La única universidad pública que hay en Cali, Colombia, la tercera ciudad del país, tiene capacidad para 30.000 estudiantes y es la más grande del Pacífico colombiano. Pero sólo en esta ciudad, con dos millones y medio de habitantes, más de 500.000 jóvenes están en edades aptas para acceder a una carrera profesional. La gran mayoría quedan excluidos en el reparto de las oportunidades porque el gobierno lleva décadas sin crear universidades.

Y ni qué decir del resto de la población. Colombia es una nación multiétnica y Cali tiene la mayor población afro del país. Su región tiene la mayor población indígena. Ambas poblaciones, junto con los campesinos, han sido históricamente relegadas por el Estado. Privadas de infraestructura pública en el campo, escasean las escuelas, los colegios, los hospitales y los subsidios para el agro.

Furia

Los colombianos vivimos con un sistema político central indolente y apático. Gobernado históricamente por presidentes de derecha y ultraderecha, el sistema es pesado y costoso en lo burocrático, pero reducido a su nivel mínimo en el cumplimiento de sus funciones esenciales para los ciudadanos. Aunque gobierna la vida de casi 50 millones de personas, pocas empresas públicas se crean y, por el contrario, todo se vende, todo se terceriza, todo se concesiona: las carreteras, los servicios de salud, la banca, la extracción de minerales.

Su modelo encarna la agudización de un neoliberalismo voraz. Y bajo este modelo se han fortalecido las corporaciones de capital privado y se ha debilitado el sector público. Los bancos han aumentado sus riquezas y sus dueños han comprado los principales medios informativos. La información producida en un entorno profesional, como la de El Tiempo y Semana, ahora pasa por sus censores y está supeditada a sus intereses. Y gracias a este control, los banqueros también han aumentado su poder sobre los gobiernos, financian las campañas de los candidatos presidenciales e inciden en los nombramientos estratégicos del Estado.

Las puertas del alto poder público tienen barreras para el ciudadano común pero son giratorias para los más grandes empresarios; aparecen los contratos irregulares, las licitaciones, los puestos públicos, los nombramientos a dedo, los cargos diplomáticos para políticos sin carrera y las millonarias exenciones tributarias para grandes empresas.

Así, aunque por períodos han disminuido los niveles de pobreza, el neoliberalismo ha aumentado la abismal diferencia entre el capital de los ciudadanos más ricos y el escaso dinero en los bolsillos de los más pobres. Con empresas cada vez más millonarias que cooptan los mercados, la libre competencia cada vez es menos libre. Por el contrario, aparecen el monopolio, el oligopolio, el control de facto de un sector económico por parte de una o dos firmas poderosas, o de una pequeña agremiación también poderosa, con unos cuantos asociados, que termina fijando las condiciones de un sector productivo al servicio de sus negocios. Aparece el cartel de los pañales para subir sus precios, el convenio de las entidades prestadoras de servicios de salud para restringir medicamentos, los dineros que llegaron a las arcas de la industria de la caña y que eran destinados para subsidiar el agro. Aparecen las obras de infraestructura inconclusas o nunca ejecutadas. Pero no aparece el dinero. Un memorial del saqueo que la gente no olvida.

Confinados por la pandemia, sólo les queda luchar. Ya llevan días intentando parar esta maquinaria que los oprime. ¿Qué más podrían hacer? Sólo les queda esperar que otro mundo sea posible.

Por eso cuando el gobierno pretendió con la reforma tributaria cobrar impuestos hasta por el agua que llegaba a las casas de las familias de clase media, se rebosó la copa. Estalló la furia. Poco importó que el país atravesara uno de sus peores momentos de pandemia. Los sectores populares apenas intentan sobrellevar el confinamiento, la crisis del sistema de salud y la pérdida de empleos por la quiebra de establecimientos comerciales. Cómo se podía esperar una reforma justa si el ministro que la presentó ignoraba cuánto le cuesta al ciudadano común una docena de huevos.

La furia estalló en Cali, aquella ciudad escindida en estratos que se fue fragmentando con conjuntos cerrados, protegidos por empresas privadas de seguridad, bordeados por muros y hasta cercas eléctricas. Una ciudad central en la ruta hacia Ecuador que se fue llenando de miles de migrantes que no son integrados y que cada día también salen a la calle a luchar para sobrevivir.

La furia se desató contra el sistema de transporte, concesionado al sector privado, contra los bancos, contra la oficina de recaudo tributario y contra las estaciones de la Policía. La furia se convirtió en gritos y piedras para parar la maquinaria del sistema.

Dolor

¿Y cuál fue la respuesta? Bala. Un excesivo uso de la fuerza, como dice la Organización de las Naciones Unidas, una represión brutal, como indican algunos académicos, una lluvia de bombas lacrimógenas y plomo. Batallas de piedra y fuego, en medio de las calles y los barrios de las ciudades. Como el fuego genera más fuego, la protesta se esparció por las principales ciudades del país.

El más reciente informe de Human Rights Internacional ha registrado hasta el 8 de mayo 43 homicidios, seis casos de violencia sexual, 160 ataques a la misión médica y 1.330 heridos. Más de 105 personas continúan desaparecidas.

A fuerza de las balas, los puntos de bloqueos de los manifestantes en varias ciudades se han convertido en trincheras de la guerra. Y aunque desde diferentes sectores se les pide a los manifestantes que no se expongan a un atentado anunciado en los puntos de bloqueo, muchos siguen resistiendo, danzando, cantando y prendiendo velas por los caídos. También en parte, porque gracias a la solidaridad de la ciudadanía que abastece los puntos de bloqueo con alimentos y sábanas, en los puntos de protesta más pobres muchos manifestantes han podido comer mejor que en sus casas y además alimentar a algunos vecinos que se acercan a buscar algo de comida.

Esperanza

En medio de esta orgía de sangre y represión, también hay esperanza. Los primeros pliegos de los manifestantes para alcanzar una negociación con el gobierno conmueven. Piden que se respete el derecho a la protesta social, que retornen los desaparecidos y se conmemoren los muertos. Pero también piden que llegue la comida a los lugares apartados del país, que se ayude a los pequeños comerciantes y propietarios, que haya mayor inversión en educación, que existan universidades en las zonas más pobres de las ciudades, que se eliminen los sueldos vitalicios de los presidentes y que se retiren las reformas que afectan la salud, la estabilidad laboral y las pensiones.

Un mecanismo automático del ser humano es luchar o huir, y muchos de los manifestantes, la mayoría jóvenes, que se sitúan en la primera línea de la protesta no tienen a dónde huir. Confinados por la pandemia, sólo les queda luchar. Ya llevan días intentando parar esta maquinaria que los oprime. ¿Qué más podrían hacer? Sólo les queda esperar que otro mundo sea posible.

Kevin Alexis García es profesor de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle, Cali, Colombia.