La laicidad se ha convertido en los últimos tiempos en un caballito de batalla para los políticos, periodistas, profesionales de la educación, etcétera. Aparece a menudo como violada impunemente y otras veces defendida con ardor: “Hay que defender la laicidad con uñas y dientes” (Sanguinetti dixit). “Usted viola la laicidad”, “el que la viola es usted”; las acusaciones van y vienen sin que se aclare qué cosa es esa famosa “laicidad”.

Nos proponemos encarar el tema desde una perspectiva que nos parece más provechosa.

La laicidad es producto de las sociedades modernas, aquellas sociedades más complejas que los grupos humanos sencillos (aldeas agrícolas, tribus selváticas, etcétera). En estos grupos, la educación constituye una práctica, no un problema; los adultos saben bien qué es lo que deben comunicarles a los jóvenes del grupo (niños, adolescentes): los varones deberán aprender a cazar, a cultivar, a fabricar armas o herramientas; las niñas aprenderán a cocinar, a tejer telas, etcétera. No existen alternativas: la cultura a transmitir es una.

Las sociedades modernas –en cambio– están constituidas por varios subgrupos con distintas formas culturales: guerreros, sacerdotes, comerciantes, artesanos, etcétera. Cada uno de estos subgrupos llega a desarrollar su propio sistema educativo, manteniendo así la relativa separación dentro del todo social; este se conserva unido porque cada subgrupo mantiene su rol dentro del todo: los guerreros luchan defendiendo al todo, los sacerdotes ejercen sus rituales, los comerciantes trafican, etcétera. Por ahora no se presentan problemas educativos, dada la separación que se mantiene entre las distintas actividades educativas: los entrenamientos bélicos no interfieren con las liturgias de iniciación de los sacerdotes o con los aprendizajes de los artesanos.

En algún momento de la evolución social, un poder central intentará dar más unidad al todo social, buscará crear una nación y unificar las actividades. ¿Cómo formar a los futuros integrantes de esa nación? ¿Serán guerreros, comerciantes, artesanos o qué? Cuando la iglesia tuvo en sus manos el control del poder político (directa o indirectamente), la respuesta era obvia: a todos los jóvenes se les debía transmitir los rituales básicos propios de la religión en tanto a un selecto número de ellos se les formaría para roles de dirección en la propia iglesia y en el Estado; subsistirían –por otra parte– otros mecanismos educativos para artesanos, guerreros, etcétera.

En un determinado momento, el poder político comenzó a cuestionar el predominio de la iglesia (quizás en alas de la influencia masónica), por lo cual comenzó a plantearse el tema de la laicidad (la iglesia debía abstenerse de la labor educativa), hasta que surgieron enfrentamientos por quién debía detentar el control del aparato político, más allá de la simple exclusión de la iglesia. Distintos grupos sociales (portadores de subculturas diferentes) disputaron el contralor del sistema educacional. Cada grupo sabía que controlar el sistema educacional implicaba controlar el todo social: los futuros ciudadanos serían modelados según un mismo molde: el que proponía ese grupo social.

Existiría –sin embargo– un aparente consenso: “educación, educación, educación”, pero como no está claramente establecido qué cultura transmitir, dicho consenso es fútil, irrelevante.

Por esta razón, la disputa actual por la “laicidad” esconde –en realidad– la disputa entre distintas subculturas por prevalecer sobre las otras. Hablamos de “subculturas” porque existe un fondo común (mínimo) de componentes culturales que no están en discusión: lenguaje, matemática, nociones básicas de geografía, de ciencia, etcétera. Los componentes culturales que están en discusión giran en torno a los “valores”, es decir, a cómo se valoran distintos hechos, distintas conductas, distintas relaciones: ¿Cómo deben relacionarse un obrero y su patrón? ¿Debe obedecerse a cualquier autoridad? ¿Existen roles sociales predeterminados que no deben cambiarse: hombre-mujer, padre-hijo, etcétera? Naturalmente no es corriente que las disputas se planteen tan claramente; a veces la disputa es por un simple cartel en la puerta de un liceo, pero que revela un trasfondo de valores no muy explícitos. Al no plantearse claramente los valores en disputa, las polémicas pueden eternizarse sin solución.

Existiría, sin embargo, un aparente consenso: “educación, educación, educación”, pero como no está claramente establecido qué cultura transmitir, dicho consenso es fútil, irrelevante. Por ejemplo, nuestra sociedad está siendo atacada por una invasión cultural proveniente del mundo delictivo –concretamente, el narcotráfico– que propone valores que rechazaríamos: el egoísmo (hacé la tuya), la falta de respeto por la vida humana, el poder económico como objetivo, etcétera. Esos valores han permeado nuestra sociedad y no siempre son exclusivos del mundo delictivo (algunos subgrupos llegan a compartirlos). Entonces, ¿la solución será simplemente “educar más”? Mientras no clarifiquemos qué cultura caracteriza nuestra sociedad, “educar” no alcanza.

Por último, tenemos el tema de la autonomía. Autonomía implica la posibilidad de autogobernarse, de no depender de decisiones ajenas. La autonomía de la educación implicaría que esta se autogobierne, pero, ¿quién es “la educación”? ¿Es el cuerpo docente, son las autoridades electas por el poder político, los estudiantes, etcétera? En verdad ninguno de ellos, ya que “la educación” es una actividad que relaciona las generaciones de una sociedad: de qué manera una generación prepara a la siguiente para suplantarla en el correr del tiempo. Por lo tanto, no puede ser “autónoma”: dependerá siempre de la sociedad que la utiliza. En nuestro caso, no hemos definido claramente cuál es “la sociedad” que está planificando la educación; mientras varios grupos mantengan disputas por el poder político, no lo sabremos.

Jorge Bralich es profesor especializado en Historia de la Educación.