En julio de 1889 se resolvía, en París, que el 1° de mayo sería “el día de los trabajadores”. En 1886 –plena revolución industrial de Estados Unidos– una huelga por la jornada de ocho horas cerraba 5.000 fábricas. 340.000 obreros salieron a la calle. La represión feroz hizo destrozos. Hubo ocho sindicalistas juzgados sin garantía alguna, cinco de ellos ahorcados y tres encarcelados. Aunque a la Justicia le llevó 100 años disculparse, su lucha no fue en vano.

La proclama de los condenados en la horca condensa la esencia de la lucha que heredamos. No peleaban por trabajar menos, sino por el derecho a gozar de la familia, del descanso, de la cultura y el esparcimiento.

El triunfo de la historia

En Uruguay, como reseña Rodolfo Porrini, el sindicalismo tiene su raíz en esa idéntica lucha por condiciones dignas y derechos negados.

En 1870 nacía la Sociedad Tipográfica Montevideana. Pocos años después tuvimos la “primera huelga de todo un gremio”, la de los fideeros, en 1884.

Aquel movimiento obrero se vio influido por el gran contingente de inmigrantes empujados por la persecución, la guerra y el hambre y bien recibidos en nuestro puerto a merced de la apertura de fronteras que Batlle y Ordóñez dispuso para deportados y perseguidos.

La lucha germinó en la riqueza de los acontecimientos internacionales que jalonaron su maduración. La industrialización de los años 30 trajo consigo un nuevo movimiento organizativo y de luchas, como las huelgas victoriosas de los tranviarios y de la construcción.

En el temprano 1956 la huelga frigorífica usó la inédita medida de lucha de la “huelga de hambre” y la marcha a pie de los obreros frigoríficos desde Fray Bentos a la capital. A los reclamos populares siguió la represión desde el Estado.

Luego, con el “pachequismo” llegaron las medidas prontas de seguridad contra los movimientos sociales, el deterioro salarial, la eliminación de los Consejos de Salarios. Poco después se precipitó el final. Al golpe de Estado del 27 de junio de 1973 respondieron la clase obrera y la CNT, junto a estudiantes y sectores populares, con la huelga general, ocupando lugares de trabajo y locales universitarios hasta el 12 de julio, cuando fue levantada para “continuar la lucha por otros medios”.

La historia de los años más tristes es también la memoria de la resistencia y la reorganización del movimiento. La lucha dejó listas negras, despidos masivos, destituidos; muertos, desaparecidos, presos y exiliados. Estas no son categorías, sino mujeres y hombres a quienes la sociedad uruguaya les adeuda haber mantenido la llama de la causa colectiva. La lucha determinó el fracaso del proyecto constitucional de la dictadura en 1980 y abrió espacios que, en el marco del accionar político y las organizaciones sociales, alumbraron el advenimiento de la democracia.

Los desafíos de hoy

A la lucha de los trabajadores jamás les han sido ajenas las circunstancias sociales de su tiempo.

Hoy el desafío es enorme. El mercado de trabajo padece los efectos de la pandemia y de una política económica que juega al “achique” en medio de la depresión, profundizando la caída. El balance es desolador: 60.000 puestos de trabajo perdidos, decenas de miles de trabajadores y trabajadoras en seguro de paro, caída del salario real y del ingreso promedio de los hogares. 100.000 uruguayos cayeron en la pobreza (35.000 niños, niñas o adolescentes). De ellos, 30.000 pobres son ocupados: de estos, 17.000 son pequeños comerciantes con local, para los que no hubo transferencias de ingresos específicos. Hubo líneas de crédito y exoneración de aportes patronales, pero son medidas completamente insuficientes.

Los indicadores actuales distan mucho de la rápida recuperación anunciada por el gobierno. No se trata de indicadores bursátiles, en que alguien rápidamente se recupera. La salida será lenta, y agudizará los costos económicos y sociales.

Hay desempleo evitable, hay informalidad evitable, hay destrucción productiva evitable, hay pobreza evitable, hay contagios evitables y hay angustia en los trabajadores de la salud evitable; hay muertes evitables.

El mundo que se viene

El mundo del trabajo pospandemia no será el que conocíamos antes. A las heridas abiertas en materia de empleo y deterioro social se suma el advenimiento de un tiempo que ya comenzaba a asomar.

Los empleos tradicionales se hallan desafiados por la robotización, el big data, las finanzas, la genómica, el internet de las cosas, la inteligencia artificial. Pero, como sostiene João Saint-Aubyn, “a lo largo de la historia hubo muchos momentos disruptivos por los avances técnicos. La diferencia del momento actual es la velocidad a la que se suceden los cambios, una velocidad jamás vista”.

A este panorama de adaptación y cambio debemos agregar la complejidad introducida por la pandemia en materia de teletrabajo, las modalidades híbridas que han llegado para quedarse y el aumento de empleadores globales (ahora también virtuales), sólo por citar algunos de los nuevos debates que cruzan el mundo laboral.

El concepto de “trabajo” en disputa

Finalmente, y por si este 1° de mayo no estuviera jaqueado por el desempleo y la crisis, quiero hablarles de las heridas que no se ven, que suelen ser las más profundas.

A los hombres y las mujeres de trabajo nos cabe librar una batalla conceptual en el imaginario de nuestra sociedad: el concepto “trabajo” está siendo especialmente manoseado y bastardeado.

El ministro de Desarrollo Social afirmó días atrás que para reducir la pobreza y la vulnerabilidad es necesario “ayudar a un cambio de actitud”, porque existe un “problema de relacionamiento con el mundo laboral”. No es la primera vez que se echa mano a la noción de “trabajo” a la hora de negar recursos para las necesidades sociales acuciantes.

En Uruguay hay 44.000 ciudadanos comiendo en 350 ollas populares. Tampoco han faltado quienes atribuyen intención política a la solidaridad. Las ollas no están ligadas a la izquierda, sino al hambre.

Cuando campea el desempleo, el seguro de paro y los cierres de fuentes de trabajo, poner la culpa en la gente que no trabaja porque le falta “actitud” es una afrenta.

En la clase trabajadora está la simiente de un relato superador de esta mentira de la pobreza como atributo de los vagos; de que el trabajo de por sí dignifica (no hay falacia más burda: dignifica el trabajo cuando es digno y cuando no aliena, sino edifica).

En palabras de Pablo Neruda: “Yo trabajo y trabajo / debo substituir / tantos olvidos / llenar de pan las tinieblas, fundar otra vez la esperanza”.

Que este 1° de mayo nos encuentre luchando por la recuperación de las fuentes de trabajo, por retomar la línea del crecimiento salarial, por hallar la manera de incorporar las nuevas formas de empleo, por desenmascarar la coartada efectista de que “no trabaja quien no quiere”.

Que trabajar sea “manifestar la primavera”, mentando al poeta.

Mario Bergara es senador de Fuerza Renovadora, Frente Amplio.