Como cualquier ojo atento puede comprobar, en Montevideo (al igual que en la mayoría de las grandes ciudades del planeta) habita un número significativo de personas carentes de hogar, lo que suele ser correlativo a una severa privación de vínculos sociales significativos, autoestima y perspectivas de futuro. Acerca de esas personas se ha dicho que, aunque su situación no sea envidiable, son libres y ejercen una especie de derecho a vivir en la calle. Situaciones de emergencia social, como la generada en la actualidad por la covid-19, aumentan de modo drástico el número de personas sin techo para quienes, aunque todo se desmorona en muy poco tiempo, no habría sin embargo pérdidas en términos de libertad. Esta conclusión, aunque correcta en cierto sentido, es disonante y nos lleva a preguntarnos por qué la libertad es importante para las personas y cuál es su relación con otros bienes también relevantes desde una perspectiva de justicia.

La libertad está entre los bienes que más apreciamos los miembros de las sociedades democráticas, aunque las razones de su importancia, así como su peso relativo en el conjunto de los intereses humanos fundamentales, son materia de debate entre las distintas concepciones de justicia. La teoría de Rawls presenta una robusta justificación de las libertades básicas, vinculada a una noción kantiana de la persona moral y de su prioridad, como exigencia para las instituciones, en relación con los restantes bienes sociales. Al mismo tiempo, plantea que las acciones libres de las personas en sociedad sólo son posibles dentro de un marco de reglas que constituyen las instituciones más relevantes como la constitución política, la economía o la organización familiar (estructura básica de la sociedad), las cuales condicionan de modo decisivo sus posibilidades de opción y las perspectivas de éxito en llevar adelante un plan racional de vida.

El que los seres humanos sean libres o no está determinado por los derechos y deberes que establecen esas instituciones y, para Rawls, el problema central de la justicia radica en la justificación de un criterio para la valoración moral de ellas. Así, la libertad individual, aunque fundamental, no deja de ser un bien social, y es en este punto esclarecedora la comparación del liberalismo igualitario rawlsiano con el libertarismo de Robert Nozick, que la defiende como la implicación de la existencia de derechos naturales, que operan como restricciones absolutas al comportamiento de los demás.

El punto de partida para la adopción de un criterio público de justicia institucional es, para Rawls, la consideración de los ciudadanos de las sociedades democráticas como personas morales libres e iguales, que se ven a sí mismas como dotadas de intereses fundamentales que deben proteger. Son personas morales, en tanto están dotadas de autonomía moral, lo que supone que son racionales, esto es, capaces de establecer su propio plan de vida y razonables, en tanto pueden darse a sí mismas principios de acción orientados por criterios morales. Son personas libres, en tanto cada una es fuente autónoma de exigencias con relación a los demás miembros de la sociedad, pero también responsable por determinar y revisar, a la luz de las circunstancias, sus propias metas y deseos. Asimismo, se consideran recíprocamente iguales, en cuanto autores y destinatarios de las reglas que dan forma a las instituciones fundamentales.

Personas concebidas de esa manera, piensa Rawls, elegirían dar prioridad, entre los principios de justicia, a uno que garantice un esquema igual para todos de libertades fundamentales. Estas son las libertades a las que personas así no pueden renunciar y resultan, por tanto, innegociables. No pueden cederse a cambio del incremento de otros bienes como el ingreso, la riqueza o cualquier otra ventaja socioeconómica. Las libertades básicas proyectan intereses de muy especial significación, considerando el hecho de que las personas morales discrepan de buena fe sobre los términos que han de regir la cooperación social. En toda sociedad existen diferencias religiosas y filosóficas entre sus miembros, así como múltiples conflictos morales, que hacen necesaria una garantía de que los intereses fundamentales estarán preservados de las contingencias políticas y sociales. Esto significa asegurar a todos el pleno ejercicio continuado de sus dos capacidades morales fundamentales.

Una de ellas es el sentido de justicia, que implica el involucramiento como ciudadanos en la discusión de principios de justicia, así como su aplicación a las cuestiones vinculadas a la estructura básica de la sociedad y la formulación de las políticas sociales respectivas. Para el ejercicio de ese poder moral es necesario el máximo ejercicio de las libertades políticas y de pensamiento. Sólo ciudadanos plenamente libres e informados pueden hacer un uso de la razón pública.

La segunda capacidad moral fundamental consiste en la posibilidad de formular y revisar lo que Rawls denomina una concepción completa (o comprehensiva) del bien, normalmente asociada a alguna doctrina religiosa, filosófica o moral. Esto requiere un uso continuado de la razón práctica pues supone formular un plan de vida acorde con la idea propia del bien, revisarlo y seguirlo de manera racional a lo largo de toda una vida. A su vez, la razón práctica requiere un pleno ejercicio de las libertades de conciencia (sin el cual no puede hablarse de autonomía) y de asociación.

