“Cada muerte es una tristeza, los muertos no se pueden medir en números”, dijo el 13 de abril el presidente Luis Lacalle Pou en una conferencia de prensa en la Torre Ejecutiva.
La crítica situación del sistema de salud está fuera de toda discusión, más allá de los esfuerzos semánticos de las autoridades para mostrarlo menos grave de lo que es, más allá de eufemismos, de nuevas terminologías y originales clasificaciones que lo hacen migrar de una condición de “estresado” a “tensado”. La capacidad de mantener un sistema de cuidado de la salud accesible a todos los uruguayos, igualitario e integral está seriamente comprometida y, en consecuencia, el principio sobre el cual está construido, que reconoce a la salud como un bien social, un derecho humano esencial y una responsabilidad del Estado, está amenazado.
Resulta ocioso sustentar esta afirmación en cifras, que todos conocemos muy bien gracias a los datos oficiales ampliamente difundidos por parte de la prensa, así como del análisis de estos por las instituciones científicas, académicas, expertos y colectivos médicos. Bastaría con mencionar que sólo en los primeros 17 días de abril de 2021 se multiplicó por cinco el número total de fallecidos en 2020. También es claro que la crítica situación de nuestro sistema de salud, que tanto esfuerzo, dedicación y dinero costó en sus 12 años de vida, no se limita a la atención de los pacientes con covid-19. El control de las enfermedades crónicas prevalentes, como las cardiovasculares, el cáncer, la diabetes, las enfermedades respiratorias y renales crónicas, está seriamente comprometido y sus consecuencias las veremos principalmente en el mediano plazo, aunque ya se ha demostrado un descenso a casi la mitad de los estudios de búsqueda de cáncer del cuello de útero y de recto, una disminución cercana a 30% de las primeras consultas oncológicas, lo que implica un diagnóstico tardío y en consecuencia un peor pronóstico, y también un descenso de los tratamientos oncológicos.
En las últimas semanas, el crecimiento exponencial de nuevos casos, de hospitalizaciones, de ingresos a las unidades de cuidados intensivos y de fallecimientos ha significado, sin duda, la mayor amenaza que han sufrido la salud y el bienestar de la población en su historia.
Identificar y prevenir el daño evitable es el paradigma de toda actividad humana y es la primera obligación ética de quien tiene la responsabilidad de gobernar.
Las sociedades organizadas como la nuestra se asientan en dos pilares básicos, de cuyo balance derivan los resultados: el Estado y los habitantes. Las sociedades ponderan valores morales y éticos, en torno a los cuales se desarrolla la conducta ciudadana, buscando así el bien superior de una convivencia armónica. Desde el comienzo de la emergencia sanitaria, el presidente Luis Lacalle Pou centró su estrategia en la llamada (y manida) “libertad responsable” de los ciudadanos como la clave, la llave mágica y la principal y más eficiente medida de control epidemiológico. El gobierno dice lo que hay que hacer y los ciudadanos debemos cumplir. La decisión y, por ende, la entera responsabilidad está en todos nosotros. “Yo ya hice lo mío, ahora te toca a vos. Y si te contagiaste es porque no cumpliste, y si te moriste es porque no te cuidaste, y si la emergencia médica no llegó a tiempo a tu casa y allí te encontraron muerto es porque te demoraste en llamar o porque las líneas telefónicas se saturan porque la gente llama al SAME por motivos banales”. Nada de esto es fantasía, son declaraciones públicas de las mayores autoridades gubernamentales y sanitarias. Son inagotables las analogías y los ejemplos que se han dado para demostrar el peligroso absurdo de esta férrea postura presidencial. “No debo conducir a alta velocidad”, pero está en mí cumplirlo o no, y si mato o me mato cargo con mi culpa (y la pobre víctima se transforma en un muerto más, que parece que no habría que contar). “¡No se debe robar, eso está mal!”, pero alguien toma lo que no es suyo y ¿entonces usa su libertad de manera irresponsable? Y ahí todo acabaría. Y así, por el absurdo, la lista es interminable.
Algún desprevenido podría temer un cierto tinte anarquista en esta postura, de momento que esta corriente ideológica propugna la abolición de todo control social que se imponga al individuo. Pero es imposible llamarse a engaño. El presidente Lacalle Pou tiene la virtud de no haber ocultado nunca su concepción liberal de la sociedad y la economía (y vaya si Uruguay ya la está sufriendo con creces). Si duda que el ser humano es libre de optar por las ideas que considere más adecuadas. Pero tiene que saber para qué y para quiénes son adecuadas, quiénes son los beneficiados y quiénes los perjudicados, y asumir las consecuencias. Pero lo que es inaceptable y transforma el error de una ideología equivocada en culpa personal debido a los resultados derivados de esa política es la ausencia de sensibilidad que lo haga entender que no se trata de un videojuego de tres perillas, sino de la salud y la vida misma de las personas.
Sin duda que el sustento de su postura es ideológico, pero también está fuera de duda su incapacidad de sentir al otro como un igual, como así lo han sentido innumerables gobernantes de otras partes del mundo, tan neoliberales como él, que han acompañado esta política de priorización de la perilla económica, con medidas de protección de la población. Identificar y prevenir el daño evitable es el paradigma de toda actividad humana y es la primera obligación ética de quien tiene la responsabilidad de gobernar.
Raúl Lombardi es médico.