Cada año, el segundo jueves de marzo, se celebra el día mundial del riñón. Uno podría preguntarse si cada órgano de la economía necesita un día de cumpleaños. Si bien no puedo responder esa pregunta, me atrevo a decir que todas las enfermedades que tienen un importante impacto sobre la calidad y cantidad de vida, y sobre la economía de los sistemas de salud, necesitan al menos un espacio de reflexión donde la sociedad toda busque estrategias para atenuar su impacto. La enfermedad renal crónica (ERC) afecta al 10% de la población adulta de todo el mundo (1 de cada 10 adultos). Solo una minoría de ellos requerirán diálisis (a menudo esto es lo que más impacta en los pacientes y su entorno), y hay unos 3000 pacientes en el país que reciben diálisis crónica. Sin embargo, las repercusiones de la enfermedad renal en lo que refiere al riesgo de enfermar y morir, principalmente a causa de enfermedades cardiovasculares, tienen un peso importante en la vida de los pacientes así como en los costos del sistema de salud.

Este año la reflexión en torno al día mundial del riñón se centra en “vivir bien con la enfermedad renal”. Me atrevo a expresar que existe el mismo número de lecturas y apreciaciones de “vivir bien” como de pacientes con enfermedad renal. Porque el “buen vivir” atraviesa todas las dimensiones de la persona (física, emocional, social). Estas dimensiones del buen vivir, en el paciente con una enfermedad crónica, se extienden a menudo a su núcleo más cercano. Es así que familia, amigos, cuidadores, compañeros de trabajo, forman parte del buen vivir. La enfermedad crónica a menudo constituye una carga para el paciente y por transitiva para todo su núcleo próximo. Esta carga se percibe con frecuencia como negativa, y genera un círculo vicioso que se retroalimenta: el paciente se percibe como una carga para el resto, y esto hace que su enfermedad le sea aún más pesada.

¿Tenemos herramientas como sociedad para ayudar a “vivir bien con la enfermedad renal”? La respuesta es “sí”. Posiblemente se necesite un extenso menú de herramientas para cumplir ese objetivo. Me centraré en cuatro herramientas disponibles, de bajo costo y de relativamente “fácil” acceso en nuestro medio.

Mejorar la comunicación con los pacientes y sus cuidadores

No es posible ayudar a “vivir bien” sin conocer lo que ello implica para la persona. A menudo la formación médica profundiza en aspectos del diagnóstico y tratamiento de los procesos biológicos, y pocas veces se pregunta ¿para qué hacemos lo que hacemos? Con frecuencia nos alegra un logro terapéutico (corrigió su anemia, mejoró su peso) que el paciente ni siquiera percibe, más aún, mantiene quizás las mismas quejas que lo llevaron a la consulta. Está suficientemente estudiado que la comunicación efectiva entre médico y paciente influye en los resultados, sin embargo, la calidad de la entrevista clínica se encuentra en “baja” a nivel mundial. Los médicos tendemos a cortar los relatos, utilizar preguntas cerradas sin márgenes para matices, y a estereotipar las respuestas para encasillarlas dentro de la práctica que “conocemos”, o sea, dentro de nuestra zona de confort. Claro que esto no es intencional, no conozco médicos que sigan pacientes crónicos que no sientan por ellos interés y voluntad de que mejoren. Esto responde a déficits en la formación médica y a un sistema que poco ha ahondado en la calidad de la asistencia. Para mejorar la comunicación, para realmente entender lo que es “vivir bien” para ese, mi paciente, es necesario que ocurran cambios. Desde la formación médica, desde el convencimiento personal de los médicos, desde la mirada de la medicina como una práctica que debe buscar resultados individuales, a medida, personales, no estereotipados.