Otras libertades básicas como las que hacen a la integridad de la persona y las constitutivas del estado de derecho se justifican como presupuestos del ejercicio de las anteriores y como su garantía efectiva. Por ejemplo, no hay pleno ejercicio de la libertad de conciencia si existe la censura previa. Tampoco puede decirse que rijan las libertades políticas y de asociación si las personas no pueden desplazarse, elegir ocupación, y carecen de la garantía de que no serán detenidas sin debido proceso legal o pueden resultar condenadas por delitos que no han sido tipificados por la ley.

Las libertades básicas están conceptualizadas como un esquema que admite sólo distribución estrictamente igualitaria: ninguna desigualdad es admisible con relación a las libertades y derechos básicos. Una sociedad justa puede aceptar que algunas personas tengan (bajo condiciones de igualdad de oportunidades y de beneficio de la desigualdad para todos) más ingreso que otras. Pero es por completo inaceptable que algunas tengan más libertad de conciencia, expresión, desplazamiento o decisión política que otras. A su vez, dentro del esquema de libertades, ninguna de las libertades básicas puede ser entendida como absoluta porque, aunque no pueden ser suprimidas ni canjeadas por otros bienes, es posible que sean reguladas e incluso (temporalmente) limitadas cuando entran en conflicto unas con otras. Un ejemplo claro en nuestro país es la llamada “veda electoral” previa a cada uno de los comicios, donde se limita por corto tiempo, aunque de forma severa, la libertad de expresión en aras de las libertades de conciencia y elección política.

La prioridad de la libertad tiene sentido sólo si consideramos a los principios de justicia en conjunto, no sólo la igualdad en las libertades básicas sino la limitación de la desigualdad socioeconómica admisible.

Rawls distingue entre la extensión y seguridad en las libertades básicas (que requiere textos constitucionales y legales, además de mecanismos que garanticen su vigencia efectiva) y el valor de esas libertades. Mientras que en una sociedad justa las libertades básicas son necesariamente iguales para todos, su valor para cada individuo difiere según su situación particular. Tanto las desigualdades económicas y sociales (las basadas en el ingreso y la riqueza) como las naturales (las contingencias de salud y la distribución de los talentos) harán que las personas disfruten en diferente medida de las libertades que poseen por igual. Aunque, por ejemplo, la libertad de movimiento esté asegurada para todos, es claro que valdrá para el rico, que podrá realizar costosos viajes, mucho más que para el pobre. El primer principio de justicia no garantiza el valor igual de la libertad –es decir, no autoriza a mejorar la situación socioeconómica de las personas para que puedan disfrutar en mayor medida de la libertad– salvo en un caso: las libertades políticas. La diferencia de tratamiento se debe a que la propia condición de ciudadanía requiere que haya una igualdad de oportunidad efectiva en influir en las decisiones políticas y en ocupar cargos y posiciones de autoridad política. Ello requiere neutralizar las grandes desigualdades económicas, ya sea mejorando la posición socioeconómica de los más pobres o asegurando la competencia equitativa en las campañas políticas (por ejemplo, limitando la posibilidad de financiamiento privado y facilitando el acceso a los medios de comunicación).

La capacidad de tener propiedad personal y su libre uso forman parte de los derechos básicos protegidos de manera prioritaria en la Teoría de la justicia, en tanto son presupuestos de la autonomía personal y la posibilidad de autorrespeto, que a su vez son condiciones de posibilidad del ejercicio de los dos poderes morales fundamentales. Pero eso no implica que la sociedad deba adoptar un régimen en particular con relación a que los medios de producción y los recursos naturales, sean de propiedad pública o privada. Determinar cuál de ellos es compatible (y Rawls piensa que, bajo ciertos supuestos, ambos lo son) con una sociedad justa queda librado a la discusión del segundo principio, que regula las desigualdades admisibles de riqueza e ingreso. Ni la propiedad pública ni la privada son esenciales para el pleno ejercicio de los poderes morales fundamentales, por lo que la libertad asociada a alguna forma de propiedad no goza de protección prioritaria, siendo la opción por una u otra dependiente de condiciones sociales e históricas contingentes. Por otra parte, aunque la teoría liberal rawlsiana reconoce la existencia de un principio general contrario a la intervención estatal, que cede ante las exigencias derivadas de los principios de justicia de la estructura básica de la sociedad, la libertad contractual tal como la entiende la clásica doctrina del laissez-faire tampoco está protegida de modo prioritario, en marcado contraste con el enfoque libertario.

