Se acerca el regreso a las clases, y como médico psiquiatra pediátrico y médico pediatra, pienso en los beneficios de esta situación y en la necesidad de la presencialidad a sabiendas de que la escuela uruguaya posee desde siempre las herramientas para el desarrollo de un adecuado aprendizaje tanto en lo cognitivo como en el desarrollo integral del niño.

Pensar en el regreso a la normalidad escolar una vez que la pandemia haya llegado a su fin es complejo y difícil. Seguramente habrá que inventar una nueva forma de vivir, hay más virus para atacarnos. Sin embargo, lo que suceda dependerá de lo que estemos haciendo ahora y esto no solo refiere a la emergencia sanitaria. Evitar entrar en una era poshumana con todas las medidas de confinamiento, del control digital, etcétera, será tal vez el desafío más grande que tengamos que plantearnos como sociedad.

Conocemos poco del virus, tal vez algo de su estructura génica, pero seguramente menos de sus repercusiones emocionales. Hemos aprendido que nos aísla y nos vuelve más individualistas, poniendo en el centro de la cuestión la propia supervivencia.

Estamos actualmente atravesados por la pandemia que trae aparejado el confinamiento, el aislamiento, un tiempo que carece de armazón, de un encuadre, de estructuras que permitan y habiliten el encuentro con otro, con el rostro del otro. Esta es una nueva era, la era de la virtualidad en las escuelas como principal medio de socialización y aprendizaje, como forma de mantener al sistema funcionando. La pregunta es: ¿a costa de qué? No incorporar los valores que se aprenden en el encuentro, en ese encuentro con la otredad, nos aleja de la posibilidad de construir un yo propio, volviéndonos más individualistas y narcisistas.

Es verdad que vivimos en la era de lo digital, de la inmediatez, donde lo que vale es estar conectados, estar en la red. La búsqueda de la mirada del otro, un otro invisible, anónimo, sin presencia, sin contenido, donde lo que nos da valor son los “me gusta”. “En esa sociedad del “me gusta” todo se vuelve complaciente, incluso el arte. Como consecuencia de esa sobreexposición nos vemos expuestos psicopatológicamente, entre otras cosas, a una mayor vulnerabilidad, fragilidad, afectación del estado de ánimo, afectación del control de los impulsos, desregulación emocional, falta de empatía. Es decir, un sinnúmero de nuevos problemas se agudizan, emergiendo nuevas patologías. Estar las 24 horas visibles y conectados desborda la posibilidad de procesamiento de información, y sobre todo en un cerebro en desarrollo como el del niño.

Recordemos que en la etapa escolar el niño comienza a pensar en forma más lógica, para hacer sus propias inferencias sobre sucesos y realidades. El niño suele tener limitaciones con los conceptos hipotético-deductivos, aun en vías de desarrollo. En esta fase que Jean Piaget denominaba “de operaciones concretas”, los niños empiezan a ser menos egocéntricos y comienzan a entender que sus pensamientos son solamente para ellos y que no todo el mundo necesariamente los comparte. Así también, sus sentimientos y opiniones recién comienzan a adquirir los conceptos de conservación de la materia por los cuales son capaces de hacer inferencias. Esto se debe a que sus conocimientos se han organizado en estructuras más complejas, lo que forma parte de su proceso de desarrollo. Este proceso se realiza paso a paso, adquisición sobre adquisición, y el mejor escenario para estos logros está en el aula y en el vínculo empático con sus pares y con el maestro.

Instrumentos de la inteligencia, como por ejemplo los que nos proporcionan las funciones ejecutivas propias de lo humano, que suceden en el lóbulo frontal en su etapa filogenética más reciente, nos permite una organización funcional básica y avanzada de las funciones cognitivas y conductuales. Estas funciones se educan y se fortalecen en las prácticas rituales, la repetición y el recuerdo, que también fortalecen la construcción del sujeto. En este sentido, y una vez más, el ámbito escolar es un lugar de privilegio para su desarrollo.

