¿Qué pasa en Nicaragua? ¿Por qué se ha desatado recientemente una represión selectiva sobre diversos líderes políticos opositores, incluyendo a cinco candidatos presidenciales? ¿Cómo es posible comprender la deriva reaccionaria del régimen de Daniel Ortega?

Para dar una respuesta sensata cabe señalar, por un lado, la sorprendente estabilidad que consiguió el gobierno de Ortega desde 2007 hasta 2018, período en el que logró articular un régimen de naturaleza corporativa que, bajo una cosmética liberal-democrática, aunó los intereses del gran capital nacional, de las iglesias y de los sectores más empobrecidos del país. Y por otro, el agotamiento de dicho “artefacto político” en abril de 2018, cuando estalló una intensa ola de protestas.

La chispa de las protestas fue una reforma del sistema de pensiones y la deficiente gestión de los incendios de la reserva de la biósfera Indio Maíz, pero rápidamente se sumaron diversos colectivos –mayoritariamente jóvenes urbanos de clases medias y líderes de movimientos sociales– que impugnaron el régimen en su totalidad, sobre todo por su carácter arbitrario, represivo y patrimonial.

Desde entonces el régimen ha experimentado una deriva reaccionaria y represiva, a la que se han añadido manifestaciones surreales, como una convocatoria gubernamental que alentaba para que sus bases salieran a la calle a gritar “el amor en tiempos del covid”.

Sólo a partir de este marco –una década de estabilidad y un bienio de crisis– es posible comprender cómo hoy, a escasos cinco meses de la convocatoria electoral, se ha desatado una feroz campaña de represión gubernamental. Una campaña que ha supuesto (mientras se escribe este texto) la supresión de la libertad de cinco candidatos a presidentes –Cristiana Chamorro, Arturo Cruz, Félix Maradiaga, Juan S Chamorro y Miguel Mora– y el encarcelamiento de varios líderes opositores: Violeta Granera, José A. Aguerri, José Pallais, Tamara Dávila, Dora M Téllez, Ana M Vijil, Suyen Barahona, Hugo Torres, Walter Gómez y Marcos Fletes.

Está claro que las elecciones de noviembre no serán ni libres ni competitivas, sino que serán unas “elecciones autoritarias” de manual. Unas elecciones sin observación internacional y sin ninguna garantía de nada.

Ante la zozobra de la pareja Ortega-Murillo a lo largo de los meses de abril y mayo de 2018, el gobierno cambió de estrategia. Pasó de la cooptación y el pacto a la represión indiscriminada y masiva y, desde hace unas semanas, a la represión selectiva. En este sentido, es posible señalar que la crisis sanitaria de la covid-19 ayudó a estabilizar el régimen de Ortega-Murillo.

La mezcla de represión y miedo al contagio (en un contexto en que el gobierno fue negligente) terminó por quebrar una coalición negativa que era amplia, pero poco cohesionada. Todo el mundo sabe que una cosa es la protesta en la calle y otra muy diferente, la competición en la arena electoral.

Cuando las movilizaciones desaparecieron (por cansancio, miedo y prevención al contagio) emergieron líderes políticos con voluntad de negociar fórmulas electorales y cuotas de poder en el marco de una administración electoral que el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) controla totalmente.

La incapacidad de la oposición de hacer un “frente común” durante el último año dio alas al gobierno de Ortega para impulsar una severa legislación represiva que la Asamblea Nacional (también controlada por el FSLN) aprobó a fines de 2020. Hoy esta legislación se está utilizando para eliminar cualquier amenaza opositora al gobierno.

En este sentido, está claro que las elecciones de noviembre no serán ni libres ni competitivas, sino que serán unas “elecciones autoritarias” de manual. Unas elecciones sin observación internacional y sin ninguna garantía de nada.

Si las cosas siguen así, el 7 de noviembre de 2021 se celebrarán unos comicios en los que sólo habrá una candidatura por la que votar (la del FSLN fagocitado por un clan familiar) y, por lo tanto, Ortega ganará sus cuartas elecciones presidenciales consecutivas. Con ello el tándem Ortega-Murillo se afianzará en el poder, aunque con un apoyo internacional ínfimo y sin apenas legitimidad interna.

En este contexto, la gran pregunta es cuál puede ser el futuro del régimen una vez haya ganado las elecciones autoritarias de 2021. Nadie sabe si Ortega podrá reconstruir la antigua alianza que tuvo con el gran capital, o si se van a intensificar las condiciones para un nuevo estallido social.

En cualquier caso, la victoria del tándem Ortega-Murillo seguro que va a suponer la continuación de un régimen dinástico y personalista. Un tipo de régimen, por cierto, que siempre tiene problemas cuando aparece en el horizonte el dilema del relevo.

Así las cosas, la deriva autoritaria y la cerrazón que muestra la pareja presidencial dan cuenta de un proceso de aislamiento y alienación internacional propio de una república exsoviética. Todo ello en una región en la que Nicaragua no tiene aliados cercanos (ni ricos) a los que poder acudir, ni un discurso legitimador al que apelar.

Sostener la presidencia por la fuerza es el ocaso de cualquier régimen. Así lo expuso Dora María Téllez –quien fue comandante sandinista y ministra de Salud durante la revolución– en un tuit justo antes de ser encarcelada. El tuit decía: “Eliminar toda candidatura, toda oposición, es el objetivo de una dictadura en agonía. Por eso recurre a la represión masiva. Nada le ha funcionado. Nada le funcionará”.

Salvador Martí i Puig es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad de Girona.

Este artículo fue publicado originalmente en latinoamericana21.com.