Muy poco tiempo después de la publicación de Teoría de la justicia, Robert Nozick presentó, desde una concepción libertarista de la justicia, una aguda crítica a Rawls en su obra Anarquía, Estado y utopía, dando lugar a una amplia discusión que está lejos de apagarse. La objeción principal de Nozick era que una concepción de justicia orientada hacia la obtención de una pauta distributiva igualitaria, como la que atribuía a Rawls, tendería a interferir continuamente en las opciones e intercambios libres de las personas. El punto es que ninguna distribución de bienes puede imponerse y sostenerse en el tiempo si se permite a las personas ejercer su libertad, en tanto los intercambios voluntarios llevan de forma necesaria a desigualdades importantes. Algunos individuos tienen ciertos talentos especiales por los que otros están dispuestas a pagar mucho (piénsese, por ejemplo, en un futbolista de élite, una estrella de cine o el inventor de la cura para una enfermedad mortal); algunos están dispuestos a trabajar más duro que otros para mejorar su posición sea cual sea la pauta distributiva que se proponga. En esencia, la idea es que la libertad y la imposición de un criterio de igualdad socioeconómica no son compatibles y que la única concepción de justicia defendible es histórica, es decir, que resulta justa cualquier distribución de bienes que surja del intercambio libre y voluntario.

Aunque Nozick formula una objeción relevante contra los criterios de justicia orientados al resultado, puede concluirse que no se aplica a la teoría de Rawls. Aunque esta rechaza la protección como prioritaria de la libertad contractual, no está pensada para imponer una pauta específica de distribución socioeconómica, en tanto propone un principio de igualdad estricta de oportunidades, compatible con desigualdades significativas resultantes de las acciones voluntarias de los individuos.

Para entender mejor la diferencia entre el liberalismo rawlsiano y el libertarismo de Nozick, podemos partir de un punto fundamental en que ambos coinciden: el individualismo normativo y el consiguiente rechazo al utilitarismo como concepción de justicia, en tanto este no toma en serio la individualidad de las personas, al considerar justificadas ciertas decisiones colectivas que sacrifiquen intereses fundamentales, en función del bienestar agregado de la mayoría. Tanto para el liberal como para el libertario, los individuos son la única fuente de valor autónoma y poseen una dignidad que los hace inviolables, lo que significa que sus intereses fundamentales no pueden ser sacrificados ni siquiera por el bienestar de una abrumadora mayoría de la sociedad.

Sin embargo, para Rawls la protección prioritaria de la libertad surge de su justificación en una hipotética posición original donde los ciudadanos, con las restricciones informativas que reflejan la idea de imparcialidad, eligen principios de justicia para las instituciones fundamentales. Rawls parte de la base de que esas instituciones, de enorme impacto en las perspectivas de vida de las personas, existen de modo necesario en cualquier sociedad y no tiene sentido, a efectos de la discusión de principios de justicia, suponer un estado de cosas donde imperaría la libertad natural: toda libertad socialmente significativa se ejerce en un contexto institucional.

Por tanto, la prioridad de la libertad tiene sentido sólo si consideramos a los principios de justicia en conjunto, con el objeto de justificar el mejor arreglo institucional posible, lo que incluye no sólo la igualdad estricta en las libertades básicas sino también la limitación de la desigualdad socioeconómica admisible. Para Rawls, la sociedad, aunque constituye un esquema de cooperación necesario, es mejor entendida (y evaluada) como una asociación libre, a la cual perteneceríamos voluntariamente sólo bajo la condición de que sea en bien de todos, según términos aceptables en condiciones (hipotéticas) adecuadas de reflexión e imparcialidad.

Volvamos, para finalizar, al problema que daba inicio a esta nota. En una sociedad democrática, las personas carentes en términos socioeconómicos, hasta el punto de tener la calle como único hogar, pueden ser consideradas libres en cuanto ninguna autoridad les impone restricciones en sus opiniones, desplazamientos o asociaciones. Sin embargo, algunas de esas libertades tienen escaso valor para ellas, por la drástica limitación que a sus opciones de vida imponen las privaciones materiales. En particular, la libertad política tiene para esas personas un valor casi nulo pues es virtualmente imposible que su voz pueda ser escuchada en el debate público y que accedan a puestos de decisión. La teoría de la justicia de Rawls permite pensar en un ideal de sociedad en que las instituciones sean reguladas de modo tal que aseguren la vigencia irrestricta de las libertades básicas, pero al mismo tiempo operen para evitar, en la mayor medida posible, situaciones de privación y desigualdad extrema que vacíen de sentido esas libertades.

Ricardo Marquisio es profesor agregado de Filosofía y Teoría General del Derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad de la República.