La covid-19 parece estar mostrando en Uruguay una cara que hasta ahora sólo veíamos en otros países. En otros momentos se podrán analizar las razones por las que no supimos aprovechar la experiencia de 15 meses de la pandemia en el mundo para evitar llegar a esta situación; eso lo harán analistas políticos y la propia ciudadanía. Pero el momento actual es de remangarnos todos para contribuir a salir de la encrucijada en la que nos encontramos lo más rápidamente posible y con los menores costos en vidas humanas y en impactos sociales y económicos. Ese es el objetivo de este artículo: analizar la situación, su posible evolución y sus causas y contribuir en la búsqueda de rápidas soluciones.
Lo peor está por venir
Insólitamente, Uruguay es hoy en día el país americano (incluyendo a Brasil y Estados Unidos) con mayor cantidad de casos nuevos detectados por día, según el promedio de los últimos siete días móviles; y esto a pesar de tener una tasa de positividad en sus test que oscila alrededor de 12%, muy lejos del techo sugerido de 4% para que no se escapen casos sin detectar. El número de casos nuevos viene creciendo exponencialmente, duplicándose cada 18 días desde comienzos de marzo. Es decir, de mantenerse esta evolución y si no hacemos nada para torcer esta tendencia, estaríamos llegando, en la semana posterior a Turismo, a tener días con 2.800 a 3.000 casos nuevos. Naturalmente, para poder diagnosticarlos a todos, será necesario contar con la posibilidad de hacer un número de test sustancialmente mayor al actual.
El número de fallecidos, en cambio, es independiente de la capacidad de testeos. Y la evolución de este número es mucho más preocupante porque crece más rápidamente que una exponencial: hoy estamos en un promedio semanal de 11 fallecimientos diarios, con un tiempo de duplicación que era de 15 días en los primeros días del mes, pero que desde el miércoles pasado parece haber disminuido a sólo 11 días. En otras palabras, de mantenerse la evolución actual, estaríamos llegando a días con 30 fallecidos en la semana posterior a Turismo, lo que representa una tasa por millón de habitantes comparable a la de Brasil.
Sin embargo, el número más significativo de todos es el número de camas de CTI ocupadas. Los detractores de la relevancia de la pandemia suelen argumentar que todos los años muchas más personas se contagian de gripe todos los días y que el número de fallecidos por otras causas es mucho más significativo que el de muertos por covid-19, y señalan incluso que podrían confundirse a los fallecidos por covid con los fallecidos con covid. Por eso, el único hecho realmente incontrastable que marca el impacto de esta pandemia es saber si el sistema de salud existente puede hacer frente al fenómeno. En el caso de la covid-19, la gran pregunta es si el sistema cuenta con un número suficiente de camas de CTI para todos los pacientes que la requieran.
En nuestro país, el número de camas de CTI requeridas por pacientes con covid-19 viene creciendo, también exponencialmente, a una tasa que tuvo un cambio brusco hace una decena de días y que hoy tiene un tiempo de duplicación de 12 días. Esto significa que, de mantenerse esta evolución, en medio de la semana de Turismo alrededor de 350 pacientes con covid-19 requerirían una cama de CTI. Esto, agregado a los 350 pacientes que demandan CTI por otras razones, llevaría la ocupación por encima de 85% de las camas disponibles; y cinco o seis días después se llegaría al 100%. Así de cerca estamos, si algo no cambia drásticamente en los próximos días. Peor aún, dado que el crecimiento es exponencial, aunque se generaran 100 camas nuevas, el límite sólo se retardaría cinco días más. Sin embargo, seguramente los problemas comenzarán mucho antes, dado que ya hoy tenemos departamentos con todas sus camas de CTI ocupadas; es el caso de Río Negro, por ejemplo, que tiene una tasa de personas cursando la enfermedad por millón de habitantes que triplica el promedio nacional y que ya se encuentra derivando pacientes de CTI a otros departamentos.
Naturalmente, están las vacunas. Luego de las demoras para que comenzaran a llegar y las serias dificultades que tuvo la gente para agendarse, la vacunación parece comenzar a avanzar a buen ritmo. Pero a pesar de ello, se van a precisar un par de meses para ver su efecto. Recordemos que 50% de los vacunados con Sinovac adquirirá la inmunidad unas seis semanas después de la primera dosis, mientras que el 50% restante, si bien tendrá un riesgo casi nulo de enfermarse gravemente, podrá contagiarse y, por lo tanto, seguir contagiando. Aún estamos a muchos meses de la inmunidad de rebaño.
El dilema del prisionero
El gobierno venía enfrentando la situación gracias al apoyo del Grupo Asesor Científico Honorario (GACH). Sin embargo, desde hace unos tres meses, esta modalidad parece no estar funcionando como todos esperábamos, dado que el gobierno parece no estar aceptando la evidencia de primer nivel que le ofrecen los científicos.
