Si hay un tema que nos ha acompañado a lo largo de la historia reciente de nuestro país y hoy vuelve a la palestra a propósito de lo ocurrido con Friopan es el de las ocupaciones de los lugares de trabajo y su legitimidad como medida de acción sindical. Es que cada hecho noticioso que involucre la acción colectiva de los trabajadores es una buena excusa para traer a colación este fenómeno que sobrevuela la opinión pública esquivando fuegos cruzados entre quienes se resisten y quienes lo defienden.

Varios factores pueden explicar su trascendencia, pero hay uno que se impone: en un sistema de relaciones laborales como el uruguayo, en el que la protección estatal a través de la producción de normas resulta acotada, fragmentaria (no hay un Código del Trabajo o una Ley o Estatuto General del Trabajo) e incompleta (son leyes aisladas, sobre temas específicos, lo que deja muchos espacios vacíos de regulación), la protección que los trabajadores se dan a sí mismos resulta crucial.

En este escenario, la ocupación –en tanto modalidad del derecho de huelga– se presenta como una herramienta reivindicativa potente que lleva al límite la tensión capital-trabajo, permitiendo que –en algunos contextos– se constituya como la medida más eficaz o idónea para modificar la normalidad productiva que al trabajador le aparece como injusta o insatisfactoria.

¿Cómo es posible, en un país en donde la protección de los trabajadores viene principalmente de la mano de la acción sindical –considerando el marcado abstencionismo normativo– y en donde el derecho de huelga tiene un margen amplio de expresión, que se siga insistiendo en la ilicitud de la ocupación de los lugares de trabajo?

Un error y dos falacias en el debate actual conducen a la respuesta.

Partamos por el error. Las ocupaciones de los lugares de trabajo son una manifestación de la huelga y esta, un derecho fundamental de los trabajadores. Así, son equivocadas las afirmaciones del presidente de la República unos meses atrás de que “una cosa es hacer huelga y otra cosa es ocupar”, o del ministro de Trabajo y Seguridad Social en oportunidad de debatirse la ley de urgente consideración (LUC) en la Cámara de Senadores, cuando sostuvo que “la ocupación no es una extensión del derecho de huelga”. No estamos ante dos cosas distintas, sino que una (la ocupación) es una forma en que se expresa la otra (huelga).

Entre los derechos y libertades fundamentales consagrados en la Constitución se encuentra la huelga (artículo 57); incluso la Convención Nacional Constituyente que debatió la incorporación de este derecho por primera vez planteó a la huelga como “la única arma que tiene el obrero en sus manos para hacer triunfar sus legítimas reivindicaciones”.

Este carácter fundamental obliga a entender su contenido como amplio o extenso (principio pro homine), lo que significa que debe entenderse como huelga protegida –y, por tanto, lícita– cualquier alteración o interrupción colectiva de la normalidad productiva en la empresa.

¿Qué actos –entonces– quedan comprendidos dentro de la conducta de huelga? Todos aquellos que la comunidad acepte como eficaces a efectos de alterar el proceso productivo, incluyendo la ocupación de los lugares de trabajo, en tanto se trata de una modalidad que es socialmente reconocida como valiosa en nuestro país.

Esto no equivale a sostener que la huelga es un derecho absoluto, sino que, como cualquier otro derecho fundamental, podrá ser restringido en un eventual conflicto o colisión con otro derecho fundamental si el daño producido a este es grave, en el sentido de desproporcionado, situación que deberá resolverse en el caso concreto atendiendo a criterios de idoneidad, necesidad y proporcionalidad.

De esta manera, las intenciones deliberadas de restringir a priori este derecho a través de la pretensión de que la medida no perjudique el trabajo del no huelguista o el derecho de propiedad del empresario no resultan ser jurídicamente plausibles. Por ello, quienes las sostienen, a efectos de apoyar su juicio o punto de vista, echan mano a un argumento de autoridad: esto es lo que ha sostenido la Organización Internacional del Trabajo (OIT). He aquí la primera falacia.

Veamos el motivo. Si bien es cierto que el organismo internacional ha señalado que las ocupaciones “deben respetar la libertad de trabajo de los no huelguistas, así como el derecho de la dirección de la empresa de penetrar en las instalaciones de la misma”, estamos ante una falacia de autoridad por cuanto quienes invocan este argumento sólo lo hacen valer por quien lo dice, sin analizar si las razones de fondo son jurídicamente correctas. De hecho, hay razones que desbancan las sostenidas por el referido organismo: determinar de antemano que el derecho de huelga cede ante otros derechos (trabajo-propiedad) implica una lectura unilateral en perjuicio del derecho de huelga con el propósito de dejarla sin eficacia, por lo que la acción queda vacía de contenido y se transforma en un contrasentido, lo que resulta contrario a lo que promueve la propia Constitución.

Pero además, ¿no resulta artificial invocar un atentado a la propiedad cuando no hay intención de apropiarse de los bienes y tampoco hay destrucción de estos?, ¿es posible hablar de vulneración a la libertad de trabajo de los no huelguistas cuando la medida de ocupación es una reacción ante un inminente cierre o cuando el interés que se reivindica es el de conservar los puestos de trabajo?

Muchas son las hipótesis en las que puede ejercerse esta acción, y no siempre la ocupación es expresión de violencia o de atentado a otros derechos. No obstante, el descrédito se ha apoderado de este fenómeno y ello ha quedado en evidencia a propósito de la reapertura de la causa penal llevada adelante por la empresa Friopan a raíz de la ocupación ocurrida en la planta en 2019.

Si bien la instancia judicial que se intenta nuevamente no tiene como finalidad debatir sobre la legitimidad de la acción, es decir, sobre si esta queda o no al amparo del derecho de huelga, hay quienes se hacen eco de una denuncia de delitos de apropiación indebida, daños y amenazas para insistir en que las ocupaciones de los lugares del trabajo son –por regla– violentas, que no se trata de una manifestación del derecho de huelga y que resultan, por tanto, ilícitas.

Vemos aquí la segunda falacia. Considerar ciertas situaciones excepcionales como si fueran habituales o representativas y usarlas como fundamento para formular (o reafirmar) una teoría o juicio induce necesariamente al error. Este es, precisamente, otro de los errores argumentativos presentes en el debate actual, el error de disponibilidad, es decir, la falsa generalización de que todas las ocupaciones son violentas.

En nuestro país se reconoce a los trabajadores un medio de presión eficaz que importa la no realización de trabajo convenido y libertad para alterar el proceso productivo cualquiera sea la modalidad elegida por los trabajadores. Claro que se puede abusar de este derecho, como de cualquier otro, pero esto no puede ser el argumento central para afirmar su ilicitud.

No obstante, no parece aventurado decir que flota en el ambiente, cada vez que una huelga con ocupación se produce, un malestar impropio del ejercicio de un derecho fundamental. ¿Cómo es posible que un fenómeno social elevado a la categoría de derecho fundamental no merezca la consideración y el respeto propio de tales derechos?

El malestar empresarial, los intereses productivos en juego y la histórica preeminencia del derecho de propiedad del empresario y de libertad de trabajo de los no huelguistas en relación con el derecho de huelga han contribuido a ello.

Andrea Rodríguez Yaben es abogada especialista en Derecho del Trabajo.