Voy caminando por las veredas rotas de calles mal iluminadas. Parado en una esquina, miro al costado para cruzar y veo un yate a mitad de cuadra. Lejos de la costa y de las luces de la península: un yate estacionado en una calle cualquiera de un barrio trabajador. Por supuesto que no me sorprende. Mientras cruzo voy pensando que cuando era chico, en mi casa también teníamos un yate estacionado que pasaba unos nueve meses fuera del agua. Era de un argentino que venía en diciembre o enero en su camioneta 4x4, lo usaba dos o tres meses y lo traía otra vez a casa. Nunca supe exactamente a qué se dedicaba. Dejar el yate en casa era más barato que en el puerto y evitaba los riesgos de sudestadas. Cuando venía nos traía regalos: juegos, merchandising de empresas o de campañas políticas porteñas.
Esto es lo más común del mundo. Toda clase de intercambios suceden entre locales y visitantes en todos los niveles. Gente de todas las nacionalidades y clases sociales van y vienen con las estaciones interactuando en diferentes contextos. Unos llegan por turismo, otros por trabajo; unos son extranjeros, otros vienen del interior; unos vienen a invertir guita mal habida en negocios con el Estado, otros invierten dinero legalmente obtenido en actividades ilícitas; unos vienen legalmente, otros (y otras) son víctimas de trata; otros son prófugos. Todas las combinaciones posibles de personas y mercancías se cruzan, se intercambian e interactúan en cualquier esquina, a la vista de todo el mundo.
La belleza natural atrae el turismo y la inversión, siempre bienvenida por las élites políticas. Vínculos entre gobernantes y empresarios inmobiliarios fomentan el turismo residencial y la arquitectura premium, legitimando hacia abajo un modelo de crecimiento –no sin desigualdad– con el argumento de generar empleo: unos cuantos miles de puestos de trabajo durante algunos meses justifican toda clase de contemplaciones del gobierno a inversionistas con proyectos millonarios. La promesa de trabajo atrae migrantes que no siempre encuentran lo que buscan, contra los cuales las mismas élites promueven el desprecio, enfrentándolos a los residentes, cuyo empleo se ve supuestamente amenazado. El visitante pobre no es bienvenido en el balneario del capital: aunque venga a trabajar es potencialmente un delincuente y el gobierno departamental no duda en poner en marcha el aparato represivo para expulsarlo de todos los espacios, públicos o privados. La tierra prometida no tiene trabajo para todos, y esa es sólo una de tantas promesas incumplidas.
La historia reciente de Maldonado es la historia de los booms de la construcción que datan de los 70 con las dictaduras cívico-militares –en ambos márgenes del Plata– y su política económica. Historia en la que el crimen organizado, el lavado de activos y la corrupción tienen un lugar nunca muy explorado. Booms de la construcción que hacen temblar la estructura social. Turismo residencial, especulación inmobiliaria, barrios privados y torres de lujo sobre la costa, con apartamentos millonarios ocupados por visitantes extranjeros tres meses al año, son la contracara de la moneda: cientos de personas que vienen de otros departamentos en busca de trabajo y habitan la precariedad de los asentamientos. Segregación residencial, criminalización de la pobreza y otras violencias en las que el Estado tiene un rol no menor, por acción y por omisión. La desigualdad no se cuestiona: resulta tan natural como la belleza del paisaje.
Vieja realidad más expresiva que cualquier metáfora: de un lado de la calle, el Club de Golf; del otro, el barrio Kennedy. Pero las fronteras siempre son difusas y entre los extremos hay matices, no son barreras infranqueables que separan sino más bien zonas donde todo se mezcla. Las clases altas y bajas, lo legal y lo ilegal, lo público y lo privado, lo exclusivo y los excluidos, la realidad y la ficción, que en estas líneas apenas aparece para ilustrar un concepto (el lector informado sabrá cuánto hay de cierto): tramas cotidianas donde pasa casi desapercibida la complejidad de la dinámica social.
¿Quién puede preocuparse por lo público si lo privado se impone en todas partes? ¿Quién puede interesarse por la política –y lo político– si lo económico gobierna cada espacio de la vida?
Por ejemplo, un mozo puede trabajar en una fiesta de lujo en una chacra con guardias de seguridad venidos especialmente desde Brasil, codearse con empresarios, políticos y famosos de todo el continente, mientras en la chacra vecina personal de servicio trabaja en condiciones de esclavitud, traído desde el norte argentino, de Bolivia o de Paraguay. En la fiesta, empresarios respetables, titulares de negocios lícitos, nacionales y extranjeros, consumen drogas provistas por organizaciones que también proveen otros mercados menos glamorosos, en los que participan –por ejemplo– vecinos del mozo, tanto del lado de la oferta como de la demanda, combinando ingresos legales de un trabajo precario con los provenientes del microtráfico. Otros empresarios asistentes a la fiesta se dedican a blanquear capitales generados en las más diversas actividades –tráfico de drogas, de armas, de personas, contrabando, defraudación, etcétera– en restaurantes de alta cocina, hoteles, torres de lujo, casas de cambio, casinos y un sinfín de negocios que cada temporada brindan empleo y servicios a miles de trabajadores y turistas. Siguiendo el ejemplo, la hija del mozo, una joven con un futuro prometedor en el modelaje, puede hacerse de contactos en esa fiesta que la llevarán a un certamen internacional, o a una red de trata con fines de explotación sexual.
Bienes y personas circulan en diferentes contextos, transitan de un lado a otro; a nadie le parece raro ni se le ocurre hacer muchas preguntas. Una calle es pública hasta que un gobierno la vende a un desarrollador inmobiliario para unir dos manzanas porque conviene al proyecto. Una norma rige para todos por igual hasta que se aprueba una excepción que da derecho a hacer lo prohibido. Un prófugo requerido en Brasil puede intervenir en un contrato millonario por cámaras de seguridad con el gobierno y abrir un colegio de élite en cuya construcción participó el Ejército nacional. Un político y empresario inmobiliario puede evadir impuestos y avanzar en su carrera mientras favorece desde el poder los intereses económicos de su sector de actividad.
Todo es posible, nada es extraño. Ni siquiera un yate de lujo estacionado en una calle oscura de los suburbios. ¿A quién puede llamarle la atención? ¿Quién puede preocuparse por lo público si lo privado se impone en todas partes? ¿Quién puede interesarse por la política –y lo político– si lo económico gobierna cada espacio de la vida? ¿Qué valor puede tener la ética si todo –objeto o sujeto– tiene un precio?
Individualismo, precariedad y competencia feroz. No es un mundo aparte, como afirmaba aquella vieja propaganda electoral del partido que hoy gobierna en alianza con las élites y su credo neoliberal. Es sólo una parte del mundo en que estamos todos: el mundo despolitizado del capital globalizado, donde cada cual busca su lugar bajo el sol.
Marcos Hernández es abogado y militante.