Para hacer “política basada en evidencia” no sólo se precisa la evidencia científica, sino que se requiere hacer política. Sin embargo, la línea conductora del gobierno sigue centrada en la imposición de un número mínimo de medidas restrictivas, muy inferior a las recomendadas por el GACH, confiando en que la ciudadanía sabrá interpretar la creciente gravedad de la situación para adoptar individualmente las medidas sugeridas.
Si esto sucediera, sería muy novedoso a nivel mundial. ¿Cuál es la razón por la que países como Alemania o Suiza, con una ciudadanía que asume sus responsabilidades colectivas, debieron imponer medidas restrictivas para frenar un contagio exponencial, en vez de confiar en la actitud individual? La respuesta también la da la ciencia a partir del llamado “dilema del prisionero”, un problema surgido en la teoría de juegos hace 70 años y que hoy es fuertemente utilizado en las ciencias sociales, particularmente en la economía. La base del problema es mostrar que dos personas pueden elegir no cooperar, aun cuando esto esté en contra del interés común.
En su formulación original, la Policía arresta a dos sospechosos de haber cometido juntos un crimen, aunque no tiene pruebas suficientes para condenarlos. Por separado, les ofrece a ambos el mismo trato: si uno de ellos confiesa pero su cómplice no lo hace, quien confiesa saldrá en libertad y su cómplice recibirá cinco años de prisión; si ambos confiesan, recibirán cada uno una pena de 3 años; y si ninguno confiesa, todo lo que podrá hacer es condenarlos a cada uno de ellos por un año. De las cuatro opciones de respuesta posible (A confiesa pero B no; B confiesa pero A no; ambos confiesan; ambos niegan), la optimización colectiva de la pena se alcanza cuando ambos se niegan a confesar y reciben sólo un año de prisión cada uno, o sea, un total de dos años-hombre. Pero la mejor solución individual es cuando uno traiciona a su cómplice: si el segundo no traiciona, el primero sale libre aunque la pena sumada de la pareja es de cinco años (0+5). Si el segundo también confiesa, el primero igual tendrá una pena menor que la que tendría si él niega pero su cómplice confiesa, aunque en este caso la pareja recibe la máxima pena sumada: 6 años-hombre (3+3).
El problema muestra que, en ocasiones en las que no tengo certeza de que todos mis socios van a cooperar conmigo, elegir de manera egoísta reduce costos individuales, aunque de esta forma no se logra la solución que optimiza la situación colectiva. A lo largo de las décadas, se ha comprobado que el dilema del prisionero se manifiesta en un sinnúmero de situaciones en diversas relaciones entre los seres humanos.
La respuesta individual para afrontar la pandemia es un caso paradigmático del dilema el prisionero: yo me cuido para cuidar a los demás, pero ¿cómo sé que los demás van a hacer lo mismo? Yo prefiero seguir con mis actividades usuales, ya sea porque me gusta ir a divertirme con mis amigos o, en una situación muy distinta, porque tengo que salir a la calle a ganarme el jornal del día para alimentar a mis hijos. Pero si yo me sacrifico y restrinjo mis actividades, ¿qué certezas tengo de que los demás también lo harán y de esta forma podremos frenar la propagación del virus, que es el objetivo común a alcanzar?
Esta incertidumbre lleva a buscar pistas sobre lo que harán los demás. Y cuando un ciudadano ve al presidente que, al día siguiente de cuestionar fuertemente “los asados entre 20 amigos”, se encuentra comiendo un asado con 140 personas, sentado en una mesa con una docena de ellas, se queda dudando sobre qué actitud asumir. O cuando ve imágenes del presidente de vacaciones en La Paloma en contacto con otras personas, recibe el mensaje de que movilizarse y seguir con la “vieja normalidad” está permitido. Que conste que no pongo en duda que el doctor Lacalle Pou haya tomado las providencias del caso en el asado ni me molesta que se vaya de vacaciones mientras su cargo se lo permita; sólo marco señales que pueden generar confusión en mucha gente.
El dilema del prisionero explica que gobiernos liberales, de países respetuosos de los derechos individuales, hayan debido imponer el cierre forzado de muchas actividades. Ya no imponen el confinamiento total como en los primeros meses, sino el cierre selectivo, pero forzado, de actividades que facilitan o promueven la movilidad urbana y los contagios.
Las perillas al mínimo y el Estado ausente
Más allá del dilema del prisionero, la estrategia de apelar a la responsabilidad individual adolece de otro grave problema, mucho más importante: la idea liberal de que todos y todas tenemos la capacidad de optar. Si esto ya resulta imposible en un contexto “normal”, se torna impensable en un contexto de crisis. Muchos compatriotas que viven en una situación límite, con un empleo precario o viviendo “al día”, no cuentan con la posibilidad de decidir si salen o no a generar un ingreso, ya que no siempre tienen la cobertura social necesaria. Por otro lado, muchos pequeños o microempresarios que no tienen espalda financiera suficiente para mantener abierto un negocio en condiciones muy diferentes a las previstas no cuentan con un margen de maniobra para seguir adelante. Muchos uruguayos y uruguayas, en suma, ya tienen sus perillas al mínimo y no tienen posibilidad de optar ante una situación de crisis.
