Podríamos postular que en este momento del país en particular hay quienes niegan la gravedad de la situación sanitaria, quienes la relativizan y quienes entienden que la pandemia de covid-19 es el asunto prioritario alrededor del que debe girar toda preocupación social y política. No creo, sin embargo, que haya, en ninguno de estos grupos, alguien que piense que estamos atravesando ya no un buen momento, sino siquiera un momento tan bueno o malo como cualquier otro de la historia reciente. A la situación dramática que afecta al sector de la salud, y que conduce a tragedias diarias originadas en la ausencia de atención, en la demora de la respuesta institucional, en la carga extraordinaria de trabajo y estrés que soportan los trabajadores, se debe agregar el miedo que por todas las vías de comunicación –desde los reportes oficiales difundidos por la prensa hasta los comentarios en redes o las conversaciones en círculos privados– alimenta la percepción de fragilidad, de peligro, de desamparo. No hay a dónde mirar sin ver un muerto, una persona en agonía, un familiar devastado por el golpe de la fatalidad.
En medio de este panorama que no vale la pena seguir describiendo, cientos de miles de personas se han ido cayendo del sistema, es decir, del trabajo, la seguridad social, los vínculos laborales, el intercambio solidario con otros en su misma situación. Basta ver cuántos deben recurrir a las ollas populares, cuántos duermen en la calle, cuántos deambulan buscando algo en la basura, pidiendo cualquier cosa, exponiendo su desesperante situación de intemperie. Supongo que es a esas personas que se les ofrece una ayuda de 2.400 pesos, o quizás ni siquiera sea a esas, porque bastaría que cobraran cualquier prestación del Estado (una tarjeta Mides, el Plan de Equidad, cualquier prestación, por mínima que sea, pagada por el Banco de Previsión Social) para que ya no puedan aspirar a la canasta alimentaria que ahora, cuando con bombos y platillos se anuncia que fue duplicada, vale, insisto, 2.400 pesos. Como sea, más de 300.000 personas están en una situación suficientemente dramática como para cumplir con los requisitos exigidos.
Imaginemos que en cambio el desamparado es alguien que va a recibir durante tres meses 7.300 pesos porque la situación lo obligó a dejar de trabajar. Serían 20.500 los trabajadores que podrían aspirar a esa loca suma (8.000 informales y 12.500 monotributistas), aunque el PIT-CNT asegura que los informales son 300.000. Imaginemos a ese ciudadano cubriendo, con 7.300 pesos, sus necesidades de vivienda, energía, alimentación, salud, etcétera. Imaginemos ahora a los que están en el seguro de desempleo, que por suerte se puede solicitar con una antigüedad menor a la que se exigía antes de todo este desastre. Como algunos sabrán, el seguro de desempleo equivale a 66% del salario sólo el primer mes, y luego va disminuyendo. No puede cobrarlo alguien que esté al mismo tiempo cobrando otra prestación o que tenga otro trabajo. Una vez más, imaginemos cómo se hace para cubrir las necesidades básicas (esas que son imprescindibles para quedarnos en casa y cuidarnos entre todos) con un ingreso único que empieza ya con un recorte de más de 30% del salario y va disminuyendo mes a mes.
Al mismo paso que avanza la naturalización de la muerte, la miseria y la humillación, camina también la demanda de silencio, de aceptación de la injusticia y el abuso como condiciones inevitables de la vida.
En cuanto a los trabajadores que siguen en la formalidad plena, hay al menos dos condiciones: los que trabajan en sus casas y deben hacerse cargo de los costos que antes corrían por cuenta del empleador (la luz, la conexión, el desgaste de los equipos) y del tiempo extra que demanda organizarse para trabajar con otros sin estar, físicamente, con otros, y los que siguen yendo a trabajar todos los días en ómnibus atestados porque alguien, señor, señora, tiene que llenar la góndola del súper, repartir pedidos, vender medicamentos o hacer tratamientos de conducto en una muela infectada. Esos no saben de distanciamiento social excepto en sus ratos de ocio.
Pero las muertes se podrían haber evitado con otras conductas, dicen, que es como decir que los pobres son pobres porque quieren.
En medio de este discurso meritocrático de la salud, que carga sobre el contagiado la responsabilidad de no haber sabido mantenerse en su burbuja, se nos quiere invitar a no ser negativos, se insiste en que los sobrevivientes de los Andes se salvaron a fuerza de coraje y resistencia (dejando a los que murieron en el lugar penoso de los inservibles, los débiles, los que no merecen ni la gracia del recuerdo, y eso que fueron las dos terceras partes de los caídos en la montaña), y se dicen cosas como que está muy bien pedirle al que recibe “recursos de toda la ciudadanía” que devuelva el favor con “algún tipo de trabajo, de refacción o de changa”. Me imagino que cuando los sobrevivientes de los Andes fueron finalmente traídos de regreso a suelo patrio se les pidió, también, que devolvieran el esfuerzo de haber ido a buscarlos. ¿Se les pide alguna devolución a los beneficiarios de la reproducción asistida? ¿A los que reciben atención del Fondo Nacional de Recursos? Mejor no doy ideas, porque estamos a milímetros de que se nos diga que la salud, como la vivienda, la educación o las jubilaciones son para quien pueda pagarlas.
Pero este descarnado discurso de sálvese quien pueda tiene un correlato: el que busca teñir de oprobio la batalla política. Al mismo paso que avanza la naturalización de la muerte, la miseria y la humillación, camina también la demanda de silencio, de aceptación de la injusticia y el abuso como condiciones inevitables de la vida. No hay explotación mejor lograda que la que se instala como el orden natural de las cosas.
Nunca fue tan necesaria la política como ahora, justo ahora, cuando nos dicen que no es tiempo de andar hablando de eso.