El Poder Ejecutivo prohibió por decreto los espectáculos públicos. Y está bien, tenemos que cuidarnos y evitar la propagación del coronavirus. También hubiera estado bien que se desarrollara un plan de contingencia para mitigar el impacto económico sobre las y los artistas, también sobre las y los técnicos. Pero eso no pasó.

A la Intendencia de Montevideo (IM) le corresponde la fiscalización del cumplimiento de esta medida en el departamento. En el resto del país, le corresponde a cada gobierno competente.

El Digesto departamental, que es la normativa que rige a la IM, define qué es un espectáculo público. Señala: “Se considerará espectáculo público todo acto que tenga por objeto provocar la concurrencia de personas, mediante atractivos dirigidos a suscitar la contemplación, el deleite o esparcimiento, habiendo sido previamente convocado, planificado, publicitado y/o programado. La sola emisión de música en locales cuyo giro principal no fuera este ni fuera la realización de bailes, no se considerará espectáculo público, siempre que dicha emisión no sea ejecutada en vivo ni supere en la fuente los niveles sonoros que determine la Intendencia de Montevideo”.

La normativa es clara. Si hay una propuesta artística que genera convocatoria, es un espectáculo público. Si se musicaliza un espacio que no tiene estos fines, no es un espectáculo público. Pero la sola convocatoria a esta actividad la convierte en un espectáculo público.

Ahora bien, un dato a tomar en cuenta: el digesto municipal es del año 1929. El artículo sobre espectáculos públicos tuvo dos modificaciones, una en 1979 y otra en 2004.

En 1929, pero tampoco en 1979 ni en 2004, la cultura en general y la música en particular no tenía las plataformas que tiene hoy, ni existían las redes sociales tal como las conocemos. Y, por supuesto, no había una emergencia sanitaria que pusiera todo en jaque.

Hay un elemento fundamental para dar esta discusión con la responsabilidad que estos tiempos ameritan: nadie está cuestionando las medidas sanitarias para cuidarnos a todas y todos. El planteo es sobre lo que estas decisiones políticas generan: qué hacemos con todo eso que está prohibido hacer hoy y que tiene un impacto económico, emocional, profesional y social.

El trabajo artístico está atravesado por la precarización, la informalidad y la falta de políticas de profesionalización. Lo supimos siempre. Pero, como con tantas otras cosas, la pandemia nos explota en la cara para que reconozcamos y asumamos todo lo que estaba mal de la “normalidad”.

Esta crisis va a arruinar a mucha gente. Además del perjuicio individual, va a provocar un deterioro colectivo en cuestiones fundamentales para el país, como es la cultura.

Como muchas personas que hoy atraviesan la crisis, las y los artistas se ven obligados a reinventarse. Para cuidarse, para cuidar al resto y para poder vivir. No lo hacen porque quieren, lo hacen porque no les queda otra. Y parte de eso es encontrar otras plataformas para trabajar sin incurrir en una falta, haciendo uso de su “libertad responsable”. Porque la realidad es que las escasas medidas económicas no cubren de ninguna forma la crisis que atraviesa este sector.

Este episodio y su tratamiento político dejan al descubierto múltiples aristas que de alguna manera signan este tiempo de crisis.

Tenemos que cuestionarnos, porque habría que ir asumiendo que esta situación no será un paréntesis fugaz. ¿Qué esperamos que hagan los artistas en estos años? ¿Cómo vamos a proteger algo tan importante como la cultura?

El principal: el reclamo absolutamente válido de un sector que se ha visto golpeado y olvidado por la pandemia. Las y los artistas buscan reinventarse, pero la realidad es que no pueden. Y es que tampoco parten de una base privilegiada: en la normalidad que tanto añoramos, esa que vivíamos antes de que la pandemia nos cambiara la vida, el trabajo remunerado y la profesionalización eran un inmenso debe.

Tenemos que cuestionarnos, porque habría que ir asumiendo que esta situación no será un paréntesis fugaz. ¿Qué esperamos que hagan los artistas en estos años? ¿Cómo vamos a proteger algo tan importante como la cultura?

Otra de las cosas que quedan al descubierto es que las normativas merecen ser actualizadas a los tiempos que vivimos. En los casi 100 años que transcurrieron entre 1929 y 2021 cambió todo.

La emergencia sanitaria nos obliga también a plantearnos la posibilidad de generar, en esta y en otras áreas, una normativa de excepcionalidad, como es la emergencia sanitaria propiamente dicha. Una normativa para la excepción, que dialogue con este momento, que valore los riesgos actuales y que apunte a cuidar a las personas, en todo sentido.

Por eso, es saludable que la política y la institucionalidad se expresen. Que articulen. Que superen las banderas de la política partidaria. Que tomen el guante y aprovechen la oportunidad para posicionar y liderar un debate que es hora de dar: cómo va a sobrevivir la cultura.

Las políticas de reducción de la movilidad son necesarias. Y urgente es la contención económica conexa para poder llevarlas adelante. Cuidar la salud de la población es menester. Pero la salud, en su concepto más holístico, excede ampliamente al coronavirus.

Hay algo que no podemos obviar: cuando aprieta el bolsillo o cuando hay hambre, a veces no se toman decisiones responsables. Y para evitar que eso pase, importa que exista la política.