El uribismo no tiene una doctrina articulada. No obstante, a modo de una “ideología estrecha”, es un cuerpo deshilvanado de tópicos o clichés, simples pero efectivos, cuya periferia contiene elementos como el nacionalismo o la “ideología de género”, pero cuyo núcleo suele ser estable: un muy elástico anticomunismo entroncado con la identificación de toda oposición y protesta como una grave amenaza a la “estabilidad institucional”.
No es de sorprender, en consecuencia, que desde el inicio, el 28 de abril, de un nuevo ciclo de protesta, el uribismo se haya esmerado por subsumirlo en el vandalismo. La mayoría de los grandes medios han servido como su megáfono. De esa forma, como corresponde a su eslogan preferido –“plomo es lo que hay, plomo es lo que viene”–, pone las movilizaciones del lado de la ilegalidad y legitima, en consecuencia, su tratamiento como un asunto de orden público. De paso involucra en ellas, en calidad de titiritero, a Gustavo Petro, uno de los líderes de la oposición política legal, para terminar convirtiéndolo en cabecilla de ladrones y milicianos “tirapiedra”.
Un bloguero uribista hablaba por eso, en estos días, de cómo los “petristas saquean el (almacén) Éxito en Cali” y otros de sus copartidarios se han referido a los supuestos “colectivos petristas” involucrados en el vandalismo. El punto es, en últimas, generar la sinonimia entre “izquierda”, protesta y delincuencia para, acto seguido, poder responder a ellas en bloque con represión. El talante autoritario de este proyecto no puede ser más evidente.
El libreto se repite sin muchas variaciones. Después de un día de protestas, el fiscal Barbosa dio una rueda de prensa en la cual anunciaba la detención de varios miembros de células subversivas dedicadas al “terrorismo urbano”. En la noche del 1º de mayo, el presidente Iván Duque anunció la “asistencia militar” que prestará el Ejército en las ciudades para “proteger a la población”. Mientras tanto Álvaro Uribe, el presidente eterno, promovía desde su cuenta de Twitter –luego bloqueada por incitar a la violencia– el “derecho” de la fuerza pública a disparar contra el “terrorismo vandálico”.
La Policía Nacional y el Escuadrón Móvil Antidisturbios –Esmad–, como parte de ella, no han titubeado en tomarse en serio las advertencias de Uribe y, en esta, como en otras ocasiones, ha hecho un uso desproporcionado y arbitrario de la fuerza. En las redes sociales circulan imágenes de policías disparando a mansalva –y no precisamente con balas de goma– contra los manifestantes, tal como ocurrió en las manifestaciones de 2020 en Bogotá, tras el asesinato de Javier Ordóñez a manos de la Policía. Ese mismo escenario, por desgracia, se está repitiendo. La noche del 30 de abril, por ejemplo, la Policía arremetió violentamente contra manifestantes en Cali y, en hechos que aún se requiere esclarecer, murieron entre seis y 14 civiles.
Ahora bien, las marchas estuvieron acompañadas de actos delictivos y, para muchos, simpatizantes o no de la derecha, eso justifica la reacción de la fuerza pública. Que en ellas se ha atentado contra bienes públicos y privados está fuera de duda. El sistema de transporte público en Cali y en Bogotá ha sido de los más vulnerados. Y mientras en las marchas se cantaban arengas contra la difunta reforma tributaria, en algunos lugares la gente salía corriendo de un supermercado con un smart TV, nuevos zapatos o bolsas de frijoles o arroz.
El manejo del orden público por parte de los gobiernos no es nada extrínseco a la dinámica y al nivel de escalamiento de una protesta. Es, por el contrario, un momento constitutivo de su evolución.
El daño de bienes públicos y privados y el robo son, ciertamente, delitos. La cuestión, sin embargo, no es sólo si la forma de manejarlos es disparando contra cualquiera que pudo o podría estar involucrado en ellos, como lo sugiere Uribe, sino si su carácter ilegal basta para reducirlos a esa categoría. Anoto dos elementos al respecto.
En primer lugar, la destrucción de bienes privados y públicos no fue indiscriminada. Los muy impopulares sistemas de transporte público de Bogotá y Cali, por un lado, y los bancos, por otro lado, fueron los objetos predilectos de ataques. Ni lo uno ni lo otro es casual. La banca colombiana, o, mejor, sus dueños, son considerados beneficiarios de la fallida reforma tributaria y, en general, de los favores del gobierno nacional. La destrucción de las sedes bancarias es, en efecto, un delito, pero uno con una simultánea intención política.
En segundo lugar, maltratar sistemáticamente a quienes protestan, respondiendo a sus demandas con la militarización de las ciudades, gases lacrimógenos y, en algunos casos, el asesinato de los manifestantes constituye un agravio sumado al agravio. El manejo del orden público por parte de los gobiernos no es nada extrínseco a la dinámica y al nivel de escalamiento de una protesta. Es, por el contrario, un momento constitutivo de su evolución y, debido a la persistencia de la memoria, de la evolución de futuras protestas.
Que los miembros de la Policía sean vistos por muchos como una amenaza o un enemigo no es un azar. Aparte de hechos como la muerte de Dilan Cruz, en las protestas contra Duque de 2019, el trato de la Policía y, en particular, de escuadrones como el Esmad frente a los jóvenes ha sido particularmente agresivo. Abundan las denuncias y no es casual que el movimiento estudiantil, junto con muchas otras organizaciones civilistas, se hayan pronunciado repetidamente a favor de su desmantelamiento.
En esos términos, cuando en escenarios de confrontación con la fuerza pública como los recientes tienen lugar agresiones contra policías –algunas graves como las acontecidas la noche del 4 de mayo en Bogotá– no se trata de un ataque de “vándalos” hostiles a los “héroes de la patria”. Es una respuesta con violencia a las violentas políticas de manejo del orden público. La reforma tributaria fue un “shock moral” que encendió el fuego, pero el manejo policial-militar de la situación es un “agravio procedimental” que las transformó en un incendio. Se trata de una respuesta espontánea, en la mayoría de los casos escasamente articulada con algún contenido ideológico, pero, en todo caso, dotada de connotaciones políticas.
Si algo caracteriza los escenarios de protesta es que en ellos, de un modo semejante al carnaval, ocurre una suspensión temporal de ciertas normas y del funcionamiento regular de las instituciones. En el río revuelto que es la movilización se entremezclan los miles de ciudadanos hastiados de este gobierno, que actúan espontáneamente –y no movidos por alguna mano que los manipula como títeres– con organizaciones legales e ilegales interesadas en debilitar al gobierno y con diversas zonas grises entre la acción política y la conducta puramente delincuencial.
Percatarse de la dimensión política de ciertas ilegalidades no es convertir al ladrón de televisores o al que apedrea policías en un héroe. No obstante, contrario al interés del uribismo en asimilar toda esta rica turbulencia a sus dimensiones vandálicas, hace falta entender que la acción política se mueve en zonas grises entre la legalidad y la ilegalidad y que los límites de la legalidad –entendida aquí como el respeto a la propiedad privada, los bienes públicos y la fuerza pública– no coinciden siempre con los límites de la acción política.
Algunos crean bombas y se sorprenden, con cínica indignación, cuando estallan en sus manos.
Carlos Andrés Ramírez es filósofo y cientista político, profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes (Bogotá). Este artículo fue publicado originalmente en www.latinoamerica21.com.