Hace un año y tres semanas que la situación de emergencia trae consigo enfermedad y muerte, desempleo y pérdida de ingresos, incertidumbre y miedo. También una exasperación en ascenso, que se manifiesta desde la cotidianidad de la gente común hasta las relaciones entre dirigentes políticos.

En los últimos días, por ejemplo, se recalentó una controversia disparatada. Ante el obvio aumento de los casos de covid-19, la comunidad científica y los trabajadores de la salud cumplen con su obligación de alertarnos. Señalan que los recursos materiales y el personal para brindar cuidados no están en condiciones de responder como es debido al ascenso de la demanda. Sobre esa base, piden medidas más eficaces para desacelerar cuanto antes la propagación de la enfermedad y prevenir daños mayores.

En demasiadas ocasiones, la respuesta desde el oficialismo es disparar contra los mensajeros. La evidencia diaria de la crisis queda en segundo plano y parece que lo central fuera, en cambio, el riesgo de que el presidente Luis Lacalle Pou y el gobierno que encabeza pierdan prestigio.

Se insinúa o directamente se afirma que las voces de alarma son falaces y malintencionadas, como si no tuvieran un obvio y doble fundamento. Por un lado, en todo lo que los especialistas saben sobre las características de la covid-19; por otro, en la experiencia directa de quienes, desde hace casi 13 meses, arriesgan sus vidas para cuidar las nuestras.

Un efecto particularmente indeseable de esos cuestionamientos oficialistas es que no sólo socavan la credibilidad de quienes nos advierten, como deben, sobre el peligro, sino también la de los propios datos que es imperioso tener en cuenta. No es la primera vez: también se han puesto en duda, por ejemplo, informaciones aportadas por el Instituto Nacional de Estadística, alegando en forma temeraria que ocultaban la realidad con intenciones partidistas.

No se trata de que haya autoridades indiscutibles, sino de actuar con un mínimo de responsabilidad institucional. Muchísimo peor que el eventual desprestigio del Poder Ejecutivo es que la sociedad pierda puntos de referencia comunes, indispensables tanto para discrepar como para ponerse de acuerdo.

El presidente no ayuda. Quizá le falta el tipo de experiencia que enseña a encarar sin temor el diálogo y aprender junto con quienes piensan distinto. Se aferra a una concepción rígida de su autoridad, y cuando la siente amenazada reacciona en forma impropia.

La semana pasada, después de vacunarse, les preguntó a periodistas para qué podía servir un diálogo social, y afirmó que “se sigue tirando de la piolita” con la intención de que él imponga “un Estado policíaco”. Parece que opciones como la de mantener el cierre obligatorio de los boliches a las 24.00 o cambiarlo a las 22.00 marcan el límite entre la libertad y el despotismo.

Lacalle Pou cometió el error de presentar sus decisiones sobre el manejo de la emergencia como una cuestión de principios, y probablemente se siente prisionero de sus palabras. Pero lo más grave es que toda la sociedad quede también prisionera de ellas.