John Rawls, el autor de Teoría de la justicia (1971), obra que ha marcado un antes y un después en la filosofía política, sostiene que desde esta área del pensamiento filosófico es posible contribuir a la reflexión sobre los modos “en que un pueblo concibe el conjunto de sus instituciones políticas y sociales, en que los miembros de dicho pueblo se entienden a sí mismos como ciudadanos”.1 Como una de las estrategias para combatir la pandemia de covid-19, algunos gobiernos, entre ellos el nuestro, han apelado al compromiso de cada ciudadano, a su sentido comunitario, lo que se ha sintetizado comunicacionalmente en expresiones del tipo: “de esto salimos entre todos” o “libertad responsable”. Asumir tal compromiso implica comprender que las conductas individuales tienen consecuencias en la vida de los demás, que es necesario hacer ciertos sacrificios personales por un bien mayor que nos comprende, que la separación entre lo público y lo privado tiene zonas grises, que se precisa, para superar la situación, actuar con sentido de cooperación. Ante lo cual cabe preguntar: ¿son estas disposiciones parte de nuestra autocomprensión como ciudadanos? ¿Se ha cultivado socialmente esta dimensión ciudadana?

Tal apelación está demandando lo que se denomina deber de civilidad, del cual las democracias liberales generalmente han prescindido. Esto se puede explicar por la tensión que existe entre la defensa de la libertad individual, entendida como ausencia de límites externos –libertad negativa– defendida por el liberalismo y las exigencias de participación que supone una concepción de ciudadanía fuerte.

Una de las grandes disputas que están en el corazón de la filosofía política se da en torno a la relación entre la dimensión individual y la dimensión política de las personas, asunto de crucial interés para quienes aspiran a vivir en un régimen democrático. ¿Comprometernos y participar activamente en los asuntos públicos es condición o limitación de nuestra libertad? ¿Es la actividad pública constitutiva de nuestra realización como seres humanos o es una forma de vida más entre otras? ¿La participación es sólo un derecho o es también un deber?

Las visiones más antagónicas que hay al respecto están entre aquellas posiciones que identifican como esencial para el florecimiento de la vida humana la participación colectiva y la preocupación por los asuntos públicos, y quienes ven en esto una intromisión innecesaria en la vida privada de los individuos. En términos de organización política dichas posiciones nos conducen a dos modelos de democracia bien diferentes: una democracia de tipo directa, que reclama una permanente y sólida participación ciudadana en la vida pública, y otra, una democracia mínima de representantes y elecciones periódicas, que con base en supuestos elitistas, centrados en la desconfianza hacia el juicio del ciudadano común, reducen la participación a estas escasas instancias.

La idea de un contrato social basado en el acuerdo entre sujetos egoístas, interesados exclusivamente en cooperar con el objetivo de obtener un beneficio mutuo, ha prevalecido. Las instituciones democráticas, bajo el influjo del pensamiento liberal conservador, se han ido diseñando para funcionar sin la necesidad de un rol preponderante del ciudadano. El ideal de democracia competitiva,2 que emula el funcionamiento del mercado, centrado en un mecanismo de elecciones periódicas entre líderes que representan intereses irreconciliables, concibe la participación pública, las demandas ciudadanas o la protesta como un mal síntoma del funcionamiento democrático. La voluntad de los votantes se recoge en las urnas cada cierto tiempo y nada más; entre tanto, la ciudadanía se encuentra retirada en el ámbito privado, dedicada a lidiar con sus propios asuntos.

Pero un día, de modo imprevisto, se comenzó a percibir como urgente recordar a los ciudadanos que tienen más responsabilidades sobre la comunidad de las que creían, advirtiéndoles que la ventaja propia, tomada como lema vital, puede terminar siendo perjudicial para sí mismos. Quienes defienden ese modelo mínimo de democracia ahora exclaman por la responsabilidad pública. Pero la tarea no es sencilla, es muy arduo transformar las motivaciones socialmente conformadas de un momento para otro. Lamentarse ahora de la falta de civilidad, de la falta del ejercicio responsable de la libertad, es no comprender que sobre ello se han construido las democracias occidentales. Son las reglas con las que se ha jugado.