Nuestro sistema de salud tiene su cuota de responsabilidad. Es imposible entablar una comunicación efectiva y afectiva en unos pocos minutos de consulta, en un consultorio pequeño, mal iluminado, plagado de papeles, con puertas que se abren y cierran, con pacientes que golpean reclamando su hora o recetas. ¿Acaso alguno de nosotros le podría contar a su médico en 10 minutos de entrevista convulsionada, que no le interesa tanto mejorar su anemia como poder caminar sin dolor para jugar con sus hijos o nietos? No hay comunicación posible sin tiempo. Es necesario pensar un sistema de asistencia ambulatoria diferente. Contemplar el espacio temporal de diálogo, considerar espacios físicos que lo promuevan (consultorios iluminados, sillones cómodos, espacio para que la familia participe en el diálogo y las decisiones, etc).

Estimular las decisiones compartidas. Como toda ciencia la medicina tiene un espacio muy amplio de incertidumbre. Regularmente lo único que podemos asegurar son procesos, pero no resultados. Parece lógico entonces que frente a un resultado incierto sea el paciente quien deba tomar las principales definiciones del proceso de atención. En el afán de mejorar ofrecemos recetas de tratamiento que se “venden” (en un sentido figurado de la palabra) como ideales, pero que luego en su implementación configuran una carrera de obstáculos difíciles de sortear. ¿Alguno de nosotros se esforzaría en sortear obstáculos con esfuerzo para llegar -o no- a un destino incierto? En una revisión sistemática de trabajos científicos se comprobó que las decisiones compartidas mejoran el grado de conocimiento y la percepción de los pacientes sobre su situación clínica. Adicionalmente ayudan a reducir muchos de los conflictos comunicacionales en el equipo de salud. Se requiere formación por parte del equipo de salud para que las decisiones compartidas sean una realidad. El entrenamiento médico habitual “asume” que frente a cada problema clínico hay una solución (en general única) estereotipada. No hay espacio para la participación del paciente dentro del menú de soluciones. Nuestro sistema de salud tiene su cuota de responsabilidad adicional. Con frecuencia la “canasta de prestaciones” no tiene la plasticidad suficiente para adaptar un conjunto de medidas terapéuticas de forma artesanal a un paciente individual. En parte porque no está incorporada la mirada de la decisión compartida. En parte, porque quienes participan en la incorporación de fármacos y procedimientos al catálogo de prestaciones y programas (PIAS) que deben brindar los prestadores integrales del Sistema Nacional Integrado de Salud, son representantes de estos prestadores. Esta lógica de definir la incorporación de prestaciones y procedimientos desde la mirada de quien los financia pone al menos en riesgo la incorporación de fármacos y técnicas potencialmente útiles para construir un menú de soluciones a la medida de los pacientes y considerando sus preferencias.

Gestionar la enfermedad crónica

¿Cuándo me voy a curar de la enfermedad renal, doctor? Quizás nunca. A todos los seres humanos nos cuestan los cambios. Aceptar que nuestra condición cambió, y que ese cambio se mantendrá hasta el final del viaje es particularmente difícil. La enfermedad renal crónica, como su nombre lo indica, es crónica. Acompañará al paciente y a sus cuidadores hasta el final. Lejos de tener un tinte pesimista, y desde la perspectiva de que se puede “vivir bien” con enfermedad renal, es necesario generar estrategias que le permitan al paciente alivianar la carga de la enfermedad. Posiblemente deberá controlarse con su médico tratante, visitar a nutricionista, ser acompañado por el equipo de psicología-salud mental, ser evaluado por otros especialistas, retirar la medicación de farmacia, coordinar estudios de laboratorio e imagen, volver a sacar hora para todas las consultas anteriores, etc. A estas tareas, se agregan, en el caso de los pacientes en diálisis, la asistencia a un centro de hemodiálisis 12 horas por semana -con los tiempos de traslado correspondientes- o los controles programados en su centro de diálisis peritoneal. Para quienes reciben un trasplante renal se agrega a la gestión de consultas, medicamentos y estudios en su prestador, la visita regular al IMAE (Instituto de Medicina Altamente Especializada) donde se realizó el trasplante.

