Recientemente transitamos el “mes de la memoria”. Las imágenes, las voces y las lecturas que circularon han sido variadas y significativas, en un nuevo mes de mayo que, al igual que el año pasado, transcurrió de forma atípica. Ha terminado mayo, no obstante, el trabajo en torno a las memorias continúa, siempre.
Sin la posibilidad de elaborar sentidos individuales y colectivos sobre quiénes hemos sido, sobre quiénes estamos siendo y sobre quiénes queremos ser, los procesos de construcción de las identidades se ven sensiblemente afectados. Las memorias –en plural– nos ponen en relación con el pasado, nos permiten interrogar e interpretar el presente, nos disponen a imaginar el futuro. Por ello, es inexorable el vínculo permanente entre educación y memoria.
La memoria es una facultad que tenemos los seres humanos. Pero la memoria es selectiva; así como tenemos la posibilidad de recordar, también olvidamos, suprimimos. No se trata de una oposición entre recuerdo y olvido, sino de una operación de interacción necesaria entre ambos. Asimismo, las memorias se construyen en la interrelación entre la dimensión subjetiva y la dimensión colectiva. Qué acontecimientos se recuerdan, se narran y se transmiten, así como cuáles son los actores que participan en las construcciones colectivas, se vuelven aspectos centrales en las disputas por las memorias.
Se trata, entonces, de promover el reconocimiento del derecho a las memorias de las nuevas generaciones, para que incorporen sus preguntas y respuestas y, así, amplíen la memoria social.
La formación de una memoria colectiva necesita –entre otras cosas– del desarrollo de prácticas educativas centradas en la transmisión y la significación del pasado reciente, convocando a que las nuevas generaciones otorguen sentidos a las diversas formas de evitar la amnesia. Cuando Walter Benjamin1 señala que “existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra”, nos remite a los procesos de transmisión que en educación nos interesan y nos implican. En ese proceso de transmisión de las memorias es relevante considerar que las nuevas generaciones no son una hoja en blanco. No se trata de una transmisión unidireccional, sino que hay múltiples procesos de circulación de las memorias y en esos movimientos, las jóvenes generaciones son protagonistas activas en la construcción de la memoria colectiva.
Resulta necesario ubicar las políticas de memoria y las prácticas educativas que en ellas se inscriban desde una ética de la responsabilidad, que promueva el derecho a las memorias. El deber no será de la memoria, sino un deber de verdad y justicia. Entendemos que es necesario trascender el mandato de recordar como imperativo ético de la educación. Se trata, entonces, de promover el reconocimiento del derecho a las memorias de las nuevas generaciones, para que incorporen sus preguntas y respuestas y, así, amplíen la memoria social.
En general las infancias, las adolescencias y las juventudes participan en distintas instituciones educativas; además de transitar, vivir y significar diversos territorios geográficos. Instituciones y territorios que desde una perspectiva pedagógica debemos pensar como lugares generadores de memorias, promoviendo formas que, como apunta Pablo Sztulwark,2 las reconozcan como “eso que está actuando todo el tiempo porque está produciendo y produciéndonos”.
Paola Fryd y Hernán Lahore son educadores sociales.