En 1984, el país se encontraba en plena transición democrática, ampliando algunos derechos políticos y restringiendo otros. En enero de ese año, la prohibición al PIT de realizar una movilización terminó con una sorpresiva marcha organizada boca a boca por las mujeres, trabajadoras y compañeras de los trabajadores. En esa oportunidad, las mujeres se tornaron protagonistas en una movilización que hicieron en silencio y trabajando políticamente la imagen asignada al rol de género establecido: el de la mujer, no como un sujeto político. Ante tal incertidumbre sobre lo que podía suceder, los compañeros se arrimaron a la marcha y participaron desde la vereda. Así, todo fue una novedad: las autoridades sorprendidas, los varones acompañando y las mujeres ocupando la calle.

A finales del mes siguiente, un colectivo de mujeres quiso retornar al espacio público y solicitó autorización para conmemorar el 8 de marzo, una fecha que justamente denunciaba la desigual participación de las mujeres en la sociedad. La Jefatura de Policía de Montevideo resolvió negar el permiso solicitado porque dicha marcha podría “alterar el orden público”. En marzo de 1984 las mujeres no pudieron salir a la calle, apenas publicaron su declaración en la prensa y no recibieron ningún apoyo de los varones en la denuncia sobre falta de garantías de reunión y expresión. Las mujeres amenazaban con ampliar la agenda política y nadie veía necesaria aquella manifestación pública.

Lo que sucedió hace más de 30 años tiene bastantes semejanzas con la situación actual. El gobierno de turno y la Policía no quieren que las mujeres marchen este 8 de marzo. La salida a la calle está restringida, no tanto por la emergencia sanitaria, sino por la amenaza de la violencia policial. Las disposiciones que limitan el derecho de reunión a partir de la ley de urgente consideración y los continuos despliegues de violencia contra jóvenes y mujeres reunidos en plazas, esquinas y parques no hacen más que amedrentar la salida a la calle que tanto costó a las mujeres. La prensa oficialista contribuye a la alarma pública y señala que las feministas no le tienen miedo a la Policía, porque parece algo obvio que habría que tenerlo.

Por su parte, la dirigencia política masculina y los compañeros varones no solicitan públicamente condiciones para que las mujeres conmemoremos el 8 de marzo. Una vez más, la central sindical no acompaña el pedido de paro de mujeres de 24 horas. Ninguna voz pública de aquellos que se dicen aliados, que manifiestan su compromiso con desarmar la desigualdad y su voluntad a deconstruir los roles establecidos, se han pronunciado sobre la necesidad de tener un 8 de marzo que sea una fiesta, y mucho menos que exista la posibilidad de concretarse el paro de mujeres. La emergencia sanitaria es la oportunidad perfecta para no tener que tolerar otro 8 de marzo con reclamos “parciales” o “específicos”.

El costo que pagamos las mujeres cuando no habitamos la calle es enorme, porque justamente la construcción del orden de género se talló en la reclusión de las mujeres en el mundo doméstico.

Esto no implica que en la reproducción del orden de género la derecha y la izquierda sean lo mismo. El gobierno de turno da pasos firmes en la reconfiguración patriarcal que delinea su proyecto y algunos compañeros de la izquierda acompañan sin darse demasiada cuenta. Antes de que llegara la pandemia, ya nos habían comunicado que las condiciones para la fiesta de las brujas habían cambiado. Un espectro amplio de organizaciones y movimientos veían venir el apagón político de la calle, el policiamiento y la desmovilización forzada. Sin embargo, el costo que pagamos las mujeres cuando no habitamos la calle es enorme, porque justamente la construcción del orden de género se talló en la reclusión de las mujeres en el mundo doméstico, propio o ajeno, pero siempre doméstico. Porque el 8 de marzo es especialmente un momento para ocupar el espacio público de una forma distinta.

El mundo público, el de la política tradicional, nos fue vedado, y hoy está claro que los mecanismos de exclusión son mucho más que los del sufragio y la representación política. El confinamiento de las mujeres es mucho más antiguo que el vivido en pandemia. Habitar el mundo público es un desafío muy grande para quienes no fueron concebidas desde el principio como sujetos políticos, porque tiene un sinfín de reglas formales e informales que no son las nuestras. Por eso, el movimiento feminista siempre se ha encontrado ante el desafío de continuar ocupando la calle, el mundo de los varones, pero subvirtiendo algunas de sus prácticas.

