La creación de la World Wide Web, más conocida como internet, ha cambiado radicalmente a la humanidad a lo largo de los últimos 30 años. Desde entonces, varios procesos sociales se han transformado al grado de que existen generaciones enteras que han perdido vínculos con el pasado inmediato y no conciben al mundo “desconectado”. En 1990 sólo 0,25% de la población mundial tenía acceso a internet; el año pasado casi seis de cada diez personas se conectaban a la red.

En América Latina el índice de conexión es aún mayor. En 2020, 67% de los latinoamericanos tenía acceso a internet; Ecuador, Argentina, Chile, Brasil y México eran los países con mayor número de usuarios. En muy poco tiempo la internet dejó de ser un instrumento comparable con la radio, el cine o la televisión y se convirtió en el espacio virtual o ciberespacio, como un desdoblamiento del espacio real.

Una gran parte de la población mundial ha trasladado sus actividades al ciberespacio gracias a la creación de aplicaciones. Según el informe We Are Social, de Hootsuite 2020, casi la mitad de la población mundial interactúa en la internet a través de una red social digital todos los días. En América Latina el promedio es de 65%, con Argentina, México, Colombia y Brasil a la cabeza, muy por encima de la media mundial.

El comercio electrónico ha modificado los hábitos de consumo: el año pasado representaba 4,4% del producto interno bruto (PIB) mundial. En cambio, según datos del Latinobarómetro de 2018, sólo uno de cada cuatro latinoamericanos hacía compras por internet o estaría dispuesto a hacerlo. Esos mismos datos mostraron que el comercio electrónico tiene mayor penetración en los países con más alto PIB per cápita, con mayor número de usuarios de internet y mejor índice de desarrollo humano, como Argentina, Chile, Uruguay, Costa Rica y Colombia.

En 2020, la pandemia de la covid-19 intensificó el uso de la internet y sus aplicaciones y aceleró algunos procesos que estaban en transición, como el teletrabajo y la educación en línea, pero no tuvo un impacto significativo en el comercio electrónico. Según el informe “Shock covid-19: un impulso para reforzar la resiliencia comercial tras la pandemia”, del Banco Interamericano de Desarrollo, las exportaciones de los países de la región cayeron en -12%, una contracción sensiblemente mayor a la mundial. No obstante el crecimiento sostenido del comercio electrónico año tras año, su participación en el PIB regional apenas alcanzó a 2% en 2020.

El ciberespacio como desdoblamiento del espacio público

El ciberespacio se abrió como una zona de emancipación del espacio público dominado por la política, pero en poco tiempo se ha sometido a diversas fuerzas: la competencia del mercado, la moral privada y el control del Estado. ¿Cuáles son sus límites? La internet es un servicio que ofrecen las empresas privadas pero su uso es público, lo que convierte al ciberespacio prácticamente en un bien común. Está al alcance de las personas comunes, de los gobiernos e instituciones públicas y privadas, y en los últimos años se han trasladado allí los “medios tradicionales” de comunicación.

El ciberespacio ya no es simplemente una vía más de comunicación, sino que literalmente se está convirtiendo en el espacio que compite o incluso sustituye al espacio público cotidiano. Las relaciones de mercado dominan el ciberspacio y, si el Estado interviene, ello sucede no como una intromisión sino como una necesidad para que las personas no queden desprotegidas.

El ciberespacio crea situaciones, no tan hipotéticas, en las cuales predomina la ley del más fuerte, es decir, comportamientos impulsados por las pasiones antes que por la razón. Y esta es probablemente la mayor justificación de la necesidad de los derechos digitales.

Nuevos derechos para una nueva realidad (virtual)

Los derechos de las personas han surgido de coyunturas histórico-sociales que los promueven y aceleran su incorporación al sistema de derechos existentes, como las revoluciones políticas y económicas. Los derechos pueden desaparecer, ser sustituidos por otros o crearse unos totalmente nuevos, como los derechos digitales.

Los derechos digitales deben pensarse como una forma de potenciar los derechos ya existentes, no de limitarlos ni de cancelarlos.

Ahora bien, las transformaciones de las últimas décadas derivadas de la evolución “tecnofisio”, término desarrollado por Dora Costa y William Fogel, y la revolución de las nuevas tecnologías que se desarrollaron en el excepcional siglo XX obligan a pensar los derechos digitales desde una perspectiva diferente y pueden clasificarse en tres grandes grupos.

En primer lugar, los derechos “no traducibles” son derechos ya existentes en todos los espacios y que se “estiran” al ciberespacio preservando su esencia. Como ejemplo están los derechos de justicia y justicia restaurativa, la protección de menores, los derechos políticos de libertad, igualdad, asociación y no discriminación.

Los “derechos traducidos” derivan de los derechos ya existentes, pero requieren trasladarse al ciberespacio. Por ejemplo, la protección de datos personales, la restauración del daño moral, el testamento digital, la libertad de consumo, la calidad en la educación en línea, la calidad de los servicios otorgados por privados y por el sector público, y los derechos de autor, entre otros.

Los derechos propiamente digitales, de “nueva creación”, requieren un nuevo lenguaje: el acceso libre, igual y seguro a la red, que para algunos debería ser un derecho humano; el derecho a la privacidad y a la intimidad, como los límites a la geolocalización; el derecho al olvido en el espacio virtual; el derecho a la desconexión, un derecho laboral que es urgente implementar; el derecho a la no obsolescencia y la portabilidad, porque de lo contrario se generan brechas digitales; el derecho a la neutralidad de la red, es decir, la no interferencia con las posiciones políticas; y sobre todo, el derecho a la verdad, como forma de combate a la desinformación, denominada infodemia, y a la posverdad.

En varios países algunos de estos derechos se han incorporado lentamente; en algunos otros la pandemia está impulsando su necesidad. En México, en diciembre de 2020 se modificó la legislación laboral para regular el teletrabajo y reconocer el derecho a la desconexión. En Argentina y Brasil se declararon “servicios esenciales” la telefonía y el acceso a la internet. Pero también la falta de regulación permitió, de forma justificada pero peligrosa, usar la geolocalización para identificar casos de contagio, como en Brasil y México.

España es probablemente uno de los países de Iberoamérica que más han avanzado en los derechos digitales. Más allá de las críticas por la poca discusión al aprobarse en el Congreso y en el Senado la Ley Orgánica de Protección de Datos en 2018, es una ley pionera en el contexto mundial y que incluye muchos de los derechos anteriormente mencionados.

Aún falta mucho por hacer, pero los derechos digitales deben concebirse desde los principios de la libertad y la igualdad humanas. En su discusión existe una tendencia a formular supuestos principios derivados de la moral privada y la corrección política, confundiendo derechos con prohibiciones, y esta lógica se extiende por la red como un virus informático.

Prohibir puede resolver problemas, pero no crea una sociedad mejor. Por ello los derechos digitales deben pensarse como una forma de potenciar los derechos ya existentes, no de limitarlos ni de cancelarlos.

Fernando Barrientos es cientista político y profesor titular de la Universidad de Guanajuato. Este artículo fue publicado originalmente en www.latinoamerica21.com