El martes de noche, sin que se supiera bien quién las había convocado, se hicieron oír las cacerolas en mi barrio. Es cierto que en las redes habían aparecido algunas invitaciones a cacerolear, pero no era del todo claro, al menos para mí, qué era lo que se estaba reclamando. Digamos que se entendían las motivaciones subjetivas (está muriendo un montón de gente y el gobierno no toma medidas drásticas, cada día la situación es más insostenible en el sistema de salud, las personas que están encerradas temen que las que salen a la calle las pongan en riesgo, las que salen a la calle temen que una medida de confinamiento obligatorio les saque el pan de la boca, se informa diariamente el número de casos detectados, de test realizados, de casos activos, de ocupación de plazas de CTI, de muertes relacionadas con la pandemia, se sabe que hay diferencias entre los casos informados y los reales por cuestiones que tienen que ver, dicen, con la forma en que llegan los datos, se teme que haya subregistro, se teme que haya sobrerregistro), pero no parecía claro (a mí no me quedaba claro) qué pedía, exactamente, el recurso del caceroleo. Puedo estar muy equivocada, pero por las opiniones que leo y escucho en la medida en que el semiconfinamiento voluntario me lo permite, lo que hay es una sensación enorme de desprotección y de espanto por la cercanía de la muerte, por la eventualidad real de que pegue muy cerca, pero muy poco acuerdo en torno a qué forma debería tener una medida, si no infalible, al menos tranquilizadora. Es verdad que los equipos técnicos de la salud han dado ideas, pero a las ideas de los técnicos les falta el componente político, que tiene que ver con las medidas que el Estado debe tomar para garantizar un parate, aunque sea por poco tiempo.

Mientras todo esto sucede en este país que el año pasado jugó a que zafaba de la tragedia por cuestiones tan inasibles como la garra charrúa, el viento costero o esa suerte que tenemos de ser fantásticos, Montevideo tiene casi 300 ollas y merenderos populares en funcionamiento, atendidos exclusivamente por la sociedad organizada y casi sin apoyo del Estado. Hasta hace algo menos de un mes esa red de solidaridad alimentaba, sólo en la capital, a 44.000 personas y servía casi 140.000 porciones semanales. Si esos números cambiaron en este tiempo, fue para crecer. Las donaciones particulares escasean a medida que los salarios pierden la pelea contra la inflación, y estamos recién empezando el otoño.

Por otro lado, el “país productivo” no está tan malherido como su población trabajadora. El Cape Pelican, un carguero de 292 metros de eslora y 45 metros de manga que navega con bandera de Liberia, está todavía atracado en el puerto de Montevideo, cargando 90.000 toneladas de rolos de pino. Para que el lector se haga una idea, son 35.000 camiones de troncos que viajan rumbo a Oriente. De un análisis de la sección Economía y Mercado de El País surge que a pesar de la fuerte caída de la actividad de la mayoría de los sectores en 2020, además, por cierto, de la caída del empleo y el consumo, las “actividades primarias” crecieron casi 8% respecto del cuarto trimestre de 2019, y en el primer trimestre de 2021 “las exportaciones de bienes” tuvieron un crecimiento de 19% respecto de 2020, ubicándose por encima, incluso, de 2018 y 2019.

¿Qué reclaman, exactamente, las cacerolas? ¿Están presentes en la cabeza de todos las circunstancias radicalmente distintas que atraviesan un agroexportador y una peluquera? ¿Todo el mundo pide lo mismo?

Recordemos, por otra parte, que a ese crecimiento hay que sumar el aumento del dólar, que favorece al exportador tanto como perjudica al importador y al pequeño consumidor. Aclaremos también que las “actividades primarias” y la producción de bienes que exporta Uruguay no se caracterizan por ser fuentes de trabajo significativas (al contrario: la reconversión productiva del agro disminuyó la cantidad de mano de obra necesaria en el campo), y que si la construcción mostró en 2020 cifras de crecimiento a pesar de la situación general se debió, fundamentalmente, a las obras de UPM y del ferrocarril central, que es como decir que se viene trabajando para mantener en aumento las actividades primarias. Ese es el modelo productivo que la izquierda no modificó en los 15 años de gobierno, y que sólo puede acentuarse ahora que tomó la posta el herrerismo.

A todo esto, se espera una gran cosecha de soja, que empieza ahora en abril y sigue durante mayo. Y felizmente para los productores, el gobierno resolvió absorber el aumento del precio del petróleo postergando la suba de los combustibles hasta junio, así que Ancap, la despreciada empresa estatal, protegerá las utilidades del sector agroexportador mientras dura la zafra. Bien dice el argentino Grobocopatel, radicado desde hace años en nuestro país, que Uruguay, tanto con gobiernos de izquierda como de derecha, brinda seguridad a los inversores.

¿Qué reclaman, exactamente, las cacerolas? ¿Están presentes en la cabeza de todos las circunstancias radicalmente distintas que atraviesan un agroexportador y una peluquera?

¿Todo el mundo pide lo mismo? Nunca me parece peligrosa una manifestación de protesta, excepto cuando la motiva el miedo. No sé si detrás de la sonora expresión de descontento estamos alineados en el reclamo de un modo más justo de defender la vida o si estamos ante una nueva forma del miedo a la inseguridad y el peligro. No sé muy bien qué piden, esta vez, las cacerolas, y me gustaría saberlo.