La pregunta que se hace la filosofía política, y que tanto Rawls como otras vertientes teóricas recogen, es la siguiente: ¿pueden las instituciones democráticas sostenerse sin el compromiso público de los ciudadanos? La respuesta breve es que no. ¿Por qué? ¿Cuáles son los riesgos? La apatía política favorece la discrecionalidad y corrupción de los gobernantes, la falta de control sobre los poderes económicos, la manipulación e influencia de medios en los procesos electorales. Al mismo tiempo, la retirada hacia el espacio privado conlleva el riesgo de profundizar las tendencias individualistas con la pérdida de los lazos de solidaridad que ello implica. Estos fenómenos motivaron en la reflexión teórico-política el resurgimiento de ideas republicanas con las cuales Rawls dialogó y coincidió parcialmente.

Un liberalismo republicano o un republicanismo liberal

El liberalismo y el republicanismo se conciben tradicionalmente como visiones políticas antagónicas. Sin embargo, no hay una sola forma de ser liberal y tampoco hay una sola forma de ser republicano. Esto último se hace patente si comparamos las muy diversas, y hasta radicalmente opuestas, expresiones políticas que en la historia moderna y contemporánea se han autodenominado como republicanas, y que van desde versiones elitistas de ultraderecha hasta modelos libertarios de izquierda. Filosóficamente ocurre algo similar algo similar, existen distintas versiones del republicanismo. Para la tradición republicana, el sustento de la propiedad es fundamental para garantizarle a la ciudadanía su libertad de la dominación ajena. Ante ello, el republicanismo elitista justifica excluir de la ciudadanía a quienes no son propietarios, mientras que un republicanismo democrático aspira a una ciudadanía cada vez más inclusiva que permita participar en pie de igualdad de los asuntos públicos a todos quienes sean afectados por las decisiones tomadas a través de mecanismos democráticos, y a la vez garantizar aquellas condiciones tanto materiales como legales que lo hagan viable. Con esta última vertiente republicana es con la que Rawls concuerda.

Entre los rasgos republicanos que Rawls reconoce asumir se encuentra la importancia atribuida a la participación y el compromiso de los ciudadanos en los asuntos públicos como sostén de las instituciones democráticas. “La idea es que, sin una amplia participación en la política democrática, mediante un vigoroso y bien informado cuerpo de ciudadanos, y ciertamente cuando hay una generalizada reclusión en la vida privada, aun las instituciones políticas mejor diseñadas caerán en manos de quienes intentan dominar e imponer su voluntad en todo el aparato del Estado, ya sea en aras del poder o de la gloria militar, o por razones de clase social o de intereses económicos, por no mencionar el fervor religioso expansionista y el fanatismo nacionalista. La preservación de las libertades democráticas requiere de la participación activa de ciudadanos que posean las virtudes políticas necesarias para mantener vigente un régimen constitucional”.3

Tanto el liberalismo igualitario de Rawls como el neorrepublicanismo asumen que es necesario desarrollar un compromiso con los intereses comunes. Es legítimo y necesario demandar a la ciudadanía tales disposiciones.

En ese sentido Rawls coincide con el republicanismo instrumental,4 para el cual la participación ciudadana, si bien no debe ser considerada una identidad relevante, tiene un valor fundamental como medio para garantizar el ejercicio de las libertades básicas. En los términos de estos autores, la participación es un instrumento para mantener la vigilancia perenne sobre los gobernantes y los grupos de poder, de tal forma de evitar la dominación sobre los ciudadanos. No es tanto la voluntad popular lo que en una república legitima sus leyes e instituciones, sino la apertura de canales y condiciones que garanticen la contestación o protesta frente a decisiones que se toman a espaldas del interés común. Los gobiernos deben estar sometidos al escrutinio permanente de la ciudadanía, deben rendir cuentas (accountability). Esto debe ser acompañado con el diseño de espacios de participación incluyentes y deliberativos. Tanto el liberalismo igualitario de Rawls como el neorrepublicanismo asumen que es necesario desarrollar un compromiso con los intereses comunes. Es legítimo y necesario demandar a la ciudadanía tales disposiciones como modo de sostener las instituciones en una sociedad justa y democrática. La participación ciudadana no es sólo un derecho, es también un deber.

