El Estado policíaco libera y el Estado social esclaviza. Este es el lema del neoliberalismo y el posicionamiento ideológico del gobierno. Al momento de recortar en temas esenciales como educación, vivienda o salud, un sector del oficialismo presenta un proyecto de ley que propone crear un Consejo de Laicidad, con 13 artículos y una elemental exposición de motivos. El proyecto actualiza una tendencia que merece algunas reflexiones.
Ángel Rama habló de “soluciones que agravan” al mencionar las propuestas del Partido Nacional en los años 50; dijo que la falta de recursos y una “filosofía cultural arcaica” explicaban la crisis ‒deliberadamente organizada‒ de la cultura en aquellos tiempos.
Lo filosófico cultural arcaico retorna y el proyecto de ley es un síntoma. El recorte de recursos para la educación coincide con la propuesta de gastar en un consejo que persigue a educadores. El artículo 6 dice: “Los gastos de funcionamiento del Consejo serán provistos con cargo a Rentas Generales hasta la asignación de recursos en la próxima ley presupuestal”, y el artículo 12 establece: “Los integrantes [...] serán remunerados mediante el régimen de dietas por sesión, las que serán acumulables con cualquier otra remuneración de actividad o pasividad”.
El proyecto parte de una definición de laicidad restrictiva, y llega al tema que nos interesa particularmente: la referencia a la Constitución –usada como disfraz transparente que permite ver las intenciones últimas– para limitar derechos constitucionales. Tiene sus antecedentes en el proyecto de ley de Educación General (1972) del que fueron responsables el expresidente Juan María Bordaberry y su ministro de Educación y Cultura, Julio María Sanguinetti. Aquel proyecto fue llamado Ley de Enseñanza, tenía urgente consideración (era LUC) y fue analizado por intelectuales como Arturo Ardao, que dijo que aquella ley fue pensada “para golpear mejor, por encima de todo, y de todos, a la educación” (Marcha, página 3, noviembre de 1972). Los reformadores de la educación eran golpeadores para el filósofo.
Por su parte, el maestro Julio Castro enfrentó aquella LUC. Sus argumentos de entonces iluminan el tiempo presente, y muestran la capacidad de testimoniar el rol de intelectual público en la batalla de las ideas. Su crítica a la Ley de Enseñanza, publicada en Marcha en noviembre de 1972, sirve totalmente para analizar el Consejo de Laicidad. Traducido a la actualidad nacional, el proyecto se reduce a poner todo el sistema educativo a merced del gobierno. Esta es una conclusión explícita en la reflexión de Julio Castro y compartible en el análisis de nuestra coyuntura. En su artículo “La caza de brujas”, dice Julio Castro: “El propósito del gobierno, que es de simple agresión represiva contra los organismos de enseñanza, se presenta inspirado en una filosofía” [página 8]. Cuando la ley de enseñanza cuestiona la autonomía y justifica su limitación para prevenir su uso “con propósitos disolventes”, dice: “Es el absurdo: la defensa de la autonomía docente ha sido la lucha de más de medio siglo contra la intromisión del poder político [...] en el orden educativo” (página 9).
Sobre la laicidad (que es el tema que desvela tanto a los defensores del libre pensamiento, como a los que proponen aconsejarla), dijo Julio Castro: “Representó en la historia educativa del país, la lucha contra el dogmatismo religioso. Después extendió sus contenidos a la defensa ideológica contra toda imposición que trabase el pensamiento libre, la crítica [...]. Ahora la ley, en nombre de la laicidad, prohíbe [...], coarta la libertad de expresión, califica –como lo hace la Policía– la naturaleza de las acciones que se realizarían en los centros educativos: ‘Proselitismo, agitación, adoctrinamiento’” (página 9).
Lo filosófico cultural arcaico retorna y el proyecto de ley es un síntoma. El recorte de recursos para la educación coincide con la propuesta de gastar en un consejo que persigue a educadores.
Recordar estas reflexiones recién finalizado el mes de mayo es un modo de hacer presente al autor y a la honrosa tradición de educadores de la que fue portavoz. “En síntesis y para terminar. El proyecto de ley [...] va contra toda la tradición educativa del país; sirve en primer término a una obsesión policial: esgrime constantemente la amenaza, el castigo, la expulsión [...] distorsiona –hasta exigir la delación y el espionaje– la fraternal relación entre profesor y alumno. Es el fruto de una mentalidad enferma” (página 10).
Respecto del pretendido poder educador que se atribuyen los gobernantes, recordemos a John Dewey y su libro clásico de filosofía de la educación Democracia y educación (1916). Ahí se refiere a emprendimientos y proyectos que “limitan la inteligencia, porque dándose ya preparados, tienen que ser impuestos por alguna autoridad externa a la inteligencia, no dejando a esta nada más que una elección mecánica de los medios”.
El artículo 3 del proyecto de ley hoy a estudio del Parlamento establece que el Consejo de Laicidad deberá estar integrado por personalidades que sean garantía de “tolerancia”. Para comentar esto último, es bueno oír a la maestra Reina Reyes en reflexiones de 1967: “Para definir la laicidad es necesario insistir en la idea de respeto, evitando utilizar la palabra ‘tolerancia’ que parece insinuar que se soportan como por favor las ideas contrarias a las propias”. La laicidad es condición necesaria de la democracia, por tanto, si se restringe la laicidad, se afecta la democracia.
Julio Castro cita al entonces presidente Bordaberry, quien se refería de esta forma a la actitud de Sanguinetti: “El señor ministro, en una actitud que lo enaltece, revelando con ella su sentido de responsabilidad y confirmando sus dotes de gobernante, ha rehusado toda polémica pública” (página 7). Hoy, el Dr. Sanguinetti sigue siendo protagonista; ya no están Julio Castro o Arturo Ardao del lado de los que creen que lo que enaltece y mejora la democracia es participar de la polémica pública, pero seguramente hay relevos formados en la robusta tradición de la educación pública esperando entrar a la discusión.
Es esperable que los políticos hayan aprendido de los docentes/intelectuales a participar en la discusión como miembros de una comunidad dialógica, en que la laicidad se respete plenamente, y que por ejercer la libertad de cátedra nadie sea perseguido. La fundamentación de la “Ley de Enseñanza” es un documento de casi 100 páginas. En la página 41, hablando de los fines de la educación, Sanguinetti relaciona democracia y laicidad, para concluir: “Hay que evitar entonces que bajo la apariencia de laicismo se introduzca una visión intencionalmente deformada de los problemas culturales”. En resumen: la laicidad es importante, pero como puede ser usada por malintencionados, entonces hay que limitarla.
La “apariencia de laicismo” (es uno de los modos de la apariencia delictiva) saca a los educadores de un terreno compartido con otros actores sociales, y se entra en una especie de mística del ocaso que usa el término laicidad para afirmar un sistema de automatismos que convoca al uso del poder; se entra en un terreno donde no hay ciudadanos dando el debate público, sino sospechosos que no pueden defenderse porque se enfrentan a una caza de brujas.
Laicidad responsable implica asumir una actitud laica que integre todas las mediaciones que posibilitan a la educación ejercer su función creadora, que puede superar y modificar el ámbito del cual deriva. La educación pública es el lugar donde mejor se han conceptualizado los temas y prácticas que vinculan democracia y educación, integrando el lugar del docente con alguna noción de futuro más igualitario y justo.
Federico Frontán es filósofo y magíster en Estudios Latinoamericanos, docente e investigador.