El 8 de marzo es una fecha más que significativa para nosotras: es cuando las mujeres pisamos la calle de una forma distinta. Es el día en que se marcha con amigas, cuando se pone el cuerpo sin miedo y con orgullo, se deja de hablar bajito y con buenos modales, es el día del disfrute con códigos propios, el día en que la mediación patriarcal se hace añicos. Los últimos años del movimiento feminista han mostrado que ya no pedimos permiso, que no marchamos en silencio, que ponemos el cuerpo de forma distinta. Todo esto está en juego cada vez que se obturan las posibilidades para que las mujeres ocupen la calle. Nosotras lo sabemos y no queremos, otra vez, “quedarnos encerradas en casa”.

Si nos quedamos en casa, tampoco nos quedamos de igual forma, porque entre 8 y 8 de marzo, la rebelión feminista sacudió los cimientos de varios hogares. La politización desplegada de lo personal les lleva una buena ventaja a aquellos espacios en que la supuesta crítica, autocrítica y síntesis marcan la agenda de discusión. La novedad de los últimos años no es sólo la rebelión del 8 de marzo, sino la consigna “lo personal es político” hecha praxis. Finalmente, se extendió en nuestro país una práctica concreta de pequeños grupos de lecturas, de escritura, de ensayo, que en un sentido amplio ejercitan la autoconciencia y que abrieron la puerta a otras rebeliones que tal vez pueden desarmar mucho más el patriarcado y resistir mejor la embestida conservadora actual.

Allí no hay guardia que pueda impedir la renuncia a la dieta, a la depilación, al apostolado de la maternidad, las maternidades desobedientes, la intolerancia hacia las relaciones asimétricas, al deseo entre mujeres, al cuidado entre amigas, y tantos otros repertorios de protesta y cambio feminista. Si este 8 de marzo nos quedamos en casa, no nos quedamos de igual manera, y eso es posible por el movimiento feminista de los últimos años. Allí no hay proyecto de reconfiguración patriarcal que pueda intervenir tan directamente como cuando lo hace a través del policiamiento de las manifestaciones públicas.

Ese acumulado de desobediencias no deberíamos perderlo. Todas las irreverencias, las de las formas alternativas de ocupar la calle y las que rinden tributo a la consigna “lo personal es político” hay que visibilizarlas, registrarlas, contarlas y otorgarles un estatus político revolucionario. Hay que narrar, registrar, hacer archivo, archivo y archivo. Trabajar por la memoria feminista para que el vacío no se imponga, para que no suceda lo mismo que en los otros 90, cuando la desmovilización nos dejó sin historia. La historia del movimiento feminista no puede depender del espacio público porque ese es el primer lugar a intervenir para borrarnos.

La resistencia a ese intento de borramiento de los últimos días abre otras posibilidades para intervenir y escribir la historia. Puede que no haya tanta calle, o que esa calle esté dispersa, pero habrá canciones, consignas, proclamas, pancartas, carteles, balconeras, audiovisuales y múltiples irreverencias que desarman la idea de que “no se puede hacer nada” o de que “no es momento” porque ponemos en riesgo a la población. Venimos de un año de sobrecarga de cuidados, de suprarresponsabilizarnos por los protocolos de higiene, de administrar la culpa, de sostener emocionalmente a las personas con miedo, de tragar lágrimas antes compañeros e instituciones públicas y privadas que no hicieron absolutamente nada respecto del reforzamiento de la división sexual del trabajo.

Estamos ante un momento en que se torna imprescindible realizar un trabajo de memoria feminista, no para no repetir el pasado, sino para legar un presente feminista hacia el futuro. Si hay un aprendizaje que hemos tenido en los últimos años es que antecesoras siempre tenemos, pero estas son continuamente borradas y depende de nosotras construir otra historia, para poder desplegar otra política. Es imprescindible tener un espejo en que mirarnos y heredarnos una historia de lucha y resistencia.

El movimiento feminista creció, multiplicó sus fuerzas y la reacción conservadora no lo tolera. El antifeminismo está instalado, el policiamiento callejero en los países de la región lo hace evidente. Las compañeras feministas de Chile, de México, de Brasil y de tantos otros países están lidiando con la violencia policial. Y esa reacción, posiblemente, como ocurrió en otras épocas, deje su huella. Las olas feministas no se producen porque las energías aparecen y desaparecen naturalmente, sino porque el feminismo debe enfrentar momentos de fuerte reacción, como pasa ahora. Para que no volvamos a foja cero, hay que intervenir y escribir una historia propia de la calle, de la casa, de la cama, que entremezcle la irreverencia puertas adentro y puertas afuera. Y que permita rastrear más fácilmente linajes de desobediencia feminista para que cuando volvamos podamos ser muchas más las sentadas alrededor del fuego.

Ana Laura de Giorgi es investigadora y docente. Es autora del libro Historia de un amor no correspondido. Feminismo e izquierda en los 80. Forma parte del Centro de Estudios Feministas de la Universidad de la República.