En las últimas semanas, la preocupación por la laicidad parece haberse puesto nuevamente en el tapete. Los mismos que durante años han disfrutado de la reproducción de la hegemonía en las aulas, los que cuestionan a Carlos Marx, a Antonio Gramsci, a Louis Althusser y a Pierre Bourdieu pero jamás los leyeron, los que construyen un mundo que se sostiene a partir de la inmanencia de la desigualdad, parecen estar preocupados por discursos de aula que les mueven los estantes.
Son los mismos que, a la vez que dan la espalda a la explotación del trabajador y le compran su trabajo por limosnas, lavan culpas los domingos de mañana y les prometen a los mismos pobres el reino de los cielos, el mismo al que ellos llegarán por vía directa, pisando las cabezas de los que tengan que pisar, pero sin olvidarse jamás de pedir perdón.
A quienes no vivimos la historia completa y buscamos entenderla a partir de la multiplicidad de los discursos que nos atraviesan, nos cuesta entender en qué momento el discurso de la laicidad se transformó en un ataque político violento contra los discursos de izquierda que amenazaron con abrir cabezas y que parecían apuntar directo contra la reproducción de las condiciones productivas.
La laicidad, desde fines del siglo XIX, ponía fin en nuestro país a una era de abusos religiosos, eliminando la incidencia del clero en la educación a partir de una suerte de secularización de las prácticas educativas. Decimos “una suerte de”, dado lo poco probable que resulta, a toda vista, borrar de un plumazo un núcleo mítico-ontológico de una sociedad y su cultura (Dusell, 2018) por el simple hecho de eliminar las doctrinas religiosas de los diseños curriculares.
De más está decir que esta neutralidad a la que referían en su momento los conservadores y a la que apelan ahora los híbridos de la derecha nacional es la neutralidad de la clase dominante.
Como lo dice el propio Dusell, la necesidad de las sociedades de explicar lo inexplicable ha sido el motor fundamental para la reproducción de metarrelatos fantásticos que ofician de Valium a partir de su potencial adormecedor, denunciado hace tanto por el propio Marx en la crítica a la filosofía del derecho de Hegel. Aunque se hable de secularización y se restrinja la incidencia explícita de la iglesia, el currículum oculto de la propia sociedad sigue sin ser laico.
No obstante esa laicidad, a mitades del siglo XX aparece en nuestro país la otra laicidad. Esta última, la nueva, se embandera en los discursos de una supuesta neutralidad educativa, ataca a los docentes que promuevan lo contrario y fomenta, según parece, una única posibilidad de acceso a lo justo que, extrañamente, nace de la boca de los injustos.
De más está decir que esta neutralidad a la que referían en su momento los conservadores y a la que apelan ahora los híbridos de la derecha nacional (una suerte de neoliberales cruzados con neoconservadores, una especie tan extraña como el unicornio de Silvio) es la neutralidad de la clase dominante, es decir la misma hegemonía de siempre pero ahora, como si no fuese suficiente, disfrazada de justicia.
Repiten como loros que se ha politizado la educación, que se la ha llenado de discursos neomarxistas que promueven violencia y desigualdad, y que es necesario “limpiar” las aulas de esas peligrosas manifestaciones educativas que no hacen más que lavar las cabezas de los estudiantes. Para estas personas parece ser más peligroso que los estudiantes conozcan el carácter social de la pobreza y los condicionamientos estructurales a que piensen que hay pobres porque siempre hubo y que así será por el resto de nuestros días. Está claro que los aterran los discursos emancipatorios, porque si de una vez por todas entendemos que la pobreza es socialmente construida y producto del modelo productivo, tal vez despertemos del letargo capitalista y nos dispongamos, de una vez por todas, a intentar transformar el mundo.
Ahora, y como si el ataque incesante a las teorías críticas no fuese suficiente, se proponen instalar un Consejo de Laicidad, un aparato reproductivista neoconservador integrado por los defensores de los mismos poderosos de siempre, a los cuales se les encomienda proteger la educación de supuestos ataques izquierdistas.
Su misión es aplicar un respirador a las viejas políticas educativas de salón, las que no sólo les aseguraron por mucho tiempo el poder a los poderosos, sino que también los encumbraron –a estos mismos poderosos– como los grandes defensores de la justicia y el orden social, los que les daban trabajo a los pobres y, aun así y después de tanto esfuerzo, se permitían acciones filantrópicas.
El premio nobel de Economía Joseph Stiglitz señalaba en su libro El precio de la desigualdad, que 90% de los que nacen ricos mueren ricos y 90% de los que nacen pobres mueren pobres. No creemos que le hayan dado el Nobel por eso, ya que es harto sabido que pobreza y riqueza son igual de hereditarias. Estudios previos como los de Bourdieu y Jean-Claude Passeron ya lo habían demostrado, con evidencia suficiente como para que sea difícil contradecirlos. Esta realidad erradica definitivamente el mito de la meritocracia.
Para los que promueven la supuesta neutralidad educativa, la educación será la posibilidad de pasarse al otro 10% de la escala de Stiglitz, es decir, salir de la pobreza a partir de prácticas asociadas con el emprendedurismo.
Por otra parte, para los críticos neomarxistas, los presuntamente peligrosos, la educación será una práctica que habilite al sujeto a la comprensión de la praxis en su conjunto, incluyendo las relaciones de injusticia que se reproducen a partir de la reproducción de las relaciones productivas y que condicionan dialécticamente la multiplicidad de las formas y los sentidos culturales.
Esto último parece ser lo que atentaría contra la laicidad. Cualquier intención de desenmascarar la opresión que esconde el modelo productivo neoliberal es una amenaza para los que manejan el poder que el pueblo les presta (potentia) a partir del uso de las instituciones (potestas) como verdaderos aparatos ideológicos (Dusell, 2006). Esos mismos, los que usan y abusan del poder que les delegaron, son los que hoy reclaman neutralidad a partir del abuso de las ideas de laicidad.
Finalmente, a modo de cierre e intentando ensayar una especie de gimnasia teórica, podríamos decir que si realmente la idea es proponer neutralidad en la educación, la idea podría ser no despolitizarla –todas las prácticas son políticas– sino habilitar el ingreso a las instituciones educativas de la multiplicidad de discursos educativos existentes o de, por lo menos, los presuntamente antagónicos. Recién a partir de ahí, el educador debería someter a cada uno de ellos a los procesos de la crítica inmanente, es decir, a la búsqueda de las contradicciones internas –prácticas– que cada uno de ellos presenta.
Pero es obvio que ni para eso les alcanza, ya que la única crítica que conocen es la externa, aquella que juzga a partir de su deber ser moral, de sus máximas a priori, esas que históricamente han sostenido a la clase dominante, encubiertas en ideología.
José Luis Corbo es licenciado en Educación Física y magíster en Educación.