales y fueran reconocidas por los más prestigiosos referentes de la criminología.

El hacinamiento y la violencia en las cárceles están rompiendo récords históricos; los casos de mala administración y acusaciones de corrupción en la Policía se han hecho permanentes.

Barrer con todo tiene varios problemas. El primero y más evidente es que elimina de raíz la posibilidad de contar con políticas de Estado basadas en amplios consensos. El segundo problema es que –seguramente– la actual estrategia no logre mejorar los indicadores, o peor aún, acentúe el deterioro.

¿Qué tal si una buena parte de los componentes de la anterior política de seguridad eran mejores y debían ser conservados? ¿Qué tal si algunos de ellos solamente necesitaban mayor tiempo y persistencia en su aplicación para mostrar mejores resultados?

Todo indica que nadie en el gobierno se hizo ni se hará estas preguntas. Si las cosas van mal, es altamente probable que la respuesta sea que hay que profundizar el camino elegido, que la oposición se dedica a obstruir al gobierno o que la herencia recibida era demasiado pesada. Lamentablemente, la práctica muestra que no cederán un milímetro a reconocer que las políticas que apuestan todo al endurecimiento penal, la masificación del encarcelamiento y la falta de contrapesos a la acción policial han fracasado rotundamente en el mundo. Ya se lo han dicho en el Parlamento notables figuras de la academia, organismos especializados y el propio comisionado parlamentario para el sistema penitenciario. Pero es más fácil polarizar que construir.

No pasaron dos años desde que asumió el nuevo gobierno y los síntomas de agotamiento son notorios. El hacinamiento y la violencia en las cárceles están rompiendo récords históricos; los casos de mala administración y acusaciones de corrupción en la Policía se han hecho permanentes. Por su parte, pasadas las restricciones de movilidad ocasionadas por la crisis de la covid-19, el incremento en la violencia criminal vuelve a romper los ojos y se refleja en las últimas cifras que el gobierno se esfuerza por disimular.

La situación de inseguridad es cuando menos tan negativa como antes, pero la situación institucional y política es críticamente peor.

En este escenario cuesta mucho ser optimistas, porque el programa a aplicar es solamente el que se plasmó en la ley de urgente consideración (LUC), y no hay más que eso. Tampoco hay voluntad de dialogar con la oposición para encontrar alternativas. El gobierno está obsesionado con su propio relato y con ensanchar la grieta, transmitiendo que sólo ellos tienen la convicción y el compromiso de combatir el delito y que cualquier otro cambio implicaría volver a políticas fracasadas.

En el referéndum de marzo se dirimirán mucho más que dos modelos de seguridad pública. En la medida en que se logre poner freno a una forma de hacer política que está erosionando las bases de nuestra convivencia en democracia, podremos reinstalar el debate de las propuestas que recojan la mejor evidencia disponible, hagan una lectura adecuada de los aciertos y errores de lo hecho hasta el momento y se elaboren con la vocación de construir los amplios consensos que estos temas requieren.

Diego Olivera fue secretario general de la Junta Nacional de Drogas y es senador suplente por Fuerza Renovadora, Frente Amplio.