La presencialidad escolar define hábitos y costumbres, y, sobre todo, rituales. La percepción simbólica de los rituales a través de la interacción con la escuela organiza la psiquis. El niño puede percibir lo duradero, le otorga permanencia en el mundo y también lo libera de la contingencia. Poder dedicarse a los rituales nos lleva a olvidarnos del “sí mismo”, nos permite el encuentro con el otro y no solo con la imagen especular como en el mito de Narciso.

En esta misma línea, los rituales generan comunidades de resonancia y despejan al yo de la carga de sí mismo. Es de pensar entonces que el niño se desenvolverá en un orden donde cabe más la posibilidad de menos sentimientos de tristeza, de baja autoestima, de depresión.

Debemos pensar la escuela uruguaya como un lugar de protección, de encuentro, de ventana que nos habilita a conocer un mundo. Un mundo que para ser aprehendido por los niños necesita de figuras de referencias, de los maestros como modelos insustituibles que enseñarán y habilitarán la posibilidad maravillosa de la escucha, del desarrollo de la espera. Escuchar no es un acto pasivo, tengo que dar la bienvenida al otro, es decir, tengo que afirmar al otro en su alteridad. En una sociedad como en la que vivimos hoy, vemos cómo “la escucha” se va perdiendo ante la creciente focalización en el ego y el progresivo individualismo, como sostiene el filósofo surcoreano Byung-Chul Han. Bajo esta concepción, la presencialidad se vuelve casi esencial.

La cultura del “me gusta” rechaza toda posibilidad de experiencia, de contacto, de encuentro, no deja lugar a la conmoción que se provoca en la experiencia del encuentro, y quien pretenda sustraerse por entero de esa posibilidad no experimentará nada. El mero “me gusta” es el grado absolutamente nulo de la experiencia, quedando expuestos por consecuencia a la formación de una sociedad individualista, llena de singularidades, de narcisismo.

Ese “escuchar” del que nos habla Han sucede en la escuela. La maestra primero escucha de forma activa; recibe la información que trae el otro, la enaltece, trata de entender lo que dice el niño. Este arte es la interacción de mecanismos simples y complejísimos. A la vez, “escuchar es prestar, dar, un don; es lo único que ayuda al otro a hablar”. Sí, escuchar es lo único que hace que el otro hable. La maestra ya “escucha al otro antes de que el otro hable”, la escucha invita y esto sólo sucede en ese templario que es la escuela, como afirma Han.

Es interesante recordar algunas de las conceptualizaciones introducidas por Lev Vigotsky en 1931, cuando nos hablaba del concepto de “zona de desarrollo próximo”, al que definía como “la distancia entre el nivel de desarrollo real determinado por la resolución independiente de problemas y el nivel de desarrollo potencial determinado mediante la resolución de problemas bajo la guía de un adulto en colaboración con otros más capaces”, situación que también comienza con la escucha. Este concepto, junto con la escucha, sirve para delimitar el margen de incidencia de la acción educativa.

El tiempo que vivimos sólo puede ser presente. Un presente en el que pareciera que viramos hacia la virtualidad en las aulas, en el que el valor de la presencialidad queda relativizado. En esta era posmoderna vemos cómo incluso el sujeto según algunos autores tampoco existe (Michael Foucault), no hay sustancia, sólo formación de sujeto o aún menos, sólo hay información del sujeto, perdiéndose paradójicamente subjetividad y mismidad. En este presente, en el que valores como la verdad están relativizados y esta queda en el plano de una relación entre dos premisas, y el absoluto no existe, debemos hacer el ejercicio de pensarnos, de repensarnos, de deconstruirnos.

Este enfoque nos permite hacer una defensa de la diferencia. Pongamos puntos de anclaje, apostemos a seguir cimentando lo ya hecho en la historia de la escuela y devolvamos solidez a la institución escolar. La presencialidad se impone; el pasado existe, y cada vez que se lo invoca es presente. Es importante sostener la historia de la escuela “como la de antes”.

Luis Kempner es psiquiatra infantil.