Me hice esta pregunta en este contexto en el que vivimos con protocolos, pandemia y teletrabajo (para quienes tienen y pueden hacerlo). En un momento de nuestras vidas en el que vemos y percibimos la amenaza de este fenómeno que no sabemos bien cómo se desencadenó, ni tampoco cómo ni cuándo va a terminar, si es que se termina. En momentos en que Uruguay transita esta emergencia, además de reflejarse en la sociedad el incremento del desempleo, de la falta de perspectivas sociales claras, cuando quienes trabajamos como personas asalariadas vemos que el dinero alcanza cada vez menos. Vemos también que las ollas populares tienen cada vez más dificultad para atender la emergencia alimentaria de miles de personas. Y vemos también cómo el pueblo organizado en sindicatos y movimientos se moviliza para promover una consulta popular (referéndum) sobre 135 artículos de lo que el gobierno conservador dio en llamar “ley de urgente consideración”. Al contextualizar parte de esta realidad también considero que me hago la pregunta a más de un año de que la población, por alrededor de 30.000 votos, eligió no dar continuidad a los gobiernos de la fuerza política de la que me siento parte. Una parte de la población prefirió cambiar.

Responder que sentirme frenteamplista es un sentimiento sería llevar las causas de mi adhesión a la misma lógica de sentirme parte de tal o cual equipo de fútbol o de cualquier otra fuerza política del país. Pero no es una motivación afectiva hacia tal o cual forma organizativa política, o a los colores, o a quienes coyunturalmente ocupan cargos y responsabilidades políticas; eso sería tener amor por una herramienta y un mecanismo. Sería como un amor entregado a lo instrumental de un colectivo o a un producto de moda. Una forma de sentimiento interesada.

Sentirme del Frente Amplio es sobre todo sentirme del lado de quienes quedan con la peor parte de la historia cotidiana, producto de las lógicas de injusticias sociales que vivimos. Caben en toda esa idea las desigualdades de oportunidades, las inequidades basadas en el género, la etnia, la edad o el contexto de capital social en el que cada ser humano transita. Es reconocer que me revuelve las tripas de asco ver que no se modifiquen contextos de situaciones extremas que violentan a cada segundo la vida de niñas, niños, jóvenes y personas de diversas edades o identidades de género, o que vivan alguna situación de discapacidad, al tiempo que se mantienen privilegios para algunos sectores de la población. Es saber que cortando por la mía no se cambia nada.

Sentirme frenteamplista también es haber aprendido (por mi edad) que durante los gobiernos de blancos y colorados la cosa nunca mejoró. Se perpetuaron privilegios y se buscó sacar del control del Estado todo aquello que genera ingresos al país y que luego se puede invertir en vivienda, salud, educación, trabajo, alimentación, recreación, cultura y acceso a derechos para amplios sectores de la población, sobre todo para los que menos posibilidades tienen. Esa fue la tónica sobre todo en el gobierno del papá (Luis Alberto Lacalle de Herrera) del actual presidente (Luis Lacalle Pou). Hoy parece que toca aprender a aprender.

Sentirme frenteamplista es querer tener una organización que se encuentre despierta, en alerta y junto a los y las más débiles. Y gente organizada que sepa que no hay márgenes para la especulación ni para los privilegios.

También a medida que el tiempo avanza aprendo que sentirme frenteamplista es saber que siempre tengo algo para aportar a algo mayor, a algo colectivo y que llega a mucha gente. Y que cuando nos organizamos podemos lograr objetivos que mejoren la vida de las personas, que podemos frenar y resistir aquello que sigue violentando la vida de la gran mayoría de la población. Y eso se aprende sólo si nos permitimos vivirlo, si nos animamos a hacer junto con otras y con otros.

Sentirme frenteamplista es antes que nada estar vigilantes al cuidado propio y ajeno, saber que nos movemos en la vida no para acumular cosas, ni plata, ni estatus, sino para mejorar lo que es para todos y para todas. Ahí está el principio ético de sentirme, y ojalá sentirnos, frenteamplistas. No son los colores, ni quiénes ocupan cargos o son figuras de turno; la ética frenteamplista es sabernos responsables de transformar la forma de vida sobre una base de justicia social, para que podamos desarrollarnos con la mayor potencialidad y plenitud posibles. Para que todas las vidas sean.

Sentirnos frenteamplistas es exigirnos salir de la pasividad y la contemplación, es organizarse y luchar para seguir construyendo esperanzas y realidades. Es tener memoria y exigir justicia, sabiendo que hay delincuentes del Estado libres por ahí, jubilados y bien cómodos.

Sentirme frenteamplista es querer tener una organización que se encuentre despierta, en alerta y junto a los y las más débiles. Y gente organizada que sepa que no hay márgenes para la especulación ni los privilegios, porque miles y miles la sufren diariamente. Salud en estos 50 años, Frente Amplio.

Sebastián Fernández Chifflet es presidente de la Comisión Nacional de Asuntos Sociales del Frente Amplio.