Miremos el “medio vaso lleno”: estamos en un país con cobertura universal de diálisis y trasplante renal (un privilegio). Sin embargo, este trabajo de gestionar la enfermedad crónica tiene a menudo un elevado costo económico y personal. Con frecuencia pacientes y familiares hablan de horas semanales perdidas dedicadas a estos aspectos. ¿Cuánto pesa esto en el “vivir bien”? ¿Es posible llevar adelante proyectos personales cuando la mayor parte del tiempo real debe invertirse en gestionar la enfermedad?. Es necesario, a mi entender, agudizar la mirada en lograr el ansiado sistema de “referencia-contrareferencia”, generando un seguimiento longitudinal en el tiempo por parte del médico tratante, minimizando consultas y derivaciones que posiblemente impacten poco en las conductas posteriores. Es necesario también que nuestro sistema de salud cuente con programas de seguimiento de pacientes con enfermedades crónicas. Estos programas a menudo tienen una visión más integradora de la situación e incorporan cambios en la asistencia, como coordinar en un mismo espacio de asistencia ambulatoria el control con el médico tratante, el equipo de nutrición y el equipo de salud mental, entre otros. También es necesario que el sistema de salud busque estrategias para “atenuar” el costo de la medicación crónica. Hay pacientes que toman hasta 10 o 20 comprimidos diarios. Muchos pacientes deben elegir en algunos periodos del mes a qué fármaco renunciar, principalmente por la dificultad de costearlo. Situación similar ocurre con los estudios de laboratorio. Su costo determina que con cierta frecuencia los médicos pidamos de forma alternada en los controles estudios que podrían solicitarse juntos pero que el paciente no puede costear.

Generar programas estructurados de cuidado que evalúen sus resultados

Desde hace algo más de 15 años funciona en Uruguay el programa de Salud Renal (PSR). Debe su inicio a los doctores Nelson Mazzucchi y Ema Schewdt, a quienes cualquier reconocimiento público quedaría corto. Se trata de un programa integrado por la Sociedad Uruguaya de Nefrología, la Cátedra de Nefrología de la Universidad de la República, el Ministerio de Salud Pública y el Fondo Nacional de Recursos. Persiguió desde su inicio descentralizar el cuidado de la salud renal integrándolo al primer nivel de atención en salud, difundir pautas de promoción en salud y diagnóstico temprano de enfermedad renal, enlentecer la progresión de la enfermedad renal y así disminuir la necesidad de ingreso a diálisis, asegurar la continuidad asistencial de los pacientes y generar un registro nacional de pacientes con enfermedad renal crónica (fuera de diálisis). Es coordinado por una comisión asesora honoraria formada por delegados de los diferentes estamentos que integran el programa. Tiene (como todo programa estructurado) indicadores de cobertura que valoran el desarrollo y alcance del PSR, indicadores de proceso que evalúan la actividad y procesos del PSR en cada institución, indicadores de calidad asistencial para cada etapa de la enfermedad renal e indicadores de resultado final, donde se incluyen la necesidad de ingreso a diálisis y la mortalidad de los pacientes. El ingreso de los pacientes al programa es voluntario. Es decir, depende de que cada prestador de salud participe del programa, de que un médico nefrólogo ofrezca al paciente ingresar, y de que el paciente efectivamente acepte ser parte. Dado que la “voluntad”, como toda acción humana, es fluctuante en el tiempo, la participación de las diferentes instituciones en el PSR sigue la misma suerte. El PSR pide a cada institución que se comprometa a dedicar horas de trabajo en policlínica de salud renal (número de horas proporcional al número de usuarios de la institución), un espacio integrado por un equipo multidisciplinario que incluye nefrólogo, licenciado en enfermería, nutrición y trabajo social. Como contrapartida a esta organización de las instituciones, el Fondo Nacional de Recursos costea para el grupo de pacientes incluidos en el PSR algunos fármacos necesarios para controlar problemas derivados de la enfermedad renal. Una vez en PSR, los pacientes siguen un sistema de controles, a los que se suman un sistema de alarmas que avisan al equipo de salud renal de la institución si un paciente no se ha controlado, o se ha perdido el seguimiento. Este sistema que identifica a quienes no se controlan periódicamente permite desarrollar estrategias para reencaminarlos en el seguimiento (llamadas telefónicas, coordinación de consultas, etc). Desde el inicio del programa (2004) se han incluido más de 20.000 pacientes con enfermedad renal. Al cierre del informe 2020 participaron del programa 50 instituciones a nivel nacional (públicas y privadas). Desde su inicio el programa ha demostrado logros relevantes. Los pacientes con enfermedad renal seguidos en el programa (comparado con aquellos que nunca ingresaron al programa) lograron controlar con éxito gran parte de los factores de riesgo cardiovascular (hipertensión arterial, colesterol, ácido úrico elevado, anemia, entre otros). El seguimiento en este programa determinó que los pacientes incluidos que requirieron diálisis lo hicieran hasta 7 años más tarde que pacientes con enfermedad renal de iguales características pero fuera del programa. A este conjunto de beneficios se agrega un indicador “duro” de resultados como es la mortalidad, ya que estar incluido en este programa bajó 30% la probabilidad de morir durante el seguimiento.