El capitalismo comprendió hace ya más de un siglo que era un sistema excesivamente concentrador, y por ello se generaron los “estados de bienestar”, con sus diversas variantes en Europa Central, en los países del norte europeo, en Estados Unidos y en el este asiático; o la variante uruguaya del batllismo de José Batlle y Ordoñez. El principio del Estado como escudo de los pobres e igualador de oportunidades, aun en sus diversas variantes, fue la estrategia para evitar inequidades sociales intolerables.
El gobierno no ha tomado las medidas propuestas por el GACH que tendrían mayor impacto sanitario, sino sólo las que no tienen un costo económico o cuyo costo es mínimo.
Si el Estado resulta imprescindible en cualquier contexto, lo es muchísimo más en situación de crisis. En el contexto actual, los diferentes gobiernos del mundo han optado por inyectar cuantiosas sumas de dinero para que la economía continúe funcionando, para evitar que los sectores sociales con menos espalda caigan en la pobreza y que aquellos más vulnerables terminen en la indigencia. Incluso gobiernos de derecha y de corte netamente liberal han destinado porcentajes muy altos de sus presupuestos ante esta situación de crisis extrema. Francia, Gran Bretaña, Alemania y aun el Brasil de Jair Bolsonaro y los Estados Unidos de Donald Trump han inyectado montos extraordinariamente altos. Sólo el gobierno de Trump superó los tres billones (millones de millones) de dólares de ayudas económicas, una cantidad superior a 15% del PIB, entre marzo y diciembre de 2020.
Sin embargo, nada de esto está ocurriendo en nuestro país. Por el contrario, el Estado se sigue retrayendo en el peor momento. En relación al PIB, los montos inyectados hasta ahora son incomparablemente menores a los disponibilizados en las principales economías mundiales, en países gobernados por la derecha liberal. Nuestros montos también son menores que los de los países de América Latina.
En sintonía con lo anterior, el gobierno no ha tomado las medidas propuestas por el GACH que tendrían mayor impacto sanitario, sino sólo las que no tienen un costo económico o cuyo costo es mínimo: se aconseja a la gente que no realice reuniones de amigos en su casa, pero los bares y restaurantes siguen abiertos y se siguen realizando casamientos y fiestas en salones comerciales; se votan leyes conflictivas para impedir el derecho de reuniones en espacios abiertos, pero se permiten espectáculos públicos con 400 personas y todos los shoppings y locales comerciales, en espacios cerrados, continúan funcionando; se suspenden los partidos de baby fútbol infantiles, pero permanecen abiertos los clubes y gimnasios; en Rivera se cerraron los liceos, pero no los freeshops, que pueden traer la variante P1 de Brasil. Por otro lado, se otorgan apoyos minúsculos para los trabajadores informales que no tienen más opción que seguir saliendo a trabajar, se deja en manos de la gente el apoyo a los cientos de ollas populares, y se brindan apoyos totalmente insuficientes para las micro, pequeñas y medianas empresas en dificultades. Asimismo, en un mensaje incomprensible, se decreta la no obligatoriedad de la concurrencia a la escuela, cuando, precisamente en momentos de crisis, el principio vareliano igualador de oportunidades exige un mensaje claro y contundente. Y por último, insólitamente, se recorta el presupuesto de ciencia y tecnología, precisamente cuando la comunidad científica uruguaya está demostrando su relevancia y su compromiso con el país.
¿Cómo salimos de esto?
Se vienen tiempos muy difíciles. Por ello es necesario un fortísimo replanteo. Para poder encolumnarnos todos junto al gobierno, precisamos que este reconsidere la conveniencia de seguir aplicando, al menos en este contexto, un doble concepto liberal: pretender que todos tenemos la libertad de elegir en función del bien común y considerar que un Estado pequeño y pasivo siempre resulta la mejor opción.
No generemos más falsas oposiciones entre confinamiento y libertad. Existe un sólido conjunto de acciones propuestas por los científicos del GACH, cuidadosamente elaboradas en función de la evidencia recogida durante estos 15 meses de pandemia en todo el mundo. Tenemos que cerrar ciertas actividades de forma de restringir la movilidad social al mínimo, pero al mismo tiempo aportar los fondos necesarios, tanto a trabajadores como a empresas, para poder hacer frente a estas medidas. Tal vez tengamos que endeudarnos, como lo están haciendo casi todos los países del mundo; felizmente nosotros tenemos una importante disponibilidad de crédito. Tal vez pasemos años para repagar los efectos de esta crisis, como nos pasó luego de 2002. Pero no debemos olvidar que siempre una inversión a tiempo evita gastos futuros mucho mayores. Desde un plano puramente económico, ¿cuánto nos costaría volver a sacar a 40% de la población de la pobreza? Y desde el plano sanitario, ¿cuántas muertes habremos podido evitar?
La crisis provocada por la covid-19 ha sido hasta ahora sanitaria, económica y social; no dejemos que se convierta también en una crisis política. Es hora de agregarle política a la evidencia científica.
Ramón Méndez es director ejecutivo de Ivy y fue director nacional de Energía.