El 29 de enero, el fiscal de Corte, Jorge Díaz, presentó las estadísticas del sistema penal uruguayo actualizadas hasta diciembre de 2020 inclusive. En una conferencia de prensa, Díaz destacó el aumento de las imputaciones, en cuanto a cantidad objetiva de imputados y en cuanto a la eficacia en la imputación. A su vez, entre otras cosas, hizo una férrea defensa del sistema procesal penal que rige actualmente en nuestro país, despotricando contra quienes sostenían que este era más benigno con quienes delinquen. En este sentido, sostuvo que “en tres años de funcionamiento [del nuevo Código del Proceso Penal ‒CPP‒] se pasó de 11.000 personas privadas de libertad a la cifra actual”. La cifra actual, corresponde decirlo, asciende a 13.077 personas privadas de libertad, según las propias estadísticas presentadas por la Fiscalía.

A raíz de estas declaraciones, a este columnista le surgen algunas interrogantes a las que intentaré dar respuesta a lo largo de estas líneas: ¿Podemos evaluar como positivo un sistema acusatorio en función de las personas privadas de libertad? ¿Es acaso el sistema procesal penal uruguayo digno de ser celebrado?

Hoy nos encontramos con un proceso penal donde el Ministerio Público posee la dirección de la investigación, la que –en principio– será la base de lo que llevará a un eventual juicio para solicitar la aplicación de la pena establecida en la norma al sujeto que entienda responsable de su quebrantamiento.

Claramente, en un Estado de derecho, la aplicación de una pena a quienes incumplan las normas es una tarea necesaria, uno de los pilares que cimientan el mantenimiento del orden en una sociedad.

Ahora bien ¿resulta correcta la aplicación de la sanción –en su gran mayoría privativa de libertad– a toda costa? En otras palabras, en un Estado democrático de derecho ¿interesa solamente el quantum punitivo aplicado y el aumento en la cantidad de personas imputadas?, ¿o lo que realmente resulta relevante es contar con un sistema que respete a rajatabla todas las garantías que deberían aplicarse a todo justiciable en el curso de un proceso?

En las vísperas de la instauración del nuevo CPP, los penalistas nos ilusionábamos con un sistema que –en sus inicios y en las tintas– resultaba digno de entusiasmo. Claro, difícil no entusiasmarse cuando el anterior sistema que pretendía superarse en estructura y en garantías contaba entre sus múltiples sombras con expedientes reservados (tanto para la defensa de los imputados como de los denunciantes), un juez actuante que participaba –¡y dirigía!– la etapa de investigación y recolección de pruebas, siendo a la postre quien eventualmente debía revertir su propia decisión y argumentación para sobreseer o absolver, en que la prisión preventiva era preceptiva para los casos donde pudiera recaer pena de penitenciaría, etcétera.

Por otro lado, el cambio al sistema acusatorio planteaba y prometía un sistema completamente objetivo, donde el fiscal, respetando todas las garantías, comenzaba a investigar un sujeto, debiéndole intimar a este la designación de un defensor e informar exactamente y en detalle cuáles eran los hechos y probanzas que llevaban al Ministerio Público a entender su vinculación (normativa) con el hecho delictivo; donde la medida cautelar de prisión preventiva sería solamente de última aplicación, esto es, cuando, luego de una ardua argumentación del titular de la acción penal (Fiscalía), se lograra dejar en evidencia que ninguna de las otras medidas cautelares (cierre de fronteras, presentación ante la autoridad, prisión domiciliaria, etcétera) resultaban eficaces para mitigar los llamados riesgos procesales (a grandes rasgos: peligro de fuga, entorpecimiento de la investigación y seguridad de la víctima). Solamente en estos casos, en que se justificara la necesidad y proporcionalidad de la prisión preventiva, esta podría decretarse, en cumplimiento de la normativa internacional de derechos humanos ratificada por nuestro país.

Según lo que se nos presentaba, tendríamos un “juez de garantías” que velaría de forma intensa durante la indagatoria preliminar por el cumplimiento irrestricto de todas las formalidades y garantías que, en aras de proteger derechos, requería el novel Código. Posteriormente, durante ese mismo procedimiento penal, un nuevo juez –distinto al anterior, huelga decir– asumiría la tarea de decidir entre condenar (con su respectivo margen punitivo) o absolver, exigiendo un altísimo estándar probatorio a los efectos de lograr una certeza jurídica que le permitiera tomar su decisión jurisdiccional. Como solución alternativa al conflicto, se planteaban –en aquel entonces– los acuerdos reparatorios, la suspensión condicional del proceso, el principio de oportunidad, etcétera.

Necesariamente debemos acompasar el sometimiento de un sujeto a la Justicia con los principios constitucionales y los pactos internacionales que hemos ratificado.

