Estaba sentada en lo que trataba de ser un sector de prensa de un estadio, con varios varones al lado, por supuesto. Todo transcurría con normalidad, hasta que un comentario entre dos de ellos me paralizó. Quise pararme e irme, quise quedarme a explicarles qué significaba lo que habían dicho, pero no hice nada, porque si bien me dolió, lo dicho era normal.

Charlaban sobre los problemas por falta de tiempo: “Eso te pasa por no tener una mujer que te lave y te cocine”, argumentó uno de ellos, creyendo haber detectado la raíz de los problemas de su amigo.

Lejos de poder catalogarse como violento, más teniendo una mujer al lado, y de darse cuenta de que había sido muy desagradable, la remató: “Porque a una empleada doméstica no te da para pagar”. Mujer es sinónimo de empleada doméstica; tenga una o tenga la otra, su vida estará solucionada. Además, se habla de “tener una mujer” ‒pareja, compañera, novia o esposa‒ porque en algunas cabecitas rige la concepción de que las mujeres se tienen, de que somos objetos, y como tales podemos complementar la vida de alguien; así como un varón puede tener un auto, o un trabajo, puede “tener” a una mujer.

Lo “micro” también duele

Sin ahondar en qué concepto de “mujer” tienen algunas personas, vayamos al concepto de micromachismo. El término surgió en 1991 y lo propuso el psicólogo Luis Bonino Méndez para dar nombre a “prácticas que otros especialistas llaman pequeños actos de ‘tiranía’ y ‘violencia soterrada’”.

Se trata de esa violencia “oculta” a la que estamos acostumbrados, eso que siempre estuvo dentro de lo normal y que quizás muchas personas lo cuestionaron pero se sigue permitiendo, porque parece no afectar demasiado, y no es más que otra pata del patriarcado, que como tal, daña, lastima, incomoda y es el perfecto indicador de todas las demás formas de violencia.

La caballerosidad, por ejemplo: dejar pasar primero a una mujer, que el varón tenga la obligación moral de pagar. Los roles de género en cuanto a las tareas del hogar, la conformación de los cargos de poder, e infinidad de cuestiones que fueron invisibilizadas desde siempre y a las que hoy el feminismo les pone la lupa encima.

Todos los días, en todos los ámbitos

Estaba sentada en la casa de un familiar. Hablaban de que un jugador de fútbol era problemático y generaba discusiones con sus compañeros. “Es peor que una mina”, lanzó uno de ellos al medio de la mesa y me cayó a mí, justo en la mitad del pecho, generándome rabia, ira, angustia. Mientras en otro lado se escuchaba un “¿machista, yo? Si ayudo a mi novia en la casa”. Lo dijo un adulto al que de niño le dijeron “no llores como una nena”, “jugá como varón”.

En la Facultad de Psicología de la Universidad de la República se define los micromachismos como “pequeños gestos, actitudes, comentarios y prejuicios que se manifiestan en lo cotidiano, contribuyendo a la inequidad y colocando a la mujer en una posición inferior al hombre en ámbitos sociales, laborales, jurídicos y familiares”.

Los micromachismos son una especie de violencia permitida y naturalizada. Sutiles, invisibles, camuflados, cada vez más latentes, más presentes, más molestos.

En otra ocasión, estaba cenando en un restaurante y al finalizar el mozo se dirigió a mi compañero para cobrarle, cuando iba a pagar yo. También lo vi cuando ingresé a un boliche sin abonar, mientras los varones pagaban, porque era noche de “mujeres free”; lo que vimos como una ventaja, ahora lo asumimos como violencia: cuando no pagas por el producto es porque vos sos el producto.

Escuché a alguien vendiendo un auto: “Este es ideal para ella, porque es chiquito y entra en cualquier lado”, refiriéndose a que era fácil de estacionar, porque una mujer siempre maneja mal.

Esas “pequeñas” cuestiones, que no se ven como agresiones, lo son. Los micromachismos son una especie de violencia permitida y naturalizada. Sutiles, invisibles, camuflados, cada vez más latentes, más presentes, más molestos, porque muchas y muchos decidimos deconstruirnos, y aunque se trate de un proceso lento y doloroso, la perspectiva que se genera del mundo cuando decidís replantearte las formas con las que se construyó todo te abre los ojos con pinzas enganchadas en la cabeza y eso duele, a veces se torna infernal, porque todo molesta, y porque dan ganas de volver a la zona de confort, en la que no cuestionamos. Estamos atentas a todo, a cada palabra, a cada detalle, por lo que nos tildan de exageradas, cuando en realidad somos todo lo opuesto, porque todavía no prendimos fuego al mundo por ser asesinadas a diario sólo por ser mujeres.

Fiorella Rodríguez es periodista.