¿Por qué un programa tan exitoso -y de bajo costo- no ha logrado mayor difusión? ¿Por qué en un país pequeño con un Sistema Nacional Integrado de Salud solo 50 instituciones participan de un programa que demostró bajar 30% la mortalidad de los pacientes incluidos? Claramente su carácter voluntario ha sido una barrera posible. A pesar de múltiples reuniones desde la Comisión Asesora con representantes del Ministerio de Salud Pública (MSP), la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE) y la Junta Nacional de Salud (JUNASA, nunca se logró incluir este programa dentro de las metas asistenciales o dentro de las prioridades programáticas de los diferentes efectores de salud.

Otras barreras potenciales, desde una mirada personal, son: la falta de implementación de herramientas para medir la calidad asistencial en nuestro medio, la ausencia -en algunos prestadores- de un sistema que evalúe la costo-efectividad de los programas clínicos, la imposibilidad de contar con un único sistema informático nacional capaz de dialogar con las diferentes instituciones y acceder a resultados de laboratorio y consultas clínicas, y no menos importante, la incapacidad de muchas instituciones de armar equipos asistenciales multidisciplinarios en el “mar del multiempleo” donde los profesionales de la salud corremos por toda la ciudad como si faltaran médicos. No son barreras (o desde una mirada más positiva, son fortalezas) para sostener un programa de este tipo: el número de nefrólogos (de los más altos por millón de población en América Latina), la accesibilidad geográfica a los prestadores de salud y el nivel educativo general de nuestra población que con la pandemia covid-19 demostró que es capaz de comprender, acompañar y adoptar una actitud proactiva en temas referidos a su salud.

Celebremos entonces este día mundial del riñón desde el convencimiento de que tenemos herramientas poderosas para ayudar a “vivir bien con enfermedad renal”. También incorporando la mirada de que las mismas premisas son transferibles para la asistencia de otros grupos de pacientes con enfermedades crónicas. Necesitamos un cambio personal de los trabajadores de la salud y un cambio estructural desde el sistema de salud que nos permita mejorar los aspectos comunicacionales, aprender y ser parte de un sistema de decisiones compartidas, colaborar en la gestión de las enfermedades crónicas y optimizar al máximo los programas que demostraron ser eficientes. Quizás así, todos, pacientes y personal sanitario, logremos “vivir bien”.

Ricardo Silvariño es nefrólogo e internista, presidente de la Sociedad Uruguaya de Nefrología.