Narrado sucintamente lo que prometía el nuevo sistema procesal, corresponde verificar la realidad actual. Nos preguntamos entonces ¿qué tenemos hoy en la práctica?, ¿cuánta coincidencia hay entre aquella panacea y la realidad diaria de los juzgados penales de nuestro país? Cualquiera que ejerza puede dar cuentas de un sistema en que la Fiscalía, con la mera enunciación de una supuesta evidencia, logra una formalización, donde basta con la mera mención verbal de un posible riesgo procesal para que –cuando no se configura una presunción normativa–1 el magistrado otorgue, sin mayor desarrollo argumental, la medida cautelar de prisión preventiva.

También, tal como nos demuestran las estadísticas, los sujetos no van a juicio; gran parte de los imputados –en su gran mayoría, por desconocimiento de sus derechos y sus posibilidades en un juicio– ceden ante la amenaza punitiva y dan una declaración de participación en el ilícito (proceso abreviado) a cambio de que el fiscal reduzca su pretensión punitiva en relación a lo que solicitaría en un juicio oral.

¿Cuál es el problema aquí? Que el fiscal –en función de los principios de proporcionalidad y culpabilidad– debería solicitar una pena acorde al grado de reproche que puede hacérsele al sujeto por no haber obrado conforme a la norma, conociendo su contenido y habiendo podido cumplirla. Y bajo ningún concepto el aumento de pena puede ser consecuencia de no haber aceptado firmar un proceso abreviado renunciando a las garantías de un juicio. Aclaro: comparto absolutamente la posibilidad de que el imputado, por medio de su defensa, pueda celebrar acuerdos con la fiscalía, pero lo que no debería operar –incluso desde una perspectiva moral y ética– es la amenaza de la solicitud de aumento desmedido de pena (contrario a varios principios fundamentales del derecho penal) como modo de sanción por haber aumentado el esfuerzo del Ministerio Público a raíz de no firmar una declaración de responsabilidad en el ilícito.

En casos de notoria relevancia pública, también se han verificado denuncias por parte de las defensas en relación a dificultades y bloqueo de acceso a las carpetas de investigación, ocultamiento de evidencias, violaciones al principio de objetividad, negativas a diligenciar evidencias de descargo, filtración de información personal de imputados, declaraciones a la prensa adelantando valoraciones condenatorias sobre individuos en estadios procesales de mera investigación, etcétera. En definitiva, muchas veces vemos en la práctica que algunos fiscales orientan su tarea a la obtención de una imputación, y no conforme al principio de objetividad que los debería regir.

Por otro lado, se ha venido perdiendo la discusión dogmática de fondo, sobre que los institutos propios de la ciencia penal son los que deben necesariamente sustentar una acusación, una defensa y –por sobre todas las cosas– una sentencia debidamente motivada. Parecería ser que esta tan fina disciplina como lo es la dogmática penal se termina perdiendo entre acuerdos abreviados y breves discusiones sobre cuestiones meramente formales.

Sumado a esto, existe un grupo de personas que ocupan cargos académicos que han pretendido instaurar un discurso según el cual aparentemente –según sus manifestaciones públicas– el derecho penal “moderno” no debería preocuparse tanto por la tutela de las garantías de los indagados (principios constitucionales que han llegado a catalogar de “eslóganes”) como por los derechos de las víctimas.

En opinión de quien escribe, tanto el camino por donde se viene desviando la aplicación del nuevo CPP como estos discursos legitimadores de eliminar o disminuir garantías van en completa y frontal oposición con lo que se pretendió en una primera instancia con el cambio de sistema procesal penal, y con un sistema judicial digno de un país defensor a rajatabla de los derechos civiles, políticos y sociales de sus habitantes como es Uruguay. En otras palabras, no es una coyuntura práctica digna de jactancia.

Bajo ningún concepto se puede legitimar ceder en garantías, permitir desviaciones normativas para obtener condenas y ceder en relación a los estándares mínimos probatorios, a los efectos de tener mayor eficacia en función del número de personas privadas de libertad.

Hace unos días se dio a conocer un índice de democracia en que Uruguay se posicionó en primer lugar en América Latina y 15º en el mundo. La noticia, como no podía ser de otra manera, nos llenó de orgullo. Ahora bien, desde mi rol de abogado defensor, concibo la aplicación del castigo penal como un suceso necesario en una sociedad democrática. Pero para esto –y sobre todo para poder jactarnos de ser una sociedad democrática y respetuosa de las garantías de todos los justiciables– necesariamente debemos acompasar el sometimiento de un sujeto a la Justicia con los principios constitucionales y los pactos internacionales que hemos ratificado. Si concebimos un sistema olvidando lo anterior, ya sea desde lo discursivo o desde la periódica cesión en términos de garantías, estaremos recorriendo un peligroso camino que un día, sin duda alguna, no nos permitirá seguir regodeándonos como una democracia plena.

Eduardo Sasson es abogado.


  1. A modo de ejemplo, el Nuevo Código del Proceso Penal, en su artículo 224.2, presume la existencia de riesgos procesales para los delitos de violación, rapiña, extorsión, secuestro, etcétera.