Las vías legales que habilitan canales y espacios de contestación de las decisiones públicas requieren una ciudadanía dispuesta a dicha participación, comprometida con la cooperación social y con el interés público. No existen recetas sobre cómo cultivar el deber de civilidad ni las virtudes políticas necesarias para ello, y, aunque un sistema educativo público orientado a tales fines parece la mejor forma, la filosofía política contemporánea ha desatendido mayormente este aspecto.

Desde modelos teóricos defensores de la libertad política en sentido negativo, es decir, que entienden la libertad como ausencia de obstáculos externos y vinculan la defensa de tal libertad a la neutralidad estatal, a la imparcialidad con respecto a diversas concepciones del bien, existe cierto prurito y tensión a la hora de pensar en promover ciertas disposiciones ciudadanas virtuosas. Por ello, aunque Rawls y el neorrepublicanismo postulan la necesidad de virtudes políticas, no logran resolver la cuestión. Habrá que seguir apelando entonces a atajos comunicacionales.

La función crítica de la teoría

Al igual que en la praxis, en la teoría se ofrece un amplio espectro de ideales políticos cuyo ordenamiento o clasificación no siempre resulta fácil y preciso. Con el pensamiento de John Rawls ocurre algo de eso. Frente a la crisis del estado de bienestar de los años 70 y la reacción ultraliberal a la que ello condujo, el pensamiento del autor de Teoría de la justicia resulta radical y tan revolucionario como se perciben en este momento las medidas de aumento fiscal a los más ricos, de mayor regulación y redistribución, tomadas por Joe Biden.5 Su teoría de la justicia como equidad tiene un componente igualitarista desde el cual se fundamenta, entre otras cosas, que no todas las desigualdades son legítimas, sino sólo aquellas que benefician a quienes se encuentran peor posicionados en la sociedad, razonamiento que resulta inaceptable para pensadores como Friedrich Hayek o Robert Nozick, bases teóricas de las políticas neoliberales. Sin embargo, desde el otro lado del espectro cabría preguntar: ¿Cuánto del ideal de Rawls es una proyección de un orden social y económico dado? ¿Hasta qué punto su modelo pone en cuestionamiento los pilares mismos del sistema a partir del cual surgen las desigualdades que su modelo pretende reducir?

Otra de las funciones que Rawls atribuye a la filosofía política es la de poner a prueba los límites de la posibilidad política practicable. Se concibe a sí y a quienes hacen filosofía política como “realistas utópicos”, cuya principal tarea es probar los límites de lo políticamente practicable. La teoría política filosófica tiene una doble función: ser crítica y viable institucionalmente a la vez.6 La teoría no puede diseñar o pensar una sociedad y un orden institucional suponiendo sujetos humanos que no somos (por ejemplo, totalmente altruistas o absolutamente egoístas). Esa es su dimensión realista. Pero a la vez tiene que ser capaz de ofrecer un horizonte de lo deseable hacia el que proyectar las transformaciones necesarias. Allí radica su carácter utópico y crítico. Sin embargo, en estos modelos normativos el equilibrio entre el realismo y la crítica parece romperse a favor de lo primero. En el espectro político “se han convertido en la especialidad del centro”,7 reduciendo el potencial crítico tan necesario para orientar los cambios políticos y sociales que aún se perciben como urgentes.

Fernanda Diab es magíster en Filosofía Contemporánea. Asistente del Departamento de Filosofía de la Práctica del Instituto de Filosofía de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República.


  1. Rawls, John (2000). La justicia como equidad. Una reformulación, Paidós, Primera parte, p. 23. 

  2. Schumpeter, Joseph (1984). Capitalismo, socialismo y democracia, Folio. 

  3. Rawls, John (1996). Liberalismo político, FCE, pp. 198-199. 

  4. Pettit, Philip (1999). Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno, Paidós. 

  5. Lissardy, Gerardo (19/04/21). “El cambio que impulsa Biden en la economía de EE.UU. supone una ruptura con el neoliberalismo”, BBC News Mundo: www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-56925193 

  6. Pettit, Philip (2014). Just Freedom. A Moral Compass for a Complex World, Norton & Company, pp. 180-181. 

  7. Anderson, Perry (2008) Spectrum. De la derecha a la izquierda en el mundo de las ideas, Akal, p.9.