Ya estamos a más de un año de la llegada a nivel global de la covid-19. Las exhortaciones que apuntan a la “libertad responsable” siguen adoptando eslóganes o hashtags como #quedateencasa. En tanto, las comunidades científicas hablan cada vez más del concepto de sindemia, lo que implica considerar la preexistencia de problemáticas sociales (alimentación, vivienda y ambiente) en el análisis de cómo impacta y se combate la epidemia puramente biológica. Sin embargo, aquí muy poco se habla del habitar más allá del microambiente político o académico.

Quedate en casa. En este contexto en que quienes pueden “darse el lujo” de hacerlo se ven confinados a realizar la gran mayoría de sus actividades dentro del hogar, las asimetrías en la calidad de la vivienda y su impacto sobre nuestra salud física y mental se vuelven mucho más evidentes. Las condiciones materiales de la vivienda afectan directamente tanto aspectos de la salud física como psicológica. Incluso el propio concepto de vivienda mínima merece una reflexión profunda, cuando todo sucede a la vez dentro de esta, mientras que la presión del mercado va en el sentido de la reducción de áreas.

No basta sólo con un techo. Cuando hablamos de un hábitat digno, hablamos de la infraestructura y los servicios a los que accede la población según dónde se ubique su vivienda. Acceso a la educación, la salud, el trabajo, el espacio público, a sentirse parte de la sociedad, con igualdad de oportunidades, a ser o tener derecho a la ciudad, a no ser excluido. Lo señalado no es nuevo, ocurre fuertemente desde la segunda mitad del siglo XX, cuando las transformaciones del modelo productivo modificaron la capacidad de las familias de acceder a la vivienda, y se produjo una progresiva desigualdad social que se materializa físicamente en la ciudad, expulsando a sus habitantes hacia las periferias menos dotadas de servicios.

En la actualidad, y más allá de la crisis coyuntural, si tomamos en cuenta la alta proporción del ingreso de un hogar que implica solventar una vivienda, mediante alquiler o por cuotas hipotecarias, podemos apreciar que esto afecta todos los aspectos de la calidad de vida de la población; ya que el bajo margen de ingresos “restante” afecta otros aspectos, como la calidad de la alimentación, la salud, la educación, el ocio y cualquier otro etcétera que se quiera imaginar.

Por todo esto pensamos que la vivienda debería estar en el centro de las políticas sociales de cualquier Estado. La vivienda y el hábitat representan una necesidad básica, deberían constituirse en un derecho universal, así como lo fueron la salud y la educación, al cabo de los 15 años de gobiernos progresistas, que hoy comenzamos a ver cómo se desmantelan.

¿Qué está pasando con las políticas de vivienda y hábitat en nuestro país? ¿Qué dirección ha tomado la temática en este primer año de gobierno y en el contexto actual de la pandemia?

En los dos primeros meses de gobierno se modificaron los dos regímenes de promoción de inversiones asociados a la vivienda, ambos otorgando exoneraciones fiscales casi totales y flexibilizando las exigencias a los proyectos: el régimen del Ministerio de Vivienda y Ordenamiento Territorial (MVOT) amplió las zonas permitidas, eliminó el tope de precios previo de 10% de las unidades y permitió los monoambientes; por su parte, el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) disminuyó las áreas comunes de los proyectos, disminuyó los montos mínimos de inversión e incluyó los proyectos de fraccionamientos privados en terrenos rurales o suburbanos. Todo esto tiende a expandir la ciudad, genera necesidad de inversión estatal en infraestructura y potencia los efectos de la segregación socioterritorial, mientras que no toma medidas que favorezcan el acceso de la población a las viviendas construidas.

Todo esto parece favorecer la ecuación económica de quienes invierten en vivienda, mientras que disminuye los mecanismos que regulan el acceso de la población a ella y sus condiciones mínimas de habitabilidad.

La ley de urgente consideración dedica sus artículos 420 al 459 a “los arrendamientos y los desalojos”, planteando la creación de un sistema de arrendamientos sin garantías y habilitando un procedimiento de desalojos exprés, que desampara al inquilino de cualquier tipo, sea buen pagador o no. En paralelo, se han reducido notoriamente los subsidios para alquileres, alquileres con opción a compra y a mujeres víctimas de violencia doméstica, implementados desde 2009 como parte indispensable de una estrategia integral de salida de dichas situaciones. ¿A quién le resuelven el problema estas medidas: a los inquilinos o a los propietarios?

Las restricciones presupuestales, a su vez, afectan otras áreas de las políticas de vivienda: técnicos integrantes del Programa de Mejora de Barrios comunican la reducción en 40% del personal y la paralización de obras y proyectos ya financiados.

En el caso de las cooperativas, además, el acceso efectivo a los créditos para la construcción de nuevos núcleos de vivienda se ha postergado, enlentecido y disminuido como resultado de la menor inversión en este rubro, como si se pretendiera desalentar por la vía de los hechos al movimiento cooperativo en su conjunto, lo que resulta en una acumulación exponencial de cooperativas con todos los procesos terminados, pero sin ninguna noticia de cuándo van a construir. No por casualidad el tema de los créditos para las nuevas cooperativas se está convirtiendo en la reivindicación más sentida en el movimiento cooperativo.

Otro tanto podríamos hablar de la cancelación de los procesos de coordinación con los gobiernos departamentales y la planificación urbana o la creación de los fideicomisos para la solución de la llamada emergencia habitacional, con un horizonte de 30 años y que implicarán dos tercios del presupuesto para vivienda.

Las medidas relacionadas con la vivienda anunciadas por el nuevo MVOT como “novedosas” se refieren a la flexibilización en la regulación de los sistemas constructivos para bajar costos, y una importante presión para flexibilizar los usos del suelo y así acceder a “suelo barato”. Es decir, se busca permitir que se construya vivienda de baja calidad en zonas no urbanizadas y sin servicios, con claras implicancias ambientales y de presión sobre el uso del suelo productivo rural, y, en el mejor de los casos, expandiendo las ciudades.

En suma, todo esto parece favorecer la ecuación económica de quienes invierten en vivienda, mientras que disminuye los mecanismos que regulan el acceso de la población a ella y sus condiciones mínimas de habitabilidad e infraestructura barrial, empujándola a recurrir a sistemas financieros privados que afectan fuertemente su economía familiar.

Estamos viendo el neoliberalismo en su máxima expresión: aumento del individualismo, demonización del Estado, el habitar de las personas como un bien de cambio, como una mercancía, y no como un derecho.

Entonces volvemos a preguntar: ¿por qué se habla tan poco de un tema que afecta tanto a la población y a sus condiciones de vida, aún más en el contexto actual de pandemia? Como sociedad en su conjunto, ¿qué futuro estamos construyendo?

¿Por qué no hablamos de vivienda?

Edgar Ambrosi, Anahí Bermúdez, Leonard Mattioli y Verónica Pastore son militantes de Ir